A veces hay en la historia fenómenos similares que ocurren en latitudes completamente distintas. Una de esas coincidencias se da durante la década de los años 1990 entre Rusia y la Argentina, dos países con historia, cultura y relevancia geopolítica muy diferentes entre sí que, no obstante, tuvieron en la década del triunfo del orden mundial unipolar de Occidente una misma suerte: la del terrible padecimiento de sus pueblos a manos del “Gran Satán”. La imposición del neoliberalismo y la entrega de la soberanía nacional están en la base de la argumentación de los intelectuales eslavófilos para hablar de los años 1990 como una “década de la humillación” en la que el fraude, la corrupción y la promiscuidad entre las élites dominantes y los intereses foráneos destruyeron la grandeza de una nación.
A partir de la disolución de la Unión Soviética en 1991 los Estados Unidos se convierten en potencia hegemónica y en líderes indiscutidos del sistema internacional. Desde ese lugar, los estadounidenses le impusieron a Rusia una serie de reformas que incluyeron la liberalización de la economía, las privatizaciones del patrimonio público, el endeudamiento con el Fondo Monetario Internacional (FMI), la imposición de salarios a la baja para los trabajadores, la primarización del sistema productivo y mucho más, todo muy ruinoso para el pueblo-nación ruso.
Esa fue la implementación del Consenso de Washington en Rusia de la mano de Boris Yeltsin, un verdadero Carlos Menem ruso. Además de entregar la dignidad de su pueblo en las mesas de la especulación global sometiéndose mansamente a la hegemonía liberal de Occidente, en sus dos gestiones de gobierno Yeltsin quedó signado por una corrupción descontrolada, por el desguace de las empresas públicas, las relaciones carnales con Washington, el empobrecimiento general de los rusos y por un proverbial alcoholismo por el que la opinión pública internacional se mofó de Yeltsin y, por extensión, de toda Rusia.

En el campo de lo militar las cosas para los rusos no fueron mucho mejores. Su glorioso ejército, vencedor en la II Guerra Mundial contra los nazis, fue derrotado y humillado en la guerra de Chechenia, un pequeño país cuyos habitantes son tan poquitos que no superan en número a la cantidad de efectivos militares rusos. Mientras eso pasaba, Polonia, Hungría y República Checa, tres antiguos aliados del Pacto de Varsovia liderado por la Unión Soviética, se incorporaban a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), ubicando la alianza militar occidental cerca de las fronteras de Rusia. En consecuencia, el orgullo nacional ruso estaba por el piso y es por eso que los intelectuales nacionalistas de ese país se refieren a los años 1990 como una década de humillación.
El golpe final a ese orgullo llegaría el 17 de agosto de 1998 al estallar una crisis económica y financiera sin precedentes luego de casi diez años de erráticas políticas neoliberales. Rusia entraba en el famoso “default”, que es la cesación de pagos de la deuda externa, resultando esta debacle en el caos económico interno. Los salarios de los empleados públicos se pagaban con meses de atraso, las escasas empresas estatales que quedaban se habían derrumbado y el patrimonio nacional terminó de caer en manos de un grupo de oligarcas que venían enriqueciéndose con las privatizaciones y los sucios negociados a costa del Estado desde el ascenso de Boris Yeltsin.
Esa oligarquía era vista entonces como uno de los grandes males del país, era una élite insaciable que simbolizaba la indignidad de millones de rusos y el declive general de la nación. En un interesante artículo, el periodista Tony Wood explica que la élite rusa fue creada adrede por el Estado. “Yeltsin, apurado por desmantelar la economía soviética planificada, procedió en 1992 a la privatización masiva de los activos públicos. La operación adquirió formas diversas, como las ‘subastas de activos’, en las que ciudadanos comunes podían adquirir participaciones en empresas para luego venderlas; o incluso las ‘privatizaciones por decreto’, mediante las que Yeltsin transfirió la propiedad completa de empresas a personas de su elección”.

