Las tres opciones del FMI

¿Pagar o no pagar? Y en caso de hacerlo, ¿con dinero o con dependencia? La verdad sobre el FMI, un instrumento de usurpación de soberanía nacional para favorecer a las potencias y a las corporaciones en el saqueo de las riquezas de países inmensamente ricos como el nuestro.
202112 2 00

Al momento de escribir estas líneas, los medios de difusión en nuestro país se excitaban con la ida del ministro de Economía Martín Guzmán a los Estados Unidos. Según lo que trascendió, Guzmán habría viajado a ponerle un punto final a la novela del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) mediante el cierre definitivo de dicho acuerdo. Esa posibilidad generaba entonces la excitación de los periodistas, quienes oscilaban entre la especulación y la expresión de deseo para presentar el hecho turístico de Guzmán como una noticia relevante.

Pero es evidente que dicho viaje es una cosa simbólica cuya finalidad es precisamente instalar en los medios la idea de que estamos en vísperas de la firma de un tratado fundamental para el futuro de la Argentina. No hay nada de eso, puesto que Guzmán es estadounidense y, en todo caso, el turismo lo hace cuando viene a nuestro país en representación de los intereses del FMI a ocupar la titularidad del Ministerio de Economía. Martín Guzmán no va ni podría ir a los Estados Unidos a negociar nada ni a cerrar ningún acuerdo, el acuerdo ya está cerrado de antemano y la “negociación” es apenas una entelequia o una simulación para distraer la atención de la opinión pública.

Es conocido el hecho de que en los primeros meses de su gobierno, el entonces flamante presidente Néstor Kirchner se encontró con que una delegación del FMI ocupaba oficinas en el Ministerio de Economía y que desde allí esos funcionarios dictaban literalmente toda la política económica de la Argentina. En consecuencia, lo primero que hizo Kirchner al pagarle al FMI a fines del año 2005 fue presentarse en dicha oficina con el comprobante de pago en mano y echar de allí a esos ocupas. Hoy la cosa es un poco diferente y al FMI ya no lo satisface el rol de poder en las sombras. Hoy el FMI exige la titularidad y el control incluso formal del Ministerio Economía. Eso es Guzmán en la práctica.

Martín Guzmán es un yanqui del que nadie —ni siquiera los que observamos la política a diario y hace ya algún tiempo— había sentido mencionar el nombre antes del 10 de diciembre de 2019. Es un agente propio del FMI impuesto por los poderes fácticos en nuestro Ministerio de Economía para atar bien la vaca. No tiene militancia ni trayectoria conocida en nuestra política grande, no tiene realmente ningún compromiso con el país que accidentalmente lo vio nacer. Es un “ciudadano del mundo” en los términos de Jauretche, uno que camina entre nosotros y simula ser propio para llevar a cabo aquí un proyecto político que nos es ajeno.

Martín Guzmán, aquí junto a Joseph Stiglitz. Guzmán se educó y se formó en los Estados Unidos y su relación con la Argentina es la de un turista o la de un representante de intereses foráneos, ya que Guzmán no tiene arraigo en nuestra política ni compromiso con el pueblo. Mañana, cuando la aplicación de las políticas económicas ortodoxas conduzca al desastre, Guzmán hará las valijas y se radicará en Harvard, donde dará clases apaciblemente. Toda economía es política también porque los que toman las decisiones deben ser solidarios en los resultados de dichas decisiones.

Entonces Guzmán no negocia ni acuerda nada, puesto que para hacerlo siempre es necesaria una contraparte y aquí no la hay. Aquí está el FMI en ambos lados del mostrador, ocupando todos los campos y sin oposición. Y el resultado práctico de ello es el siguiente: lo que llamamos inocentemente “acuerdo” es una imposición unilateral del acreedor de nuestro país y sobre nuestro país. Algo similar al mal llamado Consenso de Washington, que se cocinó entero en los Estados Unidos, se impuso sobre nosotros y de “consenso” nunca tuvo nada en absoluto.

