De tiempos en tiempos hacen circular en estos nuevos medios de difusión ideológica que son las redes sociales alguna punta del iceberg, la puntita visible que le permite al avisado saber que por debajo hay mucho más hielo. Las redes sociales sirven para la difusión de las generales de una ideología, de todo aquello que quepa en los límites de un meme, de una imagen impactante o un mensaje corto y explosivo. La ideología se difunde así en las redes sociales, en la forma de pequeñas pastillitas que van orientando por opinión particular a los individuos hacia la tendencia ideológica en cuestión. Lo que nunca se ve es el iceberg, nunca está a la vista el sentido de la tendencia. Uno, al consumir en las redes sociales la pequeña pastillita diaria, no tiene la posibilidad de ver de antemano los resultados del tratamiento. En una palabra, al consumir el medicamento todos los días de a una pastilla, pero sin antes tener acceso a la lectura del prospecto, uno tiende a obtener resultados que desconoce. Esos resultados son el adoctrinamiento ideológico del que no espera ser adoctrinado, es la letra entrando pasivamente.
Pero la conclusión no es a la moda de los liberales, de los que son los primeros en adoctrinar y también los primeros en poner el adoctrinamiento en el lugar del mal absoluto. La doctrina y el adoctrinamiento, como se sabe, no son malos en sí mismos, sino que dependen de los contenidos que imparten. Todas las instituciones tienen su doctrina y con ella adoctrinan a los suyos, esa es la forma que tienen para reproducirse, expandirse y ser. Si la Iglesia católica no hubiera adoctrinado a los católicos en el tiempo, a lo largo de los siglos, la propia institución no hubiera podido reproducirse y no existiría. La doctrina es lo propio de las instituciones y el mal o el bien no puede estar en el simple acto de adoctrinar, sino en el contenido específico de la doctrina que se quiere impartir.
Y puede estar también en el método. Cuando una ideología se sirve de los símbolos de otra o de lo que esta supuestamente podría representar, eso es una estafa. Cuando eso pasa, eso es un entrismo ideológico que tiene lugar por lo siguiente: la primera ideología se sirve de los símbolos y hace una extrapolación de los postulados de la segunda porque ella, la primera, no tiene la fuerza necesaria para hacerlo con sus propios símbolos y con sus postulados abierta e independientemente expresados. En una palabra, siendo insuficiente para triunfar en la política por sus propios medios, haciendo su propio juego, una parcialidad ideológica “cuela” su agenda y su discurso entre los símbolos y el discurso de otra parcialidad, con el objetivo de servirse de la fuerza de esta, ponerla a funcionar hasta que empiece a debatir los temas propuestos por la ideología que hace el entrismo.
En términos concretos, cuando una parcialidad ideológica es muy poco numerosa y/o no encuentra la forma de tener arraigo entre las mayorías para triunfar con su ideología en la política, lo que hace es entrar en “alianzas” con otra parcialidad que sí es numerosa y está arraigada entre las mayorías. Esas “alianzas” son simbióticas, lo que en la metáfora fisiológica se podría describir como un parasitismo.

El parasitismo es un proceso de simbiosis en el que el parásito —aquí, la parcialidad ideológica sin fuerza propia y sin arraigo entre las mayorías en una sociedad— se vale de la energía del anfitrión para alimentarse, crecer y, eventualmente, matar al propio anfitrión, asumiendo sus activos luego del deceso para cumplir con ellos una función muy distinta. El anfitrión es justamente la fuerza que en primer lugar había tenido luz propia y arraigo popular hasta que se dejó parasitar y murió. Y un ejemplo claro de ello puede verse en la relación simbiótica parasitaria entre los radicales y lo que inicialmente se dio en llamar Propuesta Republicana, el PRO.