En el proceso de privatización de lo público Yeltsin creó una nueva clase de oligarcas con estos adquiriendo partes importantes de la infraestructura productiva de la Unión Soviética a precios irrisorios. Su rasgo en común no era un sentido de los negocios particularmente desarrollado, sino la capacidad para explotar sus vínculos con el aparato del Estado, poniendo en funcionamiento su red para obtener una licencia de exportación, por ejemplo, o prometiendo apoyar a Yeltsin en su intento de reelección en 1996 a cambio de una compañía petrolera, tal como se produjo con los préstamos por canje de acciones de 1995.
Una de las compañías petroleras enajenadas fue Sibneft, entregada por monedas en ese periodo al multimillonario Boris Berezovsky, quien también se hizo del principal canal público de televisión que luego denominó ORT. Caso similar fue el de Mijaíl Jodorkovski, que levantó Yukos, su empresa de petróleo, a partir de las controvertidas subastas de “préstamos por canje de acciones” de mediados de la década de los 1990.
Un medio insospechado de coincidir con los intereses nacionales y populares como la revista Forbes explica el chanchullo de la siguiente forma: “El esquema de préstamo por acciones del presidente ruso Boris Yeltsin en 1995 acuñó a algunos de los oligarcas más ricos de Rusia. A cambio de prestar dinero al gobierno ruso cargado de déficit y ayudar a financiar la campaña de reelección de Yeltsin, algunos empresarios adinerados recibieron acciones de 12 empresas estatales de energía y minería en forma de ‘arrendamientos’. Los arrendamientos se convertirían en propiedad, dependiendo de si ganaba Yeltsin”.

Yeltsin ganó en efecto las elecciones, pero su sistema económico resultó inviable. La pobreza, la desigualdad y la inflación generaron un descontento que selló el fin de su gobierno en el año 1999. En su lugar asumiría Vladimir Putin, un exagente de la KGB de impronta nacionalista. “No puedo abarcar todas las tareas que enfrenta el gobierno en este discurso”, diría Putin en su acto inaugural. “Pero de una cosa estoy seguro: ninguna de esas tareas puede realizarse sin la imposición de un orden y disciplina básicos en este país, sin el fortalecimiento de la cadena vertical”, agregaba. El nuevo jefe del Kremlin advertía que solo mediante una férrea disciplina Rusia iba a poder recuperar su grandeza nacional.
El hecho de que sectores estratégicos de la economía como el petróleo, el gas, los transportes y la energía estuvieran bajo el control del sector privado preocupaba hondamente a Putin y entonces el nuevo líder ruso inició una ofensiva decisiva contra aquellos oligarcas enriquecidos a costa del Estado, exponiéndolos públicamente como grandes culpables de la situación económica y como enemigos principales de la nación rusa. Paradigmático fue el caso de Jodorkovski, quien siendo el hombre más rico de Rusia y el decimosexto del mundo según Forbes fue igualmente arrestado en el año 2003 por delitos fiscales durante la década del 1990. Ese empresario petrolero estuvo diez años preso y hoy vive expatriado en Londres.
“Si fueras un oligarca ruso en ese momento, encendieras CNN y vieras a un tipo mucho más rico, mucho más inteligente y mucho más poderoso que tú sentado en una jaula, ¿cuál sería tu reacción natural?”, se preguntaba Bill Browder, un financista estadounidense que vivió en la Rusia postsoviética, en el relato del periodista John Hyatt. “Entonces, uno por uno, fueron a Putin y le dijeron: ‘¿Qué tenemos que hacer para no entrar en esa jaula?’”.

Para algunos oligarcas eso significó vender sus empresas al gobierno. Roman Abramovich, por ejemplo, vendió su participación en la empresa de petróleo y gas Sibneft a la estatal Gazprom en 2005. Mikhail Fridman y Viktor Vekselberg, que se convirtieron en oligarcas en parte al adquirir la empresa privada estatal Tyumen Oil en 1997, vendieron en 2013 su empresa a Rosneft, una empresa o grupo energético propio del Kremlin. Otro caso conocido fue el del ya mentado Boris Berezovsky, acusado de defraudar a un gobierno regional por valor de 13 millones de dólares. Putin le expropió su cadena de televisión ORT y el oligarca ruso y férreo opositor debió refugiarse en Inglaterra hasta 2013, año de su muerte.
A partir de medidas contundentes y con el objetivo de reestablecer la identidad y el orgullo nacional de Rusia, Putin logró posicionar a su país como un actor central en la política mundial. Entre muchas otras cosas, para lograrlo debió disciplinar a una élite que utilizaba las rutas, la energía, los transportes, los alimentos, los minerales y un sinfín de recursos estratégicos para el provecho y enriquecimiento propio.
¿Se acabaron con esto los oligarcas? No, aún existen hombres muy poderosos alrededor del Kremlin, aunque ahora están todos sometidos a la estrategia de gobierno y no al revés. Putin subvirtió el viejo orden neoliberal y ahora la política ordena y conduce a la economía allí donde el poder fáctico de tipo económico predominaba sobre la política. Ese es un claro proyecto que busca la grandeza nacional.

