La resistencia albertista

Contra todo pronóstico, el kirchnerismo está atrincherado junto a un albertismo que le es absolutamente ajeno tanto en la ideología como en la praxis política. Existe una resistencia albertista que impide avanzar hacia cualquier intento de debate interno con la finalidad de salvar los muebles y relanzar un gobierno que, a esta altura, parecería estar perdido. El albertismo se dirige al fracaso sin permitirse un cambio de rumbo.
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Frente a las últimas definiciones prácticas e ideológicas del gobierno de Alberto Fernández, fundamentalmente desde fines de octubre a esta parte, viene en picada el nivel de apoyo de la base electoral militante y simpatizante a ese gobierno que en la grieta se denomina kirchnerista. En los últimos noventa días se multiplicaron exponencialmente las quejas y luego las críticas hasta que al fin aparecieron las expresiones de desilusión, o la voz de los que de una vez optan por “soltarle la mano” al presidente luego de haber defendido su gobierno durante largos meses. Y si bien los dirigentes siguen sin dar definiciones, quizá abrazados a los cargos que ocupan en la gestión, abajo las cosas están más que claras.

Poco más de un año duró el romance entre el núcleo duro kirchnerista y el albertismo oficialista. Poco más de un año, casi catorce meses desde esa asunción épica allá por diciembre de 2019. Los que ya durante el año pasado tenían dudas ahora se le oponen frontal y abiertamente a Alberto Fernández, valiéndose incluso de hirientes motes para calificarlo. Los que estaban firmes en la defensa del gobierno expresan su desilusión por todos los medios posibles. Y los verdaderos talibanes, los que aseguran estar dispuestos a dar la vida por Cristina Fernández, son ahora la nueva resistencia albertista, lo que en sí es una contradicción: si el gobierno es de Alberto Fernández y Alberto Fernández no hace nada de lo que habría hecho Cristina Fernández de Kirchner si el gobierno fuera suyo, ¿qué es lo que motiva a los kirchneristas a abandonar sus supuestas convicciones ideológicas para ponerse la camiseta del albertismo y atrincherarse con un gobierno a todas luces ajeno a su manera de pensar?

Hay una contradicción flagrante. El verdadero talibán kirchnerista es un sujeto, por lo menos en apariencia, ultraideologizado: compra el paquete completo del programa de Cristina Fernández sin discutir el contenido, no acepta cuestionamientos a la jefa y tampoco a su propio proceder de fanático. El talibán kirchnerista es un fundamentalista de la década ganada, de los logros de gestión de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, a los que tiene en su panteón de los héroes y mártires de la patria. Entonces ese talibán es la reserva ideológica y moral, es la última línea de lealtad y defensa del proyecto político del kirchnerismo. ¿Pero lo es efectivamente?

En un gesto inusitado de frescura, Alberto Fernández llega al volante de su propio coche a asumir la presidencia de la Nación. En ese momento, entre la euforia por haber derrotado el macrismo unas semanas antes y la ansiedad de una transición que se hizo larga, la fe del kirchnerismo en el nuevo presidente era absoluta. Pero las cosas habrían de cambiar con el correr de las semanas y hoy, a catorce meses de aquello, el panorama es muy distinto para Alberto Fernández respecto al kirchnerismo y un apoyo que se esfuma.

He ahí la contradicción que, como veíamos, es escandalosa. La pretendida reserva moral e ideológica de un proyecto político atrincherada en la defensa de un gobierno que en la práctica viola uno tras otro todos los preceptos sagrados de la ideología. Desde que asumió en diciembre de 2019, Alberto Fernández no hizo otra cosa que continuar las políticas del enemigo mortal del kirchnerismo en la grieta —el macrismo, objeto del odio de todo kirchnerista, o el mal absoluto— o simular avanzar tan solo para retroceder enseguida, la famosa “arrugada” que en teoría es un pecado mortal en la cosmovisión kirchnerista. Todo lo que hizo Alberto Fernández en catorce meses es antikirchnerismo suavizado por buenos modales, discurso abstracto e ideología de género para tapar los baches. Y aún así hay kirchneristas atrincherados junto a un Alberto Fernández ajeno que además se hunde. ¿Por qué?

