Al empezar el año electoral empieza también la especulación alrededor de quiénes serían los candidatos más idóneos para cada fuerza política con el objetivo de ganar las elecciones. De un lado y del otro arden las internas entre las facciones, se barajan nombres para la formación de listas y se especula mucho en los medios a partir de la acción propagandística de los llamados spin doctors que echan a rodar rumores de todo tipo, siempre tratando de tantear la opinión pública a ver qué podría prender allí. Lo que por lo general no aparece es un proyecto de país expresado claramente en las propuestas de quienes pretenden postularse. El año electoral en nuestro país es una suerte de concurso individual de talentos en el que a los electores se les da a elegir entre figuras carismáticas, casi nunca entre ideas.
Una de las constantes en esa especulación es intentar adivinar qué hará el actual titular del cargo a disputarse. Cuando dicho titular puede presentarse a la reelección para renovar su mandato, toda la discusión tiende a centrarse en si lo hará o no, esto es, cuando una elección es a nivel nacional todos quieren saber si el actual presidente intentará reelegirse y desde ahí empieza la especulación hacia abajo con todos los demás posibles candidatos. Aunque parezca un poco extraño, no siempre ocurrió a nivel nacional desde la reforma constitucional de 1994 —que limitó el mandato del presidente a cuatro años con la posibilidad de una reelección inmediata— que un presidente haya buscado ser reelecto. Néstor Kirchner no se presentó a la reelección en 2007 después de un solo mandato, cediéndole el lugar a Cristina Fernández en esa ocasión, razón por la que en Argentina no conviene dar por sentado que el titular va a presentarse necesariamente.

A diferencia de lo que ocurrió entonces con Kirchner, quien llegó a las elecciones de aquel año 2007 con un alto nivel de aprobación de su gestión y de imagen positiva, el actual presidente Alberto Fernández llegará a octubre de este año muy probablemente con un fracaso entre manos y por eso se especula que no será candidato a la reelección para no exponerse a ser humillado en las urnas. Nacido de una alianza contra natura cuyo resultado fue un poder ejecutivo paralizado desde el vamos por las internas entre los sectores que lo formaban, el gobierno del Frente de Todos no solo fue incapaz de cumplir ninguna de las promesas en el sentido de mejorar las condiciones objetivas de existencia del pueblo argentino después de la masacre impuesta por el régimen de Mauricio Macri, sino que además empeoró la situación hasta niveles de escándalo. El gobierno de Alberto Fernández, que se construyó con los votos de Cristina Fernández y la astucia rosquera de Sergio Massa, llega a su cuarto y probablemente último año destruido, desmoralizado y con escasas posibilidades de remontar en nueve meses la debacle de tres años perdidos.
Pero algunos siguen preguntándose, insólitamente, sobre la eventual candidatura a la reelección del presidente Alberto Fernández. Lo más probable es que esa ponderación no sea más que una estrategia de diversión de los “propios” para ocultar al verdadero candidato —el que por su parte hará bien en mantenerse oculto hasta el último momento— o quizá una operación de confusión de los de “en frente” para embarrar aún más la cancha. Sea como fuere, hay en la política argentina voces que se animan a decir que Alberto Fernández debe ir por la reelección con el argumento de que si bien el presidente ha cometido errores y ha tenido varias claudicaciones nada de eso es motivo suficiente para que no renueve su mandato. Según las voces albertistas, el fracaso del Frente de Todos resultaría de una multitud de factores que van desde la “pesada herencia” macrista, pasando por la pandemia y la guerra en Oriente hasta una supuesta mala voluntad de Cristina Fernández, pero nunca de los errores o de las claudicaciones del presidente.
Esos errores y claudicaciones serían, en todo caso, una prueba de la buena fe de Alberto Fernández. El “quise, pero no pude” es la expresión más elocuente de esa idea, la de que el presidente Fernández tenía muy buenas intenciones al iniciarse su mandato y que por razones ajenas a su voluntad su gobierno fracasó. “Pero tiene buena intención y por eso se merece un segundo mandato, una segunda oportunidad de enderezar el rumbo ahora que el país está a punto de despegar después de tanta crisis”, se escucha decir al albertismo que promueve la reelección. Alberto Fernández sería así un incomprendido al estilo de Raúl Alfonsín, un presidente que fracasó porque no lo dejaron ser y hacer como tenía planificado.
Véase bien, es una estrategia sutil, la única con alguna probabilidad de éxito para Alberto Fernández y sus albertistas ante el colapso del Frente de Todos con el fracaso económico del gobierno. Un Fernández inepto, victimado por las circunstancias externas, por el legado que recibió y por el contexto geopolítico con el que debió lidiar. Inepto, sí, un presidente incapaz, pero nunca un presidente malintencionado. He ahí la estrategia para mantener con vida a un Alberto Fernández que no tiene nada para mostrar en materia de logros de gestión para empezar a pensar en ser candidato. ¿Querrá de verdad serlo o es todo parte de una estrategia para mínimamente no ser un “pato rengo” de aquí a diciembre, si es que llega tan lejos? Es irrelevante. Fernández debe mantenerse políticamente vivo en los próximos meses y para eso necesita una estrategia.
Es la estrategia de ponerse en el lugar de la víctima de las circunstancias, de la propia ineptitud o de ambas. Solía decirse que por su cultura el argentino tendía a tolerar más al corrupto que al inepto, puesto que el primero al menos hace algo transformando la realidad. Pero al parecer eso ya no es cierto para la actual generación: después de varias décadas de exaltación del “honestismo” en el marco de la campaña de desgaste ideológico contra las fuerzas populares en la política, puede que el argentino promedio se haya vuelto menos tolerante respecto a la corrupción y, en consecuencia, más tolerante con la ineptitud. Será materia de la sociología averiguarlo con algo más de base científica que la simple percepción, pero la sociología del estaño ya registró el cambio y la prueba es que existen hoy dirigentes dispuestos a declararse incompetentes con tal de que no los tilden de corruptos. Alberto Fernández es el primero de esos dirigentes.

La estrategia es buena y es, como veíamos, la única posible para un dirigente que no tiene otra cosa para seducir al electorado, aunque se basa en un engaño. Los “errores” y las “claudicaciones” de Alberto Fernández lo son solo entre muchas comillas y para demostrarlo no es necesario hacer más que observar los antecedentes de Fernández. No se requiere aquí ninguna “conspiranoia”, es todo información de dominio público que consta del curriculum del actual presidente de la Nación. Antes de llegar a la primera magistratura nacional, Fernández fue militante del cavallismo en la Ciudad de Buenos Aires y luego lobista de esos grandes conglomerados que actualmente llamamos corporaciones.
Alberto Fernández abogó por Marsans en contra de nuestra Aerolíneas Argentinas estatizada, por Repsol en contra de nuestra YPF también estatizada y por el Grupo Clarín en contra del pueblo-nación argentino de un modo general. De una manera o de otra, Fernández siempre estuvo en la nómina del poder fáctico de tipo económico defendiendo en los pasillos de la política los intereses particulares de las corporaciones en desmedro de los intereses permanentes del pueblo argentino.
La cuestión entonces sería comprender por qué hay tanta gente esforzándose por engañarse a sí misma creyendo que Alberto Fernández es un “tibio” y no un delincuente de guantes blancos, un agente del poder fáctico en la política para reventar a las mayorías. Bien mirada la cosa, desde que fue expulsado del gobierno de Cristina Fernández en los primeros meses de este luego de operar en la resolución 125 contra aquel gobierno, Alberto Fernández se dedicó de lleno al lobby de las corporaciones y siempre contra los intereses colectivos del pueblo. Siempre lo mismo y, no obstante, hay gente decidida a pensar que por arte de magia ese operador del poder se redimió, quiso empezar a favorecer a las mayorías populares contra quienes siempre le pagaron el sueldo y no pudo. De ahí lo de “tibio”, que es una forma de decir “es claudicante, pero es nuestro”.