El PRO fue, en sus comienzos, una pequeña agrupación vecinal cuyo territorio fue la Ciudad de Buenos Aires mientras Mauricio Macri fue el jefe de gobierno de dicho territorio. Con la caja de la ciudad más rica del país y probablemente una de las más ricas de América hispana en la mano, Macri desarrolló su propio partido político con su propia ideología en el ámbito vecinal, pero con el objetivo de ser nacional. El problema es que el PRO no prendía en ninguna otra parte fuera de la Capital Federal (se usaba decir, hasta el año 2015, que no cruzaba la General Paz, en alusión a la avenida que marca el límite entre la Ciudad de Buenos Aires y el resto del país) y no iba a poder cumplir la función para la que había sido originalmente creado: ganar las elecciones a nivel nacional y hacer un presidente propio para llevar a cabo su programa ideológico, que era un programa de saqueo oligárquico. Para ganar las elecciones, el PRO debió parasitar en otra fuerza política ya existente, en una que tuviera fuerza, estructura y arraigo propios. Si el PRO no hacía eso, no podría jamás haber cruzado la General Paz y la presidencia de Mauricio Macri no podría ser.
Pero fue, fácticamente fue así. Y lo fue porque el PRO supo parasitar en la Unión Cívica Radical, supo utilizar sus símbolos, movilizar a sus militantes y servirse de su estructura nacional, de su arraigo real entre las mayorías. Antes de ser parasitada por el PRO, la Unión Cívica Radical era un partido decadente, un tanto devaluado y ya bastante desviado de su propia ideología. La UCR ya se había convertido —más o menos desde la Unión Democrática de Spruille Braden en 1946 y luego definitivamente a partir del gobierno de la Alianza en 1999— en un partido gorila, lo que en sí es una verdadera contradicción respecto a lo expresado por los padres fundadores, por los Leandro N. Alem, los Hipólito Yrigoyen y otros próceres de un partido popular. Eso fue la Unión Cívica Radical en sus comienzos y en sus primeras cuatro décadas, un partido popular cuya orientación ideológica fue de oposición a la oligarquía. La UCR fue así hasta que se dejó parasitar por los gorilas: primero enfermó, pasó a ser un partido decadente y goriloide. Y finalmente murió cuando los gorilas tuvieron la fuerza suficiente para abandonar el cuerpo exhausto del anfitrión e ir a hacer rancho aparte.
Sucesión y herencia
Hoy el PRO de un modo genérico, en un sentido de partido político propio de la oligarquía, tenga el nombre de fantasía que tenga, tiene la fuerza propia para existir en la política argentina sin la necesidad de entrar en “alianzas” simbióticas parasitarias, ya puede hacer por sus propios medios. Pero el resultado necesario es que murió en el proceso el anfitrión del que el PRO se había servido para llegar a ser lo que es. Para que el partido de la oligarquía sea una fuerza política relevante a punto de tener la capacidad de disputar el poder político en el Estado, fue necesario que un partido originalmente popular se convirtiera primero en goriloide, luego en gorila y finalmente cayera muerto, dejándole al que alguna vez fue su parásito todos sus activos políticos en forma de herencia. El PRO es heredero de la UCR en ese sentido, es un heredero material del cuerpo decadente al que parasitó sobre el final de su vida. Propuesta Republicana debió asumir los activos de la difunta Unión Cívica Radical para cruzar al fin la General Paz y ser una fuerza nacional. El asunto es que la UCR murió.
Siempre es una cuestión de sucesión y herencia, como se ve. Si bien el parásito en un primer momento hace entrismo para ir colando su ideología e ir metiéndose de a poco en un juego al que de otra manera no hubiera podido acceder, el objetivo final es siempre la muerte del anfitrión parasitado para la sucesión y la asunción de los activos del muerto en herencia. En otras palabras, el parásito no deja jamás de parasitar, salvo que ocurra una de dos: la muerte del exhausto anfitrión, o bien un proceso de desparasitación en el que, en cambio, muere el parásito.

Ahora bien, la UCR se preparó para ser parasitada desde que se constituyó en un partido goriloide junto a los demás gorilas “por derecha” y “por izquierda” en la mesa de la Unión Democrática servida por la embajada de los Estados Unidos en 1946. A partir de allí, los radicales fueron decadentes, siempre más preocupados en obstaculizar al peronismo que en ser un partido auténticamente popular y ya para 1999, con el triunfo de la Alianza de Fernando de la Rúa con ciertos sectores dichos “progresistas” —en rigor, antiperonistas a secas—, la UCR pasó a ser directamente una fuerza política gorila. A partir de eso, las condiciones estaban dadas para que la Unión Cívica Radical fuera finalmente parasitada por un agente gorila oligárquico que diera muerte a su cuerpo decadente y asumiera su capital político en herencia.
Eso fue lo que ocurrió el año 2015, frente a mirada atónita de algunos radicales históricos que no querían saber nada con eso. Esos radicales quisieron desparasitar y no tuvieron la fuerza para hacerlo, puesto que otros radicales —más numerosos y con más peso dentro del partido— ya habían acordado con el parásito. Entonces la UCR no es víctima de su propio crimen, sino más bien cómplice: los radicales se dejaron parasitar por Mauricio Macri y su banda, por la oligarquía en la política, se quedaron quietos o hasta facilitaron activamente la acción del parásito, en vez de combatirlo. La verdad es que la UCR se dejó parasitar y el resultado fue su muerte. La UCR es hoy un expartido político en actividad, es como esos jugadores que ya están técnicamente retirados y siguen jugando dos o tres temporadas más para hacer aquello que se llama “robar” en el fútbol.
El parasitismo se presenta inicialmente como entrismo y luego tiende a conducir a la muerte al anfitrión. Es un problema que se puede detectar a tiempo y que puede erradicarse mediante una desparasitación en la que el cuerpo expele al agente externo antes de que sea demasiado tarde. Por lo tanto, cuando una fuerza política muere luego de ser parasitada es porque se dejó parasitar, no es un accidente y mucho menos es algo inevitable, no es una enfermedad incurable frente a la que solo cabe la resignación. De ninguna manera una fuerza ideológica con capital político propio y predicamento entre las mayorías debe necesariamente permitir que existan parásitos en su cuerpo y no, las alianzas coyunturales con fines electorales tampoco son excusa para permitir el entrismo. Una fuerza política con luz propia debe tener los instrumentos doctrinarios para impedir la mezcolanza, para mantener su identidad en todo momento, mucho más allá de las alianzas en las que entre a cada momento puntual.

Si la UCR se hubiera aferrado a la doctrina popular de sus padres fundadores y no se hubiera convertido en un partido goriloide con la sola finalidad de obstruir a Perón en 1946, no habría entrado en relaciones promiscuas con los conservadores, los liberales, los comunistas y los socialistas de la Unión Democrática de Braden. O bien hubiera conformado allí quizá un frente coyuntural, orientado al frío cálculo electoral, pero siempre manteniendo su identidad pese a las contradicciones del momento. Si así hubiera sido, el parasitismo del PRO en el 2015 habría encontrado los debidos anticuerpos entre la militancia y la dirigencia, estos militantes y dirigentes habrían puesto el límite para evitar la muerte del partido.
Pero no fue así y la UCR se dejó estar. Al abandonar su doctrina popular para comer en la mesa de la embajada de los Estados Unidos junto a la oligarquía conservadora “por derecha” y junto a los instrumentos de dicha oligarquía “por izquierda”, la UCR dejó la tierra sembrada. Sus militantes y dirigentes se volvieron cada vez más gorilas y, cuando el PRO apareció en el horizonte con una oferta de alianza electoral, ninguno de esos dirigentes y militantes vio el peligro. Por el contrario, entendieron que eso era una fusión y festejaron la “oportunidad” de ser gobierno junto a la fuerza brutal de la antipatria, como diría nuestra Evita. Y como esa fuerza brutal llevó a cabo un saqueo sin precedentes, los radicales se quedaron “pegados” y pagan el costo político del saqueo sin haberse beneficiado ellos mismos de dicho saqueo más que con alguna miserable propina aquí y allí. Vendieron un partido centenario, histórico y popular, lo vendieron por monedas y ahora están muertos.
El entrismo
La primera etapa de la relación simbiótica parasitaria en política es el entrismo, que en la metáfora sería la parte en la que el parásito se encuentra con el cuerpo del anfitrión y lo penetra o se sube a dicho cuerpo. En política, el entrismo suele ocurrir en coyunturas en las que se hace necesaria la alianza entre distintos para obtener un triunfo, ya sea electoral o bélico. Cuando esos distintos se unen, empiezan a marchar juntos y allí se forman relaciones entre sus miembros. Un ejemplo de eso fue el Frente para la Victoria del año 2003 y los demás frentes que se formaron después para sucederlo refrescando la marca o el nombre de fantasía de la empresa. Al Frente de la Victoria fue a confluir junto al peronismo una cantidad de identidades políticas que no son peronistas —he ahí la alianza, que siempre es entre distintos, o no sería una alianza— y de otras que en el pasado habían sido directamente antiperonistas.
Por qué eso se formó así es un asunto de análisis de esa coyuntura y no cabe en este modesto artículo. La cuestión es que, además del peronismo como luz propia más brillante en la política argentina, a la coalición se unieron los llamados “furgones de cola” cuyas identidades se autodefinían radicales, socialistas, progresistas y comunistas. Según esa fuente de conocimiento abierta que es Wikipedia, el Frente de la Victoria fue una coalición peronista, sí, pero que en el arco político horizontal heredado de la revolución burguesa de Francia se ubicó en la “centroizquierda”. El entrismo “de centro” con los radicales y el entrismo “de izquierda” con los progresistas, socialistas y comunistas marcó la cancha de entrada: ubicó a una coalición de orientación peronista en un lugar del arco político europeo, precisamente en la “centroizquierda”. ¿Cómo es posible eso, si la doctrina del peronismo niega tanto la “derecha” como la “izquierda” y el “centro”?

El peronismo, al superar dicho ordenamiento horizontal, no puede ubicarse en la “derecha”, en la “izquierda” ni en el “centro”, simplemente porque es la superación de esa forma de entender la política. El peronismo es la representación de la totalidad del pueblo-nación argentino mucho más allá de las opiniones particulares de los individuos, no establece como requisito para ser peronista el tener un pensamiento zurdo, diestro ni céntrico. No pertenece a ese esquema importado e impone una forma muy argentina e hispanoamericana de hacer política. ¿Y entonces? ¿Cómo es posible que una coalición de orientación peronista no se ubique abajo, que es donde está el pueblo, sino en una hipotética “centroizquierda”?
Es posible porque el entrismo pone en contacto a los distintos y modifica la manera de pensar de los participantes de la fuerza que es el objeto de dicho entrismo. Esa modificación ocurre porque el anfitrión permite el entrismo al no adoctrinar correctamente a su propia tropa. Sin conocimiento de la doctrina peronista, los peronistas quedan vulnerables frente a lo que los aliados coyunturales digan, de pronto, qué debería ser el peronismo. Entonces, en vez de celebrar la unión en la diferencia y el hecho de que gente pensando distinto esté unida en torno a un proyecto de país común, lo que termina pasando es que se produce una verdadera promiscuidad ideológica en el interior de la coalición y el entrismo aprovecha esa situación para colar su ideología, venderla como si fuera propia de la fuerza dominante en el Frente y convencer a los militantes de dicha fuerza, que siempre son mucho más numerosos que todos los demás combinados, de que la ideología de una parte minoritaria es la ideología general de todos los que están unidos en alianza.
El peronismo ha sido históricamente el objeto del entrismo tanto “por derecha” como “por izquierda”, no hay en ello ninguna novedad. Una y otra vez el peronismo supo imponer su doctrina para desparasitarse a tiempo y no morir, siempre apeló a la doctrina para volver a las bases y abandonar tendencias antinaturales de “derecha” y de “izquierda” que existen alejadas del sentido común del pueblo-nación argentino. El peronismo solo existe como representación de dicho sentido común en la política y si se desvía o empieza a ir en contra del pensar y del sentir de las mayorías populares, empieza a dividirse en peronismos “de derecha”, “de centro” y “de izquierda”, lo que ya en sí es una imposibilidad fáctica: como veíamos anteriormente, la naturaleza del peronismo es la superación del ordenamiento espacial horizontal creado en la Asamblea Nacional de Francia y al calor de la revolución burguesa del siglo XVIII.