“Porque ella lo puso”, contestan rápidamente. Si ella lo puso, veremos, por algo debe ser y entonces debe haber algún designio oculto que los de abajo somos incapaces de comprender. Es el propio misterio de la fe cristiana, es el credo quia absurdum de una militancia que se declara en su mayoría atea y deconstruida, aunque no hesita en hacer de su ideología una nueva religión. Tienen fe en Cristina Fernández, ella lo puso ahí y por algo será. “Ella escribe derecho en renglones torcidos”, tendrían que decir para significar que acá hay algo que no entendemos y que por eso no deberíamos cuestionar.

La fe no se cuestiona y por eso es fe, por supuesto, es algo que uno siente y no puede ni pretende explicar, simplemente siente que está bien y elige profesar. Es legítimo, todos tenemos fe en algo que no podemos explicar ni estamos dispuestos a cuestionar, pero hay una diferencia entre la fe en un Dios cristiano, por ejemplo, y la fe que el kirchnerismo tiene en Cristina Fernández: aquella fe cristiana no implica atrincherarse con el diablo en desmedro de uno mismo. Dios creó al diablo, por cierto, como todas las demás cosas de acuerdo con la fe cristiana. “Dios lo puso allí”, como se ve, puso al diablo donde está y, no obstante, no se tiene noticia de un solo cristiano atrincherado con el diablo simplemente porque Dios lo puso allí.

La cerealera Vicentín, en el centro de una polémica inesperada para la militancia y los simpatizantes del kirchnerismo. Algunos analistas ven en esa “arrugada” del gobierno frente a los ricos delincuentes un punto de inflexión en la relación entre Alberto Fernández y el kirchnerismo. A partir de Vicentín empezaron los cuestionamientos, inicialmente tímidos y reprimidos por la coyuntura sanitaria, pero que luego se hicieron ruidosos.

Es cierto que algunos cristianos optaron y optan por servir al diablo, aunque ninguno de ellos jamás adujo “Dios lo puso allí” para justificar su proceder. Por lo tanto y por lógica, si alguien quisiera ser albertista —alguien quiere, puesto que albertistas en la viña del Señor también los hay—, entonces debió declararse albertista abiertamente, no refugiarse en un “ella lo puso allí” para maquillar un giro ideológico de ciento ochenta grados desde el kirchnerismo transformador de la realidad social a un albertismo conservador del legado macrista, pero con el barbijo bien puesto, embadurnado en alcohol en gel y con la ideología de género como bandera. El albertismo es eso, es macrismo a cuentagotas, con la voz bien bajita para no espantar a los pacatos y absolutamente sumiso a las órdenes que bajan en forma de “progresismo” y “sanitarismo” de los organismos multilaterales de usura y saqueo al servicio de las élites globales.

Y eso es antikirchnerismo. No les será difícil a los memoriosos recordar aquellos tiempos de “patria o corporaciones” en los que el kirchnerismo denunciaba a los buitres del mundo y desconfiaba tanto del Fondo Monetario Internacional (FMI) como de la Organización Mundial de la Salud (OMS) o de cualquiera de esos organismos supranacionales del globalismo apátrida. Hubo denuncia y desconfianza en esos tiempos, el nacionalismo cultural como cuarta bandera del peronismo orientador había vuelto a estar a la orden del día y aquello fue una lucha. Ahora no, ahora las corporaciones están en el núcleo del gobierno, a los ricos se los cuida, al mal llamado “campo” no se lo desafía y al trabajador se lo ajusta para que con su trabajo pague la deuda dejada por Mauricio Macri y que asciende a los miles de millones de dólares. Antikirchnerismo explícito, obsceno, pero imperceptible para el talibán atrincherado.

Ignorar las señales

Pero el talibán no es ciego ni sordo frente a las muchas señales que recibe todos los días de que está haciendo mal. En realidad, ese talibán elige ignorar deliberadamente esas señales. ¿Por qué? Es difícil saberlo a ciencia cierta y quizá cada individuo tenga sus motivaciones, las que podrán ir desde la comodidad de la inercia, del dejarse llevar por la corriente para evitar roces, hasta la prosaica necesidad de sostener un gobierno para no darle la razón al rival en la grieta, que es el macrista, aunque el gobierno en cuestión sea un macrismo sin Macri con el que los propios macristas están muy cómodos. Lo cierto es que las señales de que Alberto Fernández es el llamado “topo” son clarísimas, solo las puede obviar el que las quiera obviar adrede.