El hecho es que si Putin no lograba terminar con el contubernio entreguista que mantenían las élites vernáculas con las potencias occidentales, es muy probable que hoy Rusia sería una semicolonia productora de gas y petróleo, totalmente intrascendente en el tablero del juego político. Pero logró vencerlas y terminó con la triste década de la humillación rusa a través de políticas audaces que golpearon sin piedad al siniestro poder económico.
Un artículo de la politóloga rusa Nina Bachkatov sobre los oligarcas rusos es muy útil para ver las coincidencia entre Rusia y Argentina en los años 1990. En ese trabajo, Bachkatov dice: “La trayectoria de Jodorkovsky es clásica: primeros dólares acumulados gracias a ‘pequeños negocios’; inyección de esos dólares en la Menatep (un banco ruso), que prospera especulando con las tasas de cambio; apoyo a la reelección de Boris Yeltsin a cambio de un acceso privilegiado a las empresas públicas. Viene luego la fase de ‘consolidación’, en la que todo está permitido para forzar a vender a otros propietarios menos protegidos, como los famosos ‘directores rojos’, que habían privatizado sus empresas comprando las acciones del personal. Algunas empresas son vaciadas para justificar su venta a precios irrisorios y financiar la corrupción de los funcionarios, la policía y los jueces”.
Ahora sí, intercambiando a Boris Jodorkovsky por Héctor Magnetto y los detalles propios del lugar y el contexto de Rusia en los años 1990 por los de Argentina, lo que uno obtiene es un resumen sintético y esclarecedor sobre el enriquecimiento de gran parte de la élite argentina durante los años 1990. Nina Bachkatov describe genéricamente no solo a Magnetto, sino también a los Macri, a los Mindlin, a los Rocca y demás oligarcas locales que hicieron fortunas a costa del desguace del Estado y de negociados corruptos que aún hoy perjudican la soberanía de la patria. Correos, energía, medios de comunicación, transporte, rutas navegables, minerales, puertos y otros tantos recursos estratégicos quedaron en manos de una élite cipaya que condiciona el proyecto nacional y condena a los argentinos a la humillación e indignidad.

Paolo Rocca es un buen ejemplo de cuan peligroso es ese condicionamiento para el desarrollo nacional. Rocca es el famoso dueño del grupo Techint que se hizo en los años 1990 por monedas del control de la Sociedad Mixta Siderúrgica Argentina (SOMISA). Gracias a ese golpe contra el patrimonio nacional de los argentinos, Rocca es hoy el productor monopólico de acero en nuestro país. Como el acero es, junto al cemento, el principal insumo de la construcción, una sola empresa decide si en Argentina se construyen o no hospitales y escuelas, fábricas y casas, una sola empresa decide si avanza o no avanza el gasoducto Néstor Kirchner, si envía o no envía los 700 km de caños para terminar una obra crucial en la explotación de Vaca Muerta. Un solo hombre, de probada trayectoria antinacional, define cuestiones estratégicas para el desarrollo soberano.
En este punto el argentino no necesita ser ruso para entender por qué Putin encarceló y sacó de circulación a los oligarcas expropiándoles lo que habían privatizado. No es como venden los medios occidentales, la realidad de Rusia no se explica repitiendo que “Putin es un líder autoritario que detesta las críticas”. Es preciso observar la cuestión de fondo y comprender que para Putin hubiera sido imposible levantar a Rusia de su humillación sin manejar los resortes estratégicos de la economía. Una Rusia controlada por oligarcas que hacían su negocio en detrimento de los intereses colectivos del pueblo jamás hubiera podido volver a ser una nación libre y soberana.
Nos cuesta imaginar hoy que en Argentina un conductor pueda enfrentar a la oligarquía cipaya que día a día aniquila nuestros sueños, nos cuesta imaginar que el impotente y estéril Frente de Todos emprenda semejante batalla. Sin embargo la historia es así, es una eterna creación heroica de las condiciones para que un día, al fin, venga a este suelo un criollo a mandar para la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación.