Suele ocurrir muy a menudo que el individuo promedio no tenga conciencia de que va a envejecer. Y tampoco de que las enfermedades mortales son algo más que un mero contratiempo fácilmente resuelto tomándose una tacita de té. Pero aunque algo de conciencia sobre la importancia de tener buena salud exista, es probable que la ciudadanía se comporte a veces con cierta resignación no tanto por una convicción ideológica, sino más bien en virtud de una escasez de opciones. Es probable que la política moldee la conciencia para que el sentido común no se preocupe por las decisiones que impactarán negativamente sobre el futuro de la comunidad a punto tal que se abandone la lucha por algo tan fundamental como lo es la salud. Aquí hay, por lo tanto, una reflexión profunda sobre cómo las políticas públicas, especialmente las sanitarias, se manipulan para favorecer a unos pocos vivos en desmedro del bienestar de millones que sufren las consecuencias de un sistema cada vez más deshumanizado.
Resultó llamativo en los primeros días de diciembre de 2024 el aumento en las denuncias de falta de medicamentos oncológicos en nuestro país, una situación que ha escalado en gravedad bajo el gobierno de Javier Milei. El médico y secretario general de la Federación Sindical de Profesionales de la Salud (FESPROSA) Jorge Yabkowski relata que una de las primeras medidas del actual gobierno fue paralizar la Dirección de Asistencia Directa por Situaciones Especiales (DADSE), el organismo encargado de proveer medicamentos de alto costo para pacientes oncológicos y con enfermedades raras. Esta decisión ha dejado a miles de personas sin acceso a tratamientos vitales, lo que ha generado una crisis humanitaria en el sector de la salud.
La DADSE no era un organismo superfluo, sino más bien uno que funcionaba literalmente como un salvavidas para los pacientes incapaces de acceder a medicamentos esenciales a través de los bancos de drogas de las provincias y de la Nación. Su paralización ha dejado a muchos pacientes en una situación desesperada, obligándolos a recurrir a medidas extremas para obtener sus tratamientos. Este es tan solo un ejemplo de cómo las políticas neoliberales, bajo la bandera de la “eficiencia” y el ajuste fiscal, están erosionando los derechos básicos de los ciudadanos mientras a nadie le parece preocupar en lo más mínimo la situación.

El gobierno de Milei ha implementado por otra parte medidas cuyo resultado fue el encarecimiento de los medicamentos básicos para los adultos mayores. Según un informe del Centro de Economía Política, los diez medicamentos más consumidos por los jubilados han tenido un aumento de precios promedio del 133% en el último año. Sumado a los bajos subsidios y al recorte de beneficios del PAMI, estos incrementos han dejado a muchos ancianos en una situación de desamparo que los obliga a elegir entre comprar medicamentos o cubrir otras necesidades básicas, como la alimentación o el pago de servicios. Esta es una realidad que golpea especialmente a los sectores más vulnerables de la sociedad, quienes ya enfrentan dificultades económicas y sociales.
Pero independientemente de la implementación de políticas concretas que atentan contra los intereses de las mayorías populares, sin lugar a duda uno de los efectos más perniciosos del discurso hegemónico liberal y recalcitrante —pronunciado sistemáticamente por el gobierno y replicado en los medios de comunicación y las redes sociales— es la normalización de la desgracia ajena, especialmente en lo que respecta a las enfermedades. La insensibilidad ante las necesidades de una niña con leucemia o un anciano que necesita medicamentos para el corazón no solo deshumaniza, sino que también fomenta un pensamiento individualista que se aleja de la necesaria solidaridad colectiva.

A través de la cristalización de una cultura cada vez más atomizada el poder se asegura que en lugar de unirse para exigir soluciones, los ciudadanos acepten el que cada uno debe arreglárselas por su cuenta. Esta es una mentalidad fomentada por discursos políticos y mediáticos que promueven el individualismo y está llegando a un punto en el que la desgracia ajena se ve como algo normal e incluso inevitable, que no es del interés colectivo por no cuadrar con la lógica del “sálvese quien pueda”. Claro que eso no es ni podría ser así pues a la sociedad le conviene más, por el bien general, que el acceso a los medicamentos y los tratamientos médicos no sea un problema individual sino uno colectivo con soluciones colectivas.
Un ejemplo de en qué va a resultar esta tendencia puede verse en el sistema de salud de los Estados Unidos. La película documental Sicko (2007), dirigida por el cineasta Michael Moore, lo relata a la perfección. Ahí se ve cómo, lejos de garantizar el bienestar de sus ciudadanos, el sistema sanitario estadounidense los abandona a su suerte. En una escena conmovedora, una pareja de ancianos se ve obligada a mudarse con sus hijos para poder costear sus tratamientos médicos, incluso luego de décadas de trabajo y esfuerzo. El sistema sanitario que debería garantizar el derecho básico al acceso a la salud se convierte así —sin la oposición de nadie— en un privilegio propio únicamente de quienes pueden pagarlo.
El documental también expone el fracaso del intento de reforma sanitaria que tuvo lugar en la década de 1990. Dicha iniciativa fue derrotada por una campaña mediática orquestada por las grandes compañías de seguros médicos que, con el apoyo de políticos y celebridades, lograron sembrar el miedo en la población presentando la reforma como una amenaza comunista. Este episodio histórico refleja cómo los intereses económicos pueden manipular la opinión pública para mantener un sistema que beneficia a unos pocos a expensas de muchos.