La extraña cordialidad entre Mauricio Macri y Alberto Fernández se vio durante toda la transición y una vez más durante la ceremonia de transmisión de mando, que incluyó abrazos. Esa fue la primera señal de que algo no era como la mayoría pensaba.

Y no son de hoy, no es que Alberto Fernández haya empezado a mostrar la hilacha en los últimos dos o tres meses, no es así. De hecho, todas las cartas han estado sobre la mesa desde que Alberto Fernández rompió la tradición de ir a Brasilia como destino del primer viaje oficial de un presidente de la Nación y en cambio fue a Israel a abrazarse con Benjamín Netanyahu. Todo kirchnerista sabe, o por lo menos debió saber, que el “Bibi” Netanyahu estuvo detrás de la operación Nisman que se realizó para golpear a Cristina Fernández y que el mismo “Bibi” realiza un verdadero genocidio en Palestina. Pero Alberto Fernández va a Jerusalén a pedir la bendición para su gobierno y eso, extrañamente, cae como una “total normalidad” entre los kirchneristas.

Netanyahu es uno de los enemigos más visibles y con esa señal debieron prenderse al menos algunas luces de alarma. Nada de eso ocurrió, el episodio del primer viaje oficial a Israel cayó en el olvido y todo siguió como si nada. Claro, eran aún los primeros días de nuevo gobierno, era la llamada “luna de miel” o el “periodo de gracia”, no correspondía empalar a Alberto Fernández por haber viajado a Israel a negociar vaya uno a saber qué. Pero las señales fueron apareciendo, una tras otra: luego de la suspensión de la actividad política a raíz del coronavirus y la suba extraordinaria de imagen positiva de un Alberto Fernández que se puso el ambo de médico y prometió salvar la patria frente a la amenaza del virus chino (promesa que tampoco cumplió), aparecieron el fiasco en la fallida estatización de Vicentín, la persistencia del problema de los presos políticos, la entrega de la soberanía naval sobre los ríos, el Atlántico Sur y las Islas Malvinas con el Decreto 949/20, firmado entre gallos y medianoche, mientras las atenciones estaban sobre las exequias de Diego Maradona, la inflación fuera de control, las oscuras movidas de los Vila, los Manzano y los Mindlin —un gran macrista al que Alberto Fernández reivindicara públicamente como “amigo”— en la venta de Edenor y un largo, larguísimo etcétera.

Todas señales inequívocas de una continuidad macrista, de un gobierno furiosamente antikirchnerista. Pero el talibán kirchnerista, supuesta reserva moral e ideológica de las políticas de Estado diametralmente opuestas a las de Alberto Fernández, sigue atrincherado, ignorando las muchas señales de peligro y defendiendo lo indefendible. Si fueran solo los cuatro o cinco albertistas reales en esa delirante resistencia contra el malestar de un país que votó por terminar con el empobrecimiento y el ajuste eterno, vaya y pase. Pero no, en esa resistencia también hay muchos kirchneristas fanáticos, gente que teóricamente tendría que estar en las calles protestando contra las políticas de maltrato a los pueblos, de prioridad para los ricos y de entrega de la soberanía nacional a manos de un globalismo angurriento, aunque bien “progresista”.

El primer viaje oficial de Alberto Fernández no fue a Brasilia, según marca la tradición, sino a Jerusalén, donde se lo vio demasiado amistoso con un Netanyahu sindicado desde siempre por el kirchnerismo como la representación del mal. Malas señales que se acumulaban.

Eso no pasa, esos talibanes kirchneristas no están en las calles, sino más bien en las redes sociales justificando todo mediante el empleo de ardides discursivos propios de los macristas a los que declaran odiar y combatir. La pandemia, la “pesada herencia”, el contexto internacional, la oposición que no deja gobernar, la mar en coche. Todos pretextos para resistir en la trinchera de la negación de la realidad. “¡Dejen gobernar!”, gritan los albertistas en la resistencia, a veces con palabras un poco más elaboradas y otras veces incluso literalmente.

“Ella lo puso ahí” y por eso la resistencia albertista prescribe el silencio, no duda mandar a callar al que se queja por los precios estratosféricos de los alimentos de la canasta básica y de la carne, esencial en la cultura del pueblo argentino. “No le hagas el juego a la derecha”, recomienda, sin explicar a qué se refiere cuando habla de una “derecha” cuyo programa de gobierno, si es que la “derecha” existe, es precisamente el que viene poniendo en práctica el propio Alberto Fernández. “El que se queja es macrista”, remata, sin ver la escandalosa evidencia de que las políticas de Alberto Fernández son directamente una continuidad quizá suave del macrismo: ahora el ajuste es “responsable”, sin que nadie parezca muy preocupado por el hecho de un gobierno que ganó con la propuesta de terminar con el ajuste y no lo termina, solo le agrega un adjetivo que no modifica en nada la naturaleza del propio ajuste.

El último grito de la moda entre la resistencia albertista es el mal uso de la definición de la política como “arte de lo posible”. Ahora lo posible es esto, es continuar el macrismo para que no se enojen los mercados, el mal llamado “campo” y los ricos en general, continuar el ajuste y la entrega para agradar a los ajustadores y a los entreguistas. Eso es, desde el punto de vista de la resistencia albertista, lo posible hoy en política. En una palabra, lo posible es hacer macrismo sin Macri, matar de hambre al pueblo mientras se juega a lo psicópata con la llegada de una aguja salvadora, una aguja que vendrá a lo sumo a resolver uno de los cientos de problemas existentes. Hacer macrismo sin Macri para que no vuelva Macri a hacer macrismo con Macri. Por eso la pregunta es obligada: si el arte de lo posible hoy es continuar la obra de destrucción de Mauricio Macri, ¿para qué ganarle las elecciones a Macri en primer lugar? ¿Solo para quedarse pegados con la ejecución de un programa político en el que uno no cree y que además despertará la furia del pueblo?

El presidente Fernando de la Rúa, el antecedente más directo de un gobierno que optó por continuar con el programa de un presidente anterior hasta que la bomba le estallara en cara. Aquí, junto Domingo Cavallo, el símbolo máximo de esa continuidad entre el gobierno de la Alianza y el menemismo, o del “menemismo sin Menem”. La resistencia albertista emula a De la Rúa sin comprender que el destino deberá ser el mismo.

Las crisis son bombas que políticamente le estallan en la cara al que en un determinado momento gobierna, jamás a su predecesor y mucho menos a su sucesor, quien llega justamente porque la bomba estalló. Si el arte de lo posible es “darle tiempo” a Alberto Fernández para que haga macrismo sin Macri hasta el estallido de la bomba, ¿cuál sería el gran negocio que defienden hoy los supuestos kirchneristas reconvertidos en albertistas y mártires futuros de la resistencia? ¿Inmolarse en nombre del que fue echado a patadas del gobierno allá por el 2008 al quebrarse el acuerdo entre el kirchnerismo el Grupo Clarín luego del lock-out patronal? ¿Jugarse la existencia y poner en peligro la patria para defender al que en el 2015 acusó a Cristina Fernández de haber asesinado al fiscal sionista y golpista Alberto Nisman, el mismo que al servicio de Sergio Massa anduvo por todos los canales de televisión denunciando la corrupción en el gobierno del que había sido expulsado?

No se entiende muy bien cuál es el negocio que hacen y, finalmente, se trata de una contradicción hasta biológica, como diría Salvador Allende. El “ella lo puso allí” no permite el cuestionamiento de por qué eso es así, no admite razonar para entender los motivos por los que Cristina Fernández tuvo que aceptar la imposición de un empleado histórico del Grupo Clarín, un lobista de Repsol contra la recuperación de YPF y un lobista de Marsans contra la estatización de Aerolíneas Argentinas, como candidato titular en su lista. Ningún talibán piensa en ello, nadie reflexiona y se solo repite y repite que “ella lo puso allí”, con lo que se coloca uno voluntariamente en un lugar que no es antikirchnerista, sino directamente antiperonista al poner a los hombres por encima del movimiento y de la patria. ¿Por qué? No se sabe, son misterios de la fe de los atrincherados que resisten con aguante.

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