Y no, si por “nuestro” se entiende una pertenencia política al campo nacional-popular, entonces Alberto Fernández no es nuestro, es de los de arriba. Pero la incomprensión de esa obviedad ululante hace que, hasta el día de hoy, ya entrado el año 2023, haya gente creyendo que la “marcha atrás” en la estatización de Vicentín fue una claudicación y el cierre forzado de la economía durante nueve meses bajo el pretexto de una política sanitaria errática en el 2020, por ejemplo, fue un error. Pero ni claudicación ni error, en realidad Alberto Fernández es un dirigente decidido y tremendamente efectivo, que es como decir que hace todo bien. El asunto es bien para quién o quiénes.
Desde que, ni bien asumido en los últimos días de diciembre de 2019, no hizo nada por revertir de un saque las maldades dejadas por Mauricio Macri y desde que hizo su primer viaje oficial a Israel —y no a Brasil, que es nuestro principal socio comercial y aliado estratégico en prácticamente todo— en los primeros días de enero de 2020, Alberto Fernández viene mostrando de manera inequívoca a qué vino. Alberto Fernández vino a hacer lo que hizo siempre, a saberlo, favorecer los intereses particulares de los de arriba sin cuidado de las necesidades de las mayorías populares. Y a disimular ese comportamiento criminal con políticas de corte ideológico en materia de sexualidad y género para minorías sin necesidades básicas insatisfechas.
Esa es la síntesis cruda del gobierno de Alberto Fernández, la que muchos prefieren evitar. Y entonces el “fracaso” del gobierno del Frente de Todos solo es fracaso en el sentido de cumplimiento de la plataforma electoral presentada al pueblo en campaña. Alberto Fernández no fracasó: hizo absolutamente todo lo que pudo para cuidar los intereses de las corporaciones de las que siempre fue empleado y nunca dejó de serlo. Hizo todo lo que estuvo a su alcance y logró muchísimo, pero fundamentalmente logró poner a la Argentina en un estado de catástrofe y al pueblo-nación argentino en un estado de indefensión tal que para octubre de 2023 incluso las minorías intensas estarán obligadas a “taparse la nariz” para votar a un Sergio Massa como salvador de la patria o incluso a algo peor que eso con la escasa finalidad de que no vuelva Macri o la “derecha”.

Alberto Fernández fue eso, fue un puente de plata para la llegada de una opción electoral que en condiciones normales no sería opción. En tres años Fernández destruyó, desmoralizó y ensució todo lo que ya estaba en estado precario a punto tal que ahora, frente a la urna, ya nadie tiene pretensiones de votar al mejor candidato: con votar al que parezca el menos malo en el momento ya será suficiente, incluso si ese candidato llega a ser el propio Alberto Fernández “errático” y “claudicante” fantaseado por quienes tienen aún la fantasía de salvar al Frente de Todos para que no gane otra vez Juntos por el Cambio. La operación se desarrolló en la grieta y en la grieta se redujeron las opciones a la de una socialdemocracia con cierto toque progresista en asuntos de ideología de género y la de otra socialdemocracia, esta con un toque de discurso de “halcón” que también es pura fantasía ideológica, por supuesto.
Alberto Fernández no erró ni claudicó, acertó disimuladamente y avanzó con el plan original que le había encomendado el poder. El fracaso es todo del Frente de Todos como signo de esperanza para una Argentina que en 2019 quiso terminar con la pesadilla del macrismo y pasar a algo mejor, pero no pudo. La heladera llena y el asado en la parrilla nunca se hicieron realidad, aunque Fernández tampoco se propuso jamás realizar nada de eso y la pregunta que se hará el atento lector es por qué demonios lo puso allí Cristina Fernández, la gran electora de aquel 2019. Pero la respuesta a dicha pregunta excede largamente el muy modesto propósito de este artículo. La respuesta al gran enigma de nuestro tiempo es materia de la investigación sobre el pacto hegemónico que en las páginas de esta Revista Hegemonía ya vio la luz hace dos años y cuya hipótesis fundamental parecería corroborarse día tras día. Lamentablemente.