El “acuerdo” con el FMI ya está firmado y sellado desde que Mauricio Macri endeudó al país en 57 mil millones de dólares, de los que 44 mil millones fueron supuestamente desembolsados por el FMI, aunque nadie vio ni un peso de ese dinero en la Argentina. Cuando el país quedó endeudado por una suma de dinero muy superior a la capacidad de pago de la economía del momento en el que se contrajo el empréstito, allí el FMI tomó el control de la política económica nacional y la derrota de Macri en las elecciones de octubre de 2019, como sabemos ahora, fue anecdótica. Con la imposición de Martín Guzmán en el Ministerio de Economía el FMI se aseguró el cumplimiento de las metas fiscales previstas en el “acuerdo” más allá del cambio formal de gobierno. En una palabra, en términos de política económica no hay variaciones entre Mauricio Macri y Alberto Fernández. Sigue gobernando el FMI a control remoto.

Eso es así porque la primera consecuencia de una deuda impagable es la suspensión de la soberanía económica y la independencia política, tanto en el nivel de las naciones como en el de la individualidad. Un sujeto que debe y no puede pagar tampoco puede caminar tranquilo por el barrio, no es realmente dueño y señor de los destinos de su economía familiar. Si un buen día aparece con un electrodoméstico nuevo, tiene dificultad para entrarlo a la casa fuera de la vista de sus acreedores, quienes van a cuestionar la flamante adquisición por parte de un insolvente. ¿Cómo va a tener dinero para comprar cosas, pero no para pagar lo que debe? Esa es una analogía quizá demasiado pedestre, aunque tiene utilidad para explicar cómo una deuda condiciona al deudor.

Entonces la Argentina debe y mientras no pueda pagar no puede hacer lo que quiera, tiene que hacer lo que FMI mande. Ese es el “acuerdo de la deuda”, que nada tiene que ver con tasas de interés ni plazos para pagar, no es un plan de pago. El “acuerdo” es la imposición de un plan de metas fiscales que el gobierno argentino deberá cumplir sin cuidado de quién gobierne. Y los contenidos de dicho “acuerdo” son los mismos que se habían impuesto aquí a fines de los años 1990 con Domingo Cavallo —otro agente foráneo sentado en el Ministerio de Economía, es un cuento de nunca acabar— o, en tiempos más recientes, en Grecia. Esos son los términos del ajuste fiscal, la fórmula que los economistas dichos ortodoxos tienen para subsanar el déficit entre lo que el Estado recauda y lo que gasta.

Domingo Cavallo, otro economista nacido en Argentina y formado en los Estados Unidos para ser impuesto sobre el país y sus necesidades. Cavallo vino a garantizar los intereses del poder en el marco del naciente Consenso de Washington y de una democracia tutelada. Tras hacer todo el trabajo sucio, Cavallo quedó impune y a la espera de ser impuesto por el FMI al siguiente gobierno, el de Fernando de la Rúa. Siempre hay un cipayo dispuesto a representar la voluntad foránea en el país, una historia recurrente de la Argentina.

Según los ortodoxos, un país es como cualquier familia: si gasta más de lo que ingresa, ese es un déficit que se resuelve limitando el gasto. Fácil, simple, sencillo y directo, pero incorrecto a la luz de la experiencia histórica. Se ha demostrado una y otra vez en las últimas cuatro décadas que la reducción del gasto del Estado no equilibra las cuentas ni mucho menos, sino que las desequilibra aún más. Y es que al ajustar, lo que el Estado logra es disminuir los ingresos de sus ciudadanos y eso resulta en la caída del consumo, de la producción y, por ende, de la recaudación. El Estado que recaudaba 10, gastaba 20 y por eso decidió hacer un ajuste, termina gastando 10 y recaudando 5. El déficit sigue allí, pero ahora con una contracción económica y un pueblo pasándola peor que antes con la mitad de la calidad de vida que solía tener.

¿Cómo resuelven los economistas ortodoxos ese problema? Pues como lo haría cualquier burro, a saberlo: haciendo exactamente lo mismo. Frente al nuevo déficit se hace un nuevo ajuste, el que resulta en más contracción económica y en más caída de la recaudación. Como puede apreciar el atento lector, es un bucle o círculo vicioso del que no se sale repitiendo la fórmula inicial del fracaso. Pero ahí está, precisamente, el truco. El FMI no quiere cobrar ninguna deuda en dinero puesto que el FMI es un organismo multilateral sostenido por los países que imprimen el dinero. ¿Para qué querría el FMI que le devuelvan esos papelitos de colores que los Estados Unidos pueden imprimir a discreción cuando quieran? Lo que el FMI quiere es declarar la inviabilidad económica del país deudor y así allanar el camino para que las potencias centrales —las que sostienen al propio FMI, como veíamos— vengan luego con “salvatajes” que el país deudor, inviabilizado, acorralado y desesperado, pagará con la entrega de sus recursos naturales.

La ortodoxia de los economistas del FMI no es resultado de su estupidez ni de su incomprensión de las leyes que rigen la economía real, nada de eso existe. Esa ortodoxia es un método deliberado para recolonizar por deuda a países que ya habían logrado su independencia política y venían construyendo su soberanía económica. La fórmula de enmendar un ajuste fracasado con otro ajuste que también fracasará no es accidental, es la forma de quebrar e inviabilizar paulatinamente a los países que hayan tenido la desgracia de caer presos de la deuda. El FMI presta para no cobrar y las políticas económicas que impone son la garantía de no hacerlo jamás.

El truco de la mosqueta

Por eso el problema es la deuda, o pagarla lo más pronto posible para recuperar el control de la política económica. Claro que pagar deudas que ascienden a los miles de millones de dólares en países que tomaron empréstitos justamente por no tener dinero en caja es una cosa difícil, nunca es como soplar y hacer botella presentarse con un comprobante de pago y expulsar al FMI del Ministerio de Economía. Hay que pagar y recomprar la independencia y la soberanía antes enajenadas y este asunto se asemeja en la metáfora al famoso juego de la mosqueta, una estafa callejera, con la diferencia de que aquí la bolita está efectivamente debajo de una de las tres tapitas. Una de las tres opciones es la correcta.

La primera es la que suelen proponer las izquierdas “revolucionarias”, el instrumento del poder real para meter confusión entre los pueblos y para evitar la unidad popular. La izquierda normalmente trotskista que existe en todas partes y mucho más en las semicolonias propone frente a la deuda externa hacer la más sencilla: no pagar y romper relaciones con el acreedor. Ese es el famoso pagadiós y a primera vista se presenta como la más revolucionaria de las opciones, puesto que implica desconocer la deuda contraída por dirigentes corruptos y una liberación que parecería ser inmediata.

El rechazo popular al FMI es una constante en nuestra región. Pese al esfuerzo sostenido de los periodistas/operadores en los medios de difusión de las corporaciones —que son todos los medios privados— por ocultar la real naturaleza del truco, el pueblo presiente y entiende a su manera de qué se trata, sindicando al FMI como el origen de los males. ¿Cómo no hacerlo, si cada vez que un país de nuestra región entró en relaciones con el FMI el resultado fue un desastre y mucho sufrimiento para las mayorías populares?

El pagadiós puede ser útil en un restaurante cuando uno no tiene en el bolsillo lo suficiente para pagar un consumo, pero en el nivel de las relaciones internacionales presenta una serie de inconvenientes, siendo el primero de ellos el propio sistema-mundo. Cuando un país desconoce sus deudas, normalmente es puesto en el lugar del paria desde el punto de vista de casi todas las demás naciones, esto es, al romper relaciones con su acreedor las rompe igualmente con todos los que están metidos de lleno en el sistema del que el acreedor participa. Eso es lo que se llama “pelearse con el mundo” y, salvo que estuviéramos dispuestos a vivir literalmente con lo nuestro y a soportar todo tipo de agresión por parte de quienes tienen el poder mundial, el pagadiós no es una buena opción pues impactaría no solo en el acceso al crédito, que al fin y al cabo sería lo de menos, sino en las importaciones y en las exportaciones, además de complicar una serie de procesos internacionales que hoy damos por sentados y de los que participamos sin registrar su existencia.

La segunda opción es la que un nacionalista consideraría la correcta y se resumiría en avanzar sobre el patrimonio de las clases dominantes para que estas paguen la deuda. Aquí el problema será siempre tener la fuerza suficiente y la voluntad política para pelearse con las minorías poderosas y aguantarse las consecuencias de ello. En un país semicolonial como el nuestro esas clases dominantes son oligárquicas y en diez de cada diez casos son también las que tienen el poder en el Estado al momento de contraer el empréstito. La oligarquía normalmente es la que endeuda a un país dependiente y es asimismo la más renuente a aportar con pesos y centavos a la cancelación de la deuda, por razones lógicas.

Es que el negocio de las clases dominantes parasitarias que no llegaron a conformarse como una burguesía nacional, nacionalista y laboriosa es la socialización de las deudas privadas. Y no hay método más eficaz para hacerlo que tomar empréstitos a nombre del pueblo, fugar o esconder el dinero y luego omitirse para que el siguiente gobierno de turno cargue sobre el conjunto del pueblo con el peso de la deuda. Ese es el caso de nuestro país, donde con un gobierno representante de los intereses de la oligarquía parasitaria se produjo el endeudamiento y luego con un gobierno supuestamente opositor a esos intereses no hubo (o no hay) la fuerza suficiente y la voluntad política para pelearse con la oligarquía por el pago.

La tercera opción es la exclusión de las dos primeras y es la que parecería ser la verdadera actualmente, aunque desde luego es incorrecta. Ese es el camino del “acuerdo” con el acreedor, mediante el que este se hace del control de la política económica del país para imponer su plan con sendas metas fiscales que hundirán paulatinamente la economía nacional hasta la inviabilidad. Algunos comentaristas se dejan ganar por la pasión que provoca este comportamiento entreguista y dicen erróneamente que “el pueblo pagará la deuda con su esfuerzo” y otras proclamas similares, pero eso tampoco es correcto. Ninguna deuda podrá pagarse jamás con una economía que se contrae y es cada vez más chica, por lo que la entrega de la soberanía al acreedor no es realmente un plan de pago. La entrega de la soberanía es solo eso mismo como principio y como fin, es la finalidad en sí misma.

Según el economista del peronismo Guillermo Moreno la solución para la deuda con el FMI es pagar mediante una serie de políticas económicas orientadas a obligar a la oligarquía a aportar los fondos necesarios. Moreno se lanzó a la lucha electoral en las últimas primarias, sin mucho éxito: los discursos alternativos a la narrativa dominante son marginales, no se traducen en votos ni se materializan en políticas públicas. Ya no queda nadie dispuesto a pelearse con la oligarquía en la escena política y como el trotskismo propone la entelequia de pelearse con un el mundo entero, el Estado argentino sigue firme en su ruta de colisión con las mayorías populares. Las opciones son siempre solo tres.

El no pelearse con el mundo como en la primera opción y el no pelearse con las minorías oligarcas como en la segunda resultan naturalmente en tener que pelearse con el pueblo, puesto que en estos asuntos de deudas y empréstitos siempre con alguien habrá que pelear. Y con peores consecuencias: hacer el pagadiós u obligar a la oligarquía a que se haga cargo son opciones bélicas en lo inmediato, habría que hacerle la guerra al mundo o a las clases dominantes en el plano local y sería una cuestión de optar, pero en ambas el problema de la deuda queda saldado y se recuperan después de la lucha la soberanía y la independencia sin tener que meterles la mano en el bolsillo a las mayorías populares. Con el “acuerdo”, en cambio, la deuda es eterna a medida que el país es más y más pobre a cada ajuste y lo único que se logra es empobrecer al pueblo tan solo para entregar los recursos naturales del territorio y el propio territorio al final del camino.

Cada una de las tres opciones en este juego de la mosqueta que nos hace el poderoso global tiene sus inconvenientes, una deuda es una deuda y por lógica nunca es gratis. Un país puede darse una revolución socialista y alinearse quizá con Cuba, poniéndose voluntariamente en ese lugar de aislamiento internacional; o puede hacer una revolución popular que haga pagar los platos rotos a las pocas decenas de familias que los rompieron en primer lugar. Lo que claramente nunca debería hacer es ponerse en manos del victimario esperando de este la buena fe y la buena voluntad que este no podría tener. El FMI no quiere cobrar e impone un plan para asegurarse de que nunca podamos hacerlo, el resultado en el mediano plazo será la recolonización y la esclavitud.

¿Hacemos bien al hacer “acuerdos” que son imposiciones con ese fin? ¿Adónde vamos como nación con la destrucción de la calidad de vida del pueblo? Nunca es conveniente ir por la vida como un indeciso, como un cipayo y mucho menos como un cobarde de los que mueren muchas veces en vida. Conviene ser valientes, de los que tienen coraje para tomar decisiones y defender la patria. Estos son los que mueren una sola vez y es cuando efectivamente mueren, que esas son cosas de Dios.


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