Las ideas de Moreno y Echeverría sobre la patria

Una segunda mirada sobre próceres de la Argentina mitrista como Mariano Moreno y Esteban Echeverría indica que el concepto de “patria” existente en el pensamiento de estos prohombres no era exactamente lo que suele suponer el sentido común. El revisionismo histórico ayuda a ver la influencia cosmopolita en ese pensamiento, ideas que luego serían tomadas por los enemigos del pueblo argentino para degradar nuestra nacionalidad y demorar la formación de nuestra conciencia nacional.
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Tras pocas semanas de cumplirse un nuevo aniversario de la declaración de la independencia en aquel congreso de 1816 en Tucumán, vamos a referirnos al concepto de patria. A menudo nos solemos olvidar de este concepto que resulta fundamental para pensar cualquier efeméride de nuestra historia desde el punto de vista de un nacionalismo que se pretenda despegar del patrioterismo o del antihispanismo.

Pensar el día de la independencia, por ejemplo, a partir de una perspectiva nacionalista e hispanista presupone de antemano considerar si esa fecha, el 9 de julio de 1816, va a ser reconocida como un hito fundante de la nacionalidad o bien si se la debe considerar como un hecho infausto, habida cuenta de que la fecha tal y como la historiografía la ha conmemorado hasta nuestros días implica en sí misma la disolución del territorio que otrora perteneció al reino de España.

Y fue Antonio Caponetto, un autor con quien ciertamente uno puede o no coincidir, pero cuyos razonamientos resultan a menudo interesantes, quien se hizo esa misma pregunta, ensayando en su libro Independencia y nacionalismo una respuesta posible al interrogante.

Caponetto nos plantea que efectivamente de alguna manera el 9 de julio de 1816 constituyó una suerte de peldaño descendente, un elemento más en el derrotero de acontecimientos que derivaron en la disolución del imperio español, aunque reivindica la fecha con un dejo de resignación, sin euforia, con una serie de salvedades. Nos vimos obligados, nos dice, a tomar la decisión de separarnos de una España que en el fondo ya no era aquella España a quien le debíamos nuestra existencia.

En ese sentido nos explica Caponetto: “Es a la corona a la que pertenecíamos —redondea Demetrio Ramón Pérez—, no a la península ni a la metrópoli ni a los españoles europeos ni a Francia ni a los Napoleones ni a los pescadores del León ni a los regentes de Cádiz”.

Según palabras más o menos del secretario de Estado de la Suprema Junta Conservadora de los Derechos de Fernando VII en Venezuela Juan Germán Roscio, en una carta del 12 de julio de 1810, si el rey sobre quien reposaba en primer lugar el pacto de vasallaje ya no gobernaba “por una mezcla penosa de incompetencia y doblez, cipayaje y entrega, cautiverio y captura forzada”, nos cuenta Caponetto, “rebelarnos era lo previsto en la misma legislación común, sublevarnos era obedecer y ser fieles”, como lo vio el mismo Juan Bautista Alberdi en su obra El gobierno de Sudamérica, escrita “con calma” hacia 1853.

Acuarela realizada en 1941 por Antonio González Moreno como representación de la sesión del 9 de julio del Congreso de Tucumán de 1816. La obra es parte de la colección del Museo Histórico Nacional y en ella están el presidente Narciso Francisco de Laprida, el secretario Juan José Paso (encorvado y leyendo el acta) y fray Justo Santa María del Oro. Entre estos dos, mira de frente Mariano Boedo. Desde la izquierda, están José Darragueira, Pedro Ignacio de Castro Barros y, de espaldas, con uniforme militar y el bicornio en alto, José Ignacio Gorriti. En el bloque de la derecha, se distingue a Tomás Godoy Cruz, a Tomás Manuel de Anchorena, de perfil, con sombrero y bastón en la mano. En su hombro se apoya Pedro Medrano. Detrás de este, Pedro Ignacio de Rivera y fray Cayetano Rodríguez. Asidos a los barrotes de la ventana, Eduardo Pérez Bulnes y Mariano Sánchez de Loria. Sobre el ángulo izquierdo, Antonio Sáenz habla a don Esteban Agustín Gazcón.

“Ese movimiento de reacción independentista —agrega Alberdi— empezado europeo se volvió americano. Español al principio acabó siendo un hecho americano definitivo y permanente”.

Se trataba de conservarle estos reinos a Fernando VII aunque a juicio de nuestro autor su persona no lo mereciera. “Por algo habíamos leído al Cid Campeador”, afirma Caponetto, “no había ningún principio por el cual estos reinos debieran someterse a un poder extranjero o a una monarquía devenida en tiranía. Los principios indicaban todo lo contrario y todo lo contrario fue lo que se hizo, aunque quienes lo hicieron mal terminaron saliéndose con la suya”.

En ese sentido el ius resistendi —el derecho a la resistencia a la opresión— era de estirpe clásica cristiana. De acuerdo con Caponetto “la revolución era un engendro moderno, por eso la historiografía marxista se lamenta de no hallar más revolución de la que hubo y a nosotros nos complace y nos alivia constatar la presencia de la tradición. No festejamos la independencia de los que se salieron con la suya, la de los módicos y más que peligrosos émulos de Robespierre; no somos mitristas que hacemos del desarraigo una bandera y de la emancipación un desmadre vengativo ni tampoco sarmientinos que llamamos ‘madrastra’ a nuestra madre. No somos liberales borrachos de vanagloria que hablan de tener ‘una nueva y gloriosa nación’ cuando acaban de perder un imperio”.

Caponetto hace alusión en ese pasaje al verso “se levanta en la faz de la Tierra una nueva y gloriosa nación”, perteneciente a la letra original de nuestro Himno Nacional. No obstante, va a resaltar que el Congreso de 1816 con sus luces y sus sombras tenía una intención de declarar la independencia de las Provincias Unidas de Sudamérica.

De hecho, así aparecía enunciado en el acta del 9 de julio. Ese Congreso no declaró la independencia de la “República Argentina”, la idea de la existencia de una “argentinidad” germinal ya en 1816 o incluso en 1810 forma parte del relato ficcionalizado que a posteriori crearía el mitrismo para apropiarse de los hechos históricos precedentes. Pero el Congreso de Tucumán poseía una proyección continental al menos en su declaración de principios, aunque por supuesto hoy sabemos que esta fracasaría y que el antiguo imperio español sería fragmentado de acuerdo con el interés de la diplomacia inglesa.

Retrato del monarca Fernando VII en su uniforme de capitán general, obra realizada por Vicente López Portaña en 1815. La pintura es un óleo sobre lienzo y se encuentra expuesta en el Museo del Prado de Madrid, España.

Pero entonces, si vamos a rastrear la existencia o no de una patria o una argentinidad anteriores a la declaración de independencia se nos plantea la necesidad de reflexionar acerca del concepto de patria, qué cosa entendemos por patria. Qué era la patria para el secretario de la Primera Junta de gobierno, por ejemplo, uno de los principales hombres de la Revolución de Mayo. Para ello nos podemos valer de la obra de José María Rosa.

Rosa analiza la figura de Mariano Moreno, su personalidad y las circunstancias particulares en las que llegó a ser secretario de la Primera Junta en 1810. Pero lo que nos interesa de este autor es su rescate de la patria de Moreno, de lo que Moreno entendía por patria. Y entonces Rosa nos dice: “La revolución se hacía en nombre de Fernando, pero su objetivo era la patria. No era esta para Moreno la ciudad, la república de españoles del derecho municipal que entendían los criollos. En el artículo Miras del congreso Moreno habla de una España que ha hecho la conquista de América ‘por la fuerza y la violencia y no habiéndose ratificado por el consentimiento libre y unánime de estos pueblos. La conquista no es válida pues la fuerza no otorga derecho, como dice Juan Jacobo Rousseau. Por lo tanto, América podía resumir sus derechos vulnerados por tres siglos de opresión’”.

Véase qué interesante resulta el caso de Moreno. La tradición hispánica tenía a la mano fuentes que explicaban el poder y el pacto de sociedad desde hacía por lo menos dos siglos, pero Moreno tomó a Rousseau para justificar un discurso completamente antihispánico. “La patria —continúa Rosa— era la América indígena, el antiguo imperio de los incas cuyas tumbas conmovían y en los huesos revivía el ardor al ver ‘renovado en sus hijos de la patria el antiguo esplendor’”, aludiendo también a un pasaje de la letra original de la canción patria.

No obstante, Rosa plantea que “hubiera sido más comprensible que en vez de la resurrección exótica de los derechos indígenas Moreno y López (el autor del Himno Nacional) hablasen de los derechos de los criollos dejados de lado por el centralismo borbónico y buscasen la patria en los municipios y la gran patria en la federación de todos los municipios de América como habrían de decirlo dentro de poco Gaspar Rodríguez de Francia, el gobernante paraguayo, y José Gervasio de Artigas.

Pero eso no estaba en Rousseau y los intelectuales de 1810 no buscaban la patria real sino una figura de retórica que sirviese para justificar la revolución en el contrato social y permitiese a Castelli perorar sobre las ruinas de Tiahuanaco como más tarde lo haría Monteagudo en el templo de la libertad de la sociedad patriótica del regreso al buen salvaje, el más caro de los ideales rousseaunianos”.

Monumento a Mariano Moreno emplazado en la intersección de la Av. de Mayo y Roque Sáenz Peña, junto a la Plaza Moreno en las inmediaciones del Congreso, en la ciudad de Buenos Aires.

Si esa idea de patria fuese sencillamente retórica y solo estuviera siendo utilizada para otorgar un asidero ideológico a la revolución que liberaba de Europa a la América hispana, plantea Rosa, hubiera sido comprensible y aceptable, pero no era así: “La patria indígena servía para justificar la revolución y la revolución para crear algo nuevo, el Estado perfecto a la manera rousseauniana.

Como Hispanoamérica era grande para la experiencia y se corría el riesgo de que los mexicanos o los peruanos asumiesen en la jefatura, el Estado de Moreno quedaría reducido a los límites del virreinato. Moreno fue el primer criollo, triste privilegio, que habló de la desunión de América española”. Moreno, como sabemos, era un hombre a quien Inglaterra veía con beneplácito, por decirlo de un modo elegante.

En el Plan de operaciones del 30 agosto de 1810, una obra atribuida a Moreno, este mantenía la idea de la unidad de América española compartida por los hombres que iniciaban en Buenos Aires, Caracas, Bogotá y México el movimiento emancipatorio, pero en miras del congreso del 6 de noviembre lo ha rectificado.

En ese contexto, Moreno afirmaba: “Es una quimera pretender que todas las Américas españolas formen un solo Estado. ¿Cómo conciliaríamos nuestros intereses con los del reino de México? Con nada menos se contentaría este que con tener estas provincias en clase de colonias. Oigo hablar generalmente de un gobierno federativo como el más conveniente a las circunstancias y estado de nuestras provincias, pero temo que se ignore el verdadero carácter de ese gobierno y que se pida sin discernimiento una cosa que se reputará inverificable después de conocida. No recurramos a las antiguas anfictiones de la Grecia, un sabio francés ha demostrado que su objetivo era puramente religioso y que sus resoluciones no se dirigían tanto al estado político de los pueblos cuanto al arreglo y culto sagrado del templo de Delfos”.

Entonces el concepto de patria en Moreno, uno de los padres del liberalismo político y que nunca gozó de una apoyatura en los elementos criollos, que nunca se granjeó el apoyo de los sectores populares, está vinculado al Estado, a un Estado. Moreno nunca fue un líder popular, nunca gozó de simpatías ni siquiera traccionaba público hacia esas tertulias de café donde podría haber sido al menos caudillo de una pequeña multitud entre la élite gobernante. Moreno era un intelectual de biblioteca con escaso interés antes de la revolución de mayo de 1810.

Extraordinario retrato de Rousseau, obra de Maurice Quentin de La Tour que data de mediados del siglo XVIII y que se encuentra expuesta en el Museo Antoine-Lécuyer de la localidad de San Quintín, Francia.

Su noción de patria por otra parte contrastaba con aquella que proponía Esteban Echeverría, intelectual de la generación de 1837 y que fue tomada por Arturo Jauretche en Los profetas del odio. La noción de patria para la intelligentzia, nos dice Jauretche, “continúa siendo lo que para la Ilustración y los continuadores de la política liberal que no la concibieron como fin en sí misma sino como medio. El fin no es la nación, son las instituciones: la república, la constitución, la democracia, la libertad, consideradas desde un punto de vista individual y no desde un punto de vista nacional”.

Jauretche nos cuenta cómo bajo el gobierno de Aramburu se trasladó la estatua de Echeverría a su actual emplazamiento en la esquina de Florida y Charcas en la ciudad de Buenos Aires, donde se encuentra la Plaza San Martín. “Allí usted podrá leer en el pedestal —nos cuenta Jauretche— una sentencia del prócer Esteban Echeverría” quien afirma: “Los esclavos y los hombres sometidos al poder absoluto no tienen patria porque la patria no se vincula a la tierra natal sino al libre ejercicio de los derechos ciudadanos”.

El concepto de patria en Echeverría entonces ya no se vincula como en Moreno a un Estado, sino que se relaciona con el bienestar, tal como los romanos ya lo entendían y lo reflejaron en la célebre frase Ubi bene, ibi patria o la patria está donde también está el disfrute, donde se está bien.

Pero sin lugar a dudas tanto este historiador como el lector tendemos a creer que la patria es otra cosa mucho más profunda que el bienestar material del individuo. La patria uno se la pone al hombro suponga para uno como individuo un beneficio, un bienestar o no. La patria puede significarnos un sacrificio, un dolor, un nudo en la garganta. La patria es sufrimiento también, porque es como los padres, como la familia.

Uno no cambia de padres conforme la conveniencia individual, son nuestros padres y lo seguirán siendo nos gusten o no, acierten o se equivoquen. Hay mejores y peores padres, mejores y peores momentos con los mismos padres, pero uno jamás renuncia a aquello que considera íntimamente propio y con lo que se identifica más allá de su propio bienestar, más allá de uno mismo.

