Lo que llaman “democracia”

Un nuevo proceso electoral está a punto de iniciarse, aunque esta vez sin el entusiasmo de otros años. Las encuestas más confiables indican, en coherencia con la realidad observable, un estado similar a la anomia en la que los electores tienden a no creer que alguna de las opciones electorales existentes represente alguna posibilidad de transformación concreta de la realidad. Y mientras todo eso pasa, los dirigentes siguen con la lucha sorda de la intriga de microclima a ver quién se posiciona mejor en las listas. A esto llamamos hoy “democracia”. ¿Tendrá el escepticismo actual su correlato en el resultado de las urnas?
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Para construir la narrativa del capitalismo triunfante a partir de fines del siglo XVIII, la burguesía revolucionaria de Occidente habría de ir a buscar a la Antigüedad, a lo clásico, las categorías esenciales en la construcción de ese relato victorioso. Todo el andamiaje político y jurídico de lo que sería el Estado moderno vino de Grecia y de Roma en ayuda de unos burgueses que debían superar lo medieval para transformar el mundo ajustándolo a la consagración de la propiedad privada. Todo lo que hoy se nos impone como ordenamiento deriva de la recreación que la burguesía hizo en ese momento de lo clásico griego y romano.

Una de esas categorías es la “democracia”. Los burgueses de Europa fueron a buscar a Grecia ese concepto para darle forma a la lucha por el poder en el Estado como intento de superación del despotismo ilustrado de las monarquías absolutas premodernas. Entonces se le dijo al hombre que vive en “democracia” porque tiene ahora, desde la modernidad industrial en adelante, la posibilidad de elegir a sus representantes en el Estado mediante el sufragio. Ya no monarcas ni absolutismo, nada de criterios hereditarios para definir quién va a sentarse en el trono. Ahora el que manda lo hace porque fue elegido por los subalternos para hacerlo y eso, como se ve, es la “democracia”.

No está mal, máxime si se tiene en cuenta que la democracia —ahora sí, sin comillas— de los griegos clásicos es impracticable en sociedades de masas y, sobre todo, sin el modo de producción esclavista. Los griegos podían ejercer la democracia verdadera y gobernarse a sí mismos primero porque eran muy poquitos y por eso cabían en el Ágora. Y luego porque, claro, tenían a los esclavos para hacer todo el trabajo y podían entonces darse el lujo de sentarse a rosquear política todo el día. Hoy somos muchos más que en esa Grecia clásica y esclavos no los hay, al menos no en teoría, razones por las que la democracia asambleísta del Ágora hoy no podría aplicarse.

Lo que se aplica es esta “democracia” neoclásica de masas en la que los ciudadanos somos todos los que respiramos y entre estos teóricamente elegimos a los que sí van a sentarse a dirigir desde el Ágora, las casas de gobierno, los parlamentos y las cortes de justicia de estos días por eso de la división de poderes del Estado moderno, más bien inspirada en Roma que en Grecia. Lo que llamamos hoy “democracia” es eso, es un sistema de representación puro y simple, es una instancia en la que periódicamente somos llamados a votar para elegir quién va a gobernar.

No está mal, otra vez, dada la masividad de la sociedad moderna y luego posmoderna y el modo de producción actualmente existente. Es lo que se puede hacer como alternativa al absolutismo, pero aun así una pregunta subsiste: ¿En qué medida ese viejo absolutismo de los monarcas coronados ha dejado realmente de existir en la práctica? La pregunta es pertinente en nuestros días al reflotar la discusión sobre la “casta”. ¿Los ciudadanos realmente elegimos a nuestros representantes o en verdad lo que hacemos es alternar entre opciones controladas que finalmente resultan ser una hegemonía?


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