En la actualidad una dinámica similar tiene lugar en la Argentina. El gobierno de Milei, con la retórica de la “libertad”, está recortando subsidios y reduciendo la cobertura médica mientras culpabiliza a los ciudadanos de los problemas económicos. Este discurso amplificado por los medios y las redes sociales busca persuadir al pueblo de que la salud no es un derecho sino un lujo que cada uno debe costear por su cuenta. El resultado es una sociedad cada vez más individualista y menos solidaria en la que se normaliza la idea de que los más vulnerables deben arreglárselas por sí solos o morir en el intento.
El bombardeo mediático no es una novedad. En el caso ya mentado de la reforma intentada en los Estados Unidos a mediados de los años 1990 los medios presentaron al neoliberal Ronald Reagan como un prócer para meter miedo e inviabilizar un sistema de salud universal como si se tratara de una amenaza comunista. En nuestros días las herramientas han cambiado, pero la estrategia es la misma: sembrar el miedo y la desconfianza para justificar políticas que benefician a un puñado de privilegiados en detrimento de las mayorías trabajadoras populares y medias.
En este siglo XXI las redes sociales y las plataformas digitales se han convertido en el nuevo campo de batalla para la manipulación de la opinión pública, los discursos políticos se viralizan en cuestión de minutos y las noticias falsas se propagan más rápido que las verdaderas. En este contexto no resulta tan difícil que los ciudadanos en general y las nuevas generaciones en particular caigan en la trampa de creer que la salud es un privilegio y no un derecho y que quienes no tienen recursos económicos para costear sus tratamientos médicos son un lastre para la sociedad y merecen morir. Es preocupante ver cómo algunos veinteañeros pueden llegar a expresar con total convicción que cubrir los medicamentos de un anciano o el tratamiento de quimioterapia de un niño con leucemia es un “gasto innecesario”.

El problema, en definitiva, adquiere entonces una dimensión ética, pues es preciso hacer un esfuerzo por distinguir al hombre de las bestias. Es crucial que la sociedad pueda recuperar la noción de la conciencia colectiva y recordar que la salud es un derecho humano fundamental y no un privilegio. Debe haber resistencia frente a la catarata de operaciones de ingeniería social que inducen a pensar en el propio ombligo y lograr al final un sistema sanitario que proteja a todos, pero especialmente a los más desfavorecidos. De no resistir a la avanzada individualista, más que perder su propia humanidad el argentino estará garantizándose una posición de extrema vulnerabilidad para sí mismo en el futuro.
La política es decisiva en la defensa de la salud pública. Los gobiernos tienen la responsabilidad y el deber de garantizar que todos los ciudadanos tengan acceso a servicios médicos de calidad, independientemente de su situación económica. Sin embargo, cuando los intereses particulares priman sobre el bienestar de la población el sistema de salud se convierte en un negocio más donde los pacientes son vistos como clientes y no como seres humanos.

En nuestro país el gobierno de Milei ha priorizado los ajustes fiscales y los recortes presupuestarios por sobre la salud pública. Esto no solo ha afectado a los pacientes sino también a los profesionales de la salud, quienes se ven obligados a trabajar en condiciones cada vez más precarias. La falta de inversión en infraestructura, equipamiento y personal médico está generando una crisis en el sistema de salud que podría tener consecuencias devastadoras a largo plazo.
En un mundo en el que el individualismo parecería estar imponiéndose, la única solución posible es recordar que las acciones colectivas son las que verdaderamente definen al hombre. La salud pública es mucho más que un tema de la rosca, es un reflejo de los valores que una sociedad decide defender por principio y hoy, más que nunca, es necesario defender el derecho a la salud como un principio fundamental de la dignidad humana. Es necesario exigir que los dirigentes prioricen la salud pública sobre los intereses económicos y resistir frente a los discursos que incitan a pensar individualmente.
La lucha por la salud pública no es una simple pelea por medicamentos y tratamientos. Aquí se juegan la justicia, la equidad y la dignidad humanas. Si en Argentina se permite la quita de este derecho no solo se perderá un poco más de humanidad, sino también la capacidad de luchar por un futuro más justo y equitativo. La salud es un derecho, nunca un privilegio.