El famoso monumento a Esteban Echeverría que durante la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu fue trasladado a la Plaza San Martín con la finalidad —según explica Jauretche— de adoctrinar a los militares que frecuentaban entonces el Círculo Militar en una idea “cosmopolita” de patria.

Lo de la línea Mayo-Caseros es interesante porque luego de derrocado Perón en 1955 fueron los miembros de la autodenominada Revolución Libertadora quienes comenzaron a prestar atención de una cuestión a la que el propio Perón no había hecho mayor alusión, al menos no de manera expresa a lo largo de su gobierno: el revisionismo histórico. Fueron los enemigos de Perón y no Perón quienes comenzaron a referirse al “segundo tirano” como una continuidad directa con Juan Manuel de Rosas, a quien entendían como “primer tirano”.

El enemigo de la patria siempre lo ve más claro. Hemos tenido, razonan los agentes de la antipatria, un primer tirano que echó por tierra nuestros planes de someternos a los poderes foráneos y lo sucedió un segundo tirano, Juan Perón, que hizo lo propio antes de ser derrocado y verse obligado a partir al exilio convirtiéndose además en el “tirano prófugo”. El enemigo siempre ve todo más claro.

Perón no se reivindicaba por sí mismo como continuador de la línea histórica que Rosas dejó trunca, simplemente recogió el guante que sus enemigos le arrojaron a la cara. Desde ese momento habría de conformarse una línea histórica que se inicia en Moreno, continúa en Caseros y se concreta en la Revolución Libertadora/Fusiladora y una segunda línea histórica que se identifica con San Martín, con Rosas y con Perón.

Según la línea Mayo-Caseros representante de los liberales entreguistas con vocación de colonia, nos explica Jauretche, “Mayo no se hizo para constituir una nación como fin en sí misma, esta se realizaba como medio para llegar a lo que Caseros logró: la creación de un sistema institucional. Así los atributos que corresponden a la nación son subsidiarios de los que corresponden a lo institucional, de aquí que la traición a la patria no resulta de la negación de su soberanía sino de la alteración de su régimen institucional.

En tal mentalidad atentar contra el mismo es motivo del proceso previsto en la constitución. No lo es aliarse con el extranjero si el motivo es defender a las instituciones, cualesquiera sean las concesiones que al extranjero se hacen y que son imprescindibles, porque el extranjero recaba precio”.

De acuerdo con esta línea Mayo-Caseros, por ejemplo, Urquiza no fue un traidor a la patria porque lo que hizo estuvo enmarcado en la necesidad de poner fin a la “primera tiranía”. No importa que se haya aliado con el extranjero poniendo en jaque la soberanía del país, para la línea Mayo-Caseros Urquiza fue un patriota porque gracias a esa alianza la “tiranía” resultó derrotada y las instituciones resultaron indemnes.

La línea histórica de lo nacional-popular, de José de San Martín a Juan Manuel de Rosas y llegando a Juan Domingo Perón. La idea fue de la “contra” gorila en tiempos del peronismo, pero al propio peronismo habría de cerrarle muy bien y se reivindica hasta los días de hoy.

Es en consonancia con esa línea, observa Jauretche, que se nos sigue adoctrinando sistemáticamente en la enseñanza de la historia “para la cual los réprobos son los que defendían la soberanía y los próceres los que la traicionaban para fines institucionales”.

El propio Jauretche supo decir: “El nacionalismo de ustedes se parece al amor del hijo junto a la tumba del padre; el nuestro se parece al amor del padre junto a la cuna del hijo. Para ustedes la nación se realizó y fue derogada; para nosotros todavía sigue naciendo”.

Para cerrar podríamos pensar quizás que ambas imágenes son compatibles entre sí y son complementarias la una de la otra porque un buen padre le va a enseñar a su hijo quién fue su abuelo. Le va a enseñar a respetar y a venerar a sus mayores y sus muertos, aunque por supuesto la patria no puede ser un constante mirar hacia el pasado, error frecuente de cierto nacionalismo.

La patria nos vincula con otro, con alguien, es una comunidad y por eso podemos dar la vida por ella, porque dando la vida por ella damos la vida por aquellos a quienes amamos. Nadie da la vida por una institución, nadie da la vida por una forma de gobierno ni por un elemento vinculado al Estado rousseauniano.

Sí conocemos en cambio —y los argentinos tenemos muy presente ese concepto de patria a 40 años de Malvinas— el ejemplo de muchos que han dado la vida por otros. Los argentinos tenemos siempre presente esa frase que, aunque proviene del Evangelio, ya es parte de nuestro sentido común: “No hay mayor amor que aquel de quien da la vida por sus amigos”.

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