El peronismo pone ese ordenamiento en vertical y convoca al pueblo —a los de abajo— a organizar la comunidad contra los de arriba, que son las históricas mil familias oligárquicas. Por lo tanto, cuando el peronismo aparece como “de izquierda”, “de derecha” o “de centro”, lo que hace es dejar sin representación a los de abajo, a las grandes mayorías populares que no saben de posiciones ideológicas importadas de Francia ni están interesadas en saber. El peronismo “de derecha” hace el juego de los liberales y el peronismo “de izquierda” hace el juego de los socialistas, pero el General Perón y la doctrina peronista son muy claros desde el vamos respecto a eso ya en la consigna fundamental de que no somos liberales ni marxistas, sino peronistas. El peronismo no hace el juego de nadie, solo representa los intereses del pueblo argentino. Y eso no es “de izquierda” ni “de derecha”.

He ahí la doctrina, que es indiscutible en sus propios términos y es la fuente a la que el peronismo siempre supo acudir para desparasitarse y corregir desviaciones tanto “de izquierda” como “derecha”, volviendo a colocarse abajo en un ordenamiento espacial vertical. El caso es que ya van 17 años desde el advenimiento del Frente de la Victoria y la coalición original con un sector del radicalismo, con el progresismo, el socialismo y el comunismo. Son 17 años desde entonces y el entrismo solo ha ido en aumento desde entonces, el peronismo no se ha desparasitado nunca en ese periodo del entrismo “de centro” y “izquierda” que lo tiene atado a un lugar de “centroizquierda” muy alejado de las necesidades del pueblo argentino.
¿Por qué? ¿Por qué el peronismo no se sacude a los parásitos de una vez y vuelve a colocarse junto al pensar y al sentir de la mayoría popular a la que debe naturalmente representar? Quizá porque los tiempos sean muy distintos desde la caída del Muro de Berlín y la disolución del campo socialista en el Este, que garantizó el equilibrio político internacional desde el fin de la II Guerra Mundial. Al desintegrarse ese bloque y al decretarse el “fin de la historia” en los términos de un entonces triunfante Francis Fukuyama, los partidos políticos en todo el mundo fueron vaciados de contenido y se convirtieron en vulgares instrumentos electorales, en sellos. Lo que los partidos políticos dejaron de hacer entonces, entre otras funciones que en el siglo XX fueron determinantes para la existencia de un partido, fue adoctrinar correctamente a sus militantes.
Así, existe hoy una gran cantidad de “peronistas” que no solo jamás accedieron a la doctrina porque el Partido Justicialista (que es el partido del peronismo) se abstuvo de dictar los clásicos cursos de formación doctrinaria: hay “peronistas” que directamente desconocen los contenidos de dicha doctrina y quizá se espantarían si llegaran a enterarse de la existencia de ciertos decálogos sintéticos de la doctrina, si llegaran a saber las definiciones contenidas en, por ejemplo, las 20 verdades peronistas. Y algunos de esos “peronistas” podrían llevarse un chasco importante si se pusieran a leer un libro de Perón.

El entrismo se hace entonces posible y a la vez muy difícil de combatir, puesto que los militantes peronistas son muchos, están doctrinariamente dispersos y están, además, vulnerables frente a minorías sobreideologizadas “de izquierda”, “de centro” y “de derecha”. Esas minorías se acercan a los peronistas sin doctrina y se acercan ya muy duchos en su propia ideología. Pescan en una pecera, cazan en un zoológico, se encuentran con que decirles que ser peronista es seguir el camino de las máximas ideológicas del liberalismo, de la socialdemocracia y del socialismo, el progresismo y el comunismo funciona. Un liberal se acerca y dice que ser “peronista” es adherir al Consenso de Washington y ahí está el “peronismo” de los años 1990. Un socialdemócrata se acerca y dice que el “peronismo” son las buenas formas y el no enfrentamiento con la oligarquía y ahí está el aletargamiento percibido actualmente por algunos, un “peronismo” que parece no saber a qué vino. Un comunista se acerca y dice que el “peronismo” es la lucha de clases y el resultado son las guerrillas de los años 1970. Y, finalmente, un progresista se acerca y dice que el “peronismo” es la agenda occidental de las minorías y el resultado es la militancia de Starbucks en una permanente nube de humo.
