Reconstruir el lazo social y refundar el campo popular constituyen un único camino viable para enfrentar de manera colectiva los desafíos del presente y dar origen a un nuevo sujeto histórico transformador. Estas tareas son inseparables y se condicionan recíprocamente, pues no puede existir un campo nacional cohesionado sin lazos solidarios que lo sostengan, así como el vínculo social no se recompone sin un proyecto común que lo articule. Esta relación es circular —no habrá refundación sin reconstrucción, ni reconstrucción sin refundación— y es dialéctica, pues encierra una contradicción fecunda marcada por avances, retrocesos y superación mutua. Este desafío doble deberá afrontar dos fuerzas disgregadoras que actúan por vías diferentes pero complementarias: el liberalismo y el progresismo, que con su accionar impiden que el pueblo recupere su condición de sujeto histórico. El presente análisis se propone arrojar luz sobre una problemática estructural ausente del debate público, desglosar sus componentes y trazar un rumbo político posible para el mediano plazo.
El lazo social remite a las relaciones interpersonales o grupales, como la ayuda mutua entre vecinos, la camaradería militante o la unidad de trabajadores en lucha. El tejido social, en cambio, es un entramado complejo y orgánico que nace de esos vínculos primarios y se manifiesta en formas institucionales y colectivas como los clubes de barrio, comedores y ollas autogestionadas, asambleas barriales, foros multisectoriales, extensión universitaria, centros de estudiantes, medios de comunicación comunitarios. Esta distinción resulta esencial para comprender cómo cada capa del entramado social fue destruida y qué actores intervinieron en ese desguace.
Liberalismo y progresismo han operado de manera convergente para obstruir la articulación de una comunidad políticamente organizada. El liberalismo atomiza al pueblo en individuos aislados, competitivos y guiados por intereses egoístas, mientras que el progresismo disgrega a esos individuos en grupos identitarios con agendas propias. Uno rompe los vínculos directos por exceso de individualismo y el otro neutraliza sus formas organizadas por exceso de sectorialización. En ambos casos el resultado es una sociedad desunida, incapacitada para impulsar cambios reales y profundos.
El liberalismo actúa como agente de disolución del lazo social al imponer el interés privado por encima del bien común. El sujeto ya no vale por lo que es, sino por lo que tiene. La acumulación de riqueza y el consumo definen su éxito personal, mientras la aspiración de clase lo aleja de sí mismo y lo disuade de realizarse con otros. El otro deja de ser prójimo o compañero para convertirse en competidor, cliente o amenaza. Surge la cultura del yo, la autosuficiencia y el triunfo individual. Cuando el nosotros se desvanece y solo quedan yoes dispersos el lazo social se diluye y no hay comunidad posible.

Este proceso de disolución se manifiesta de forma casi emblemática en la exaltación del emprendedurismo como ideal meritocrático que prescinde del otro. El emprendedor, erigido en único artífice de su destino económico, es celebrado como ejemplo de empoderamiento; al desempleado, en cambio, se le reprocha su falta de esfuerzo, mientras el sistema excluyente queda exento de toda responsabilidad. El discurso dominante al promover la autosuperación impide percibir el valor de la ayuda mutua, auténtico pilar del éxito colectivo.
Este es un contenido exclusivo para suscriptores de la Revista Hegemonía.
Para seguir leyendo, inicie sesión o
suscríbase.