Cuando el militante peronista no está debidamente adoctrinado para ver qué es realmente el peronismo, compra todos esos “peronismos” entre comillas y el resultado es una desviación, un alejamiento de las mayorías populares y una confusión en el interior del peronismo, que normalmente se salda con luchas intestinas o con una feroz reacción por parte de los gorilas de arriba, la oligarquía, como ocurrió desde el 24 de marzo de 1976, cuando destituyeron el gobierno peronista de María Estela Martínez de Perón y abrieron las puertas del infierno.
Las evidencias semiológicas
Como decíamos anteriormente, el entrismo es un parasitismo que puede detectarse muy tempranamente, no hay ninguna necesidad de padecerlo hasta que decaiga el cuerpo y esa decadencia resulte en la muerte del anfitrión. Si el peronista quiere y tiene conocimiento de su doctrina, con tan solo una mirada superficial a lo que hacen los antiperonistas “por derecha” y “por izquierda” con los símbolos peronistas cuando quieren hacer entrismo alcanza para darse cuenta de que hay parásitos en el cuerpo. La clave está en observar el comportamiento y analizar el discurso no del enemigo abiertamente gorila, sino de nuestros propios aliados coyunturales. Allí vamos a ver cómo esos aliados no se limitan a los términos del acuerdo, los violan y los rebasan para hacer entrismo haciendo pasar su ideología por “peronismo”. Cuando el peronista vea eso, sabrá que allí hay alguien parasitando en el peronismo para hacer entrismo. Hay que observar atentamente la semántica del entrismo para detectar al parásito.
No conviene quedarse con las etiquetas que cada cual se cuelga de sí mismo para identificarse. Es preciso ver qué hace y qué dice efectivamente el que se autodefine “peronista”, contrastar eso con la doctrina y sacar conclusiones. Y entonces es preciso analizar la expresión de esos “peronistas” que desde la “derecha”, desde la “izquierda” y desde el “centro” intentan hacer decir a Perón cosas que Perón nunca dijo y, peor aún, cosas opuestas a las que Perón defendió en su discurso y en su praxis. Es preciso, en una palabra, estar atentos a la semiología de los mensajes que circulan y que son dirigidos al pueblo peronista como si se tratara de doctrina y no son más que vulgares falsificaciones de la verdadera doctrina, la que está escrita y no puede ser borrada. Y una vez que esas falsificaciones sean detectadas, el deber de todo peronista es hacer presión sobre los dirigentes para que ellos, los dirigentes, que son los encargados de la conducción del movimiento, pongan orden en la casa común recordando frecuentemente con claridad los principios doctrinarios del peronismo.
Por otra parte, los dirigentes son responsables hoy y siempre de reanudar el funcionamiento del partido peronista en todo lo que se refiere a la formación doctrinaria y eso, como se sabe, no es negociable: la doctrina se imparte a los que quieren adquirirla y se imparte de acuerdo a los lineamientos expresados en la doctrina. No se trata tampoco de un concurso de creativos, en el que cada cual está habilitado a hacer pasar su opinión ideológica por “doctrina”. La doctrina del peronismo es lo que es y está escrita, puede gustarle o no gustarle a alguien, nadie está obligado a abrazarla. Pero si un individuo no la abraza porque no está de acuerdo con sus contenidos, porque piensa que el peronismo debió ser otra cosa o por la razón que sea, no hay en ello ningún problema.

Ese individuo encontrará seguramente su lugar en otras fuerzas minoritarias cuya ideología refleje mejor su manera particular de pensar. Y si no encuentra ninguna, siempre es libre de ir y formar su propia fuerza política. Al fin y al cabo, eso fue lo que hizo Perón al ver que ninguna de las opciones disponibles en su tiempo expresaba la soberanía política, la independencia económica y la justicia social. Eso no existía en el radicalismo, no existía en el conservadurismo y no existía en el liberalismo. Entonces Perón fue y creó el peronismo, que es de Perón y no puede ser modificado por nadie que no esté autorizado en el testamento de Perón para hacerlo.
Cada vez que el peronismo fue víctima de una movida que se dio en llamar “aggiornar” la doctrina, fue arrastrado hacia desviaciones de “derecha”, de “izquierda” y de “centro”. Y el resultado fue un alejamiento de la doctrina de los abajo y la consiguiente enajenación de los pueblos. El pueblo-nación no entiende de intrigas ideológicas cuyos términos han sido importados de Francia. Lo que el pueblo-nación argentino sí entiende es el concepto de Comunidad Organizada, en el que cada individuo ocupa el lugar que le corresponde en la sociedad y la solidaridad del grupo es la amalgama de la unidad y la garantía última de que nadie va a quedar al costado del camino.
La burguesía nacional debe asumir la tarea de industrializar el país y debe ser regulada por el Estado para que no fugue su riqueza, para que asegure todos los derechos del trabajador, que son el salario digno, el aguinaldo, la obra social, la jubilación, las vacaciones pagadas y todo lo que el peronismo establece en su doctrina para que la familia sea el núcleo fundamental del desarrollo de la sociedad. Al Estado, por su parte, le corresponde garantizar todos los servicios públicos de calidad, desde la salud, hasta la educación, pasando por la seguridad ciudadana, la justicia, el suministro de energía, etc.
Esa es la doctrina del peronismo, que cuando se desvía a la “derecha” deja que el mercado haga desastre y cuando se desvía hacia la “izquierda” empieza a predicar en términos de lucha de clases, de razas, de género y de religión, perdiendo el contacto con el sentido común de nuestra gente. Cuando eso pasa, el peronismo deja de ser lo que debe ser y deja de materializar su doctrina. Se deja parasitar por los que no tienen votos ni arraigo entre las clases populares. El objetivo de esos entristas es conducir el peronismo a la muerte y asumir su herencia para imponer aquí una tradición política que no es la nuestra. Quieren alejar a la Argentina del camino autónomo de tercera posición respecto a las potencias dominantes y nos quieren someter a una de esas potencias para que hagamos su juego.

Eso está pasando ahora y pasó en los años 1990, en sentidos ideológicos opuestos. En los años 1990, el entrismo “de derecha” nos puso en la órbita del Consenso de Washington y abandonamos nuestra tercera posición para ser funcionales al imperialismo yanqui. Ahora, el sentido es inverso: quieren hacer entrismo “de izquierda” para que seamos funcionales tanto al globalismo dicho “progresista” de ese sector de las élites que son los George Soros y los Bill Gates como al imperialismo naciente de China, que desea desplazar a los Estados Unidos en el lugar de potencia dominante.
Solo la tercera posición podrá equilibrar el mundo con la exigencia de un orden multipolar en el que se respete la soberanía de los pueblos. El peronismo es la única fuerza política con luz propia en la Argentina y solo depende de otras fuerzas de un modo marginal, en un sentido de hacer alianzas coyunturales aquí y allí y ganar las elecciones en cada momento. Por lo tanto, el peronismo no debe mimetizarse con nadie, debe mantener su identidad peronista y hacerla respetar por sus aliados. Y dichos aliados siempre podrán optar entre seguir en alianza con el peronismo y triunfar, o abrirse y hacer su propio juego de manera autónoma, como hacen los trotskistas desde siempre. El problema es que eso resulta en un 2% de la voluntad popular y una escandalosa derrota.
El peronista puede estar bien tranquilo que, al ponerles un límite a nuestros aliados coyunturales y al cerrarles la posibilidad de que hagan entrismo, lo que va a pasar no es que se van a enojar y se van a ir. No se van a ir a ninguna parte, porque ellos dependen de nosotros muchísimo más de lo que nosotros dependemos de ellos. Al fin y al cabo, la misma biología lo demuestra: el anfitrión puede vivir sin el parásito, pero el parásito sin anfitrión simplemente se apaga y deja de existir. No hay razón para tenerle miedo a la dignidad y a la autonomía cuando la sartén la tiene uno mismo por el mango.