Los gerentes de la pobreza

Con la imagen de los “gerentes de la pobreza” como par antagónico, Javier Milei ganó las elecciones del año 2023 y sigue sosteniéndose con un gobierno que brutalmente destruye al pueblo. Pero la culpa, como se sabe, nunca es del chancho, sino del que le da de comer: con un gobierno típicamente pobrista en cuatro años y en la estela de dos décadas de asistencialismo social eternizado, el “peronismo” con Alberto Fernández a la cabeza generó las condiciones discursivas para el advenimiento de Milei. Y ahora la Argentina está atrapada en la falsa contradicción de “planeros” sí o no mientras sigue destruyéndose el trabajo con la imparable uberización de la economía.
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Apenas siete meses después de haber asumido la presidencia de la Nación en diciembre de 2019, el 26 de julio de 2020 Alberto Fernández conmemoraba el fallecimiento de Eva Perón en un acto que por entonces resultó llamativo a la militancia peronista, aunque más tarde se demostraría “una mancha más al tigre” es decir, uno de tantos actos de claudicación de las banderas peronistas que tendrían lugar a lo largo de ese mandato. Rodeado por miembros de la agrupación Movimiento Evita, todos convenientemente enguantados, resguardando el distanciamiento social y con las bocas tapadas, el presidente Fernández celebraba la realización de diez mil ollas populares, afirmando que “Como peronistas, nuestro compromiso es con los que menos tienen”.

La conmemoración ―que constituyó la última si no la única manifestación de virtual “peronismo” al menos discursivo por parte de un gobierno que había hecho campaña con retórica peronista y que ganó las elecciones con votos peronistas― tenía lugar en el contexto del tristemente célebre ASPO (aislamiento social preventivo y obligatorio) consecuencia de la contingencia sanitaria por coronavirus. Pero no dejaba de resultar completamente llamativo que el presidente hiciera elección justamente de la olla popular como símbolo para conmemorar la vida y obra de Eva Perón, ferviente militante de la justicia social bien entendida, en contraposición con el pobrismo que reinó durante del mandato de Fernández.

Ese acto, sumado a un sinfín de otros que tuvieron lugar a lo largo de cuatro años de desgobierno, desidia y atrocidades contra las mayorías populares darían paso a posteriori a dos fenómenos cuyos alcances siguen reverberando hasta el presente en la política de cabotaje: el ascenso meteórico de la prédica antiestatista del mileísmo y del propio Javier Milei y la demonización de la asistencia social asociada a los llamados “gerentes de la pobreza”.

Alberto Fernández en una de las tantas simulaciones de peronismo para hacer pobrismo con la boca tapada. Para julio de 2020, Fernández estaba prácticamente blindado a la crítica y podía hacer cualquier pantomima con el fin de estirar un gobierno sin plan económico y sin más idea que la de hacer la plancha a la espera de una definición en la guerra entre Cristina Fernández y Sergio Massa. Y así, malversando el discurso del peronismo, Fernández llegó a completar su mandato dando como resultado lógico el triunfo de Javier Milei. El pobrismo solo genera antipobrismo y ambos resultan en la multiplicación de los pobres con la generalización de la pobreza.

En las últimas semanas y meses se ha repetido hasta el hartazgo esa horrible expresión, “gerentes de la pobreza”, para referirse a los organismos sociales de la mal llamada “economía popular” que se han dedicado sistemáticamente a militar en favor del pobrismo, por lo menos desde el advenimiento de la crisis de 2001 y el consiguiente florecimiento de los planes de asistencia social en la forma de entrega de dinero o de bolsones de comida. Tanto por parte de los funcionarios asociados al ministerio de “Capital Humano” ―así se llama a partir de la asunción de Javier Milei al área de Desarrollo Social― como en los editoriales de diversos operadores mediáticos pagos, con la revelación del “periodismo” Mariana Brey a la cabeza, varias son las tribunas desde las que el sistema se defiende de su propia ineficiencia y mala intención a través del señalamiento con el dedo de ese chivo expiatorio, los “gerentes de la pobreza”, quienes un poco son padres de este antiestatismo exagerado promovido por el libertarismo gobernante y por el gorilismo en general.

Por “pobrismo” entendemos la romantización de la pobreza como un valor en sí mismo, tal como la entendía el gobierno frentetodista, ensalzando la olla popular, la adjudicación de planes sociales y la “economía popular” en detrimento de la reivindicación del trabajo como ordenador social y fuente de la dignidad humana. Es decir, el pobrismo como ideología es exactamente lo contrario a la tercera posición nacional justicialista, pues esta última reconoce como única clase social a la clase trabajadora y al trabajo como único medio legítimo para garantizar la justicia social.

¿Significa esto último que la doctrina de la justicia social no reconozca valor alguno al asistencialismo? Claramente no, pues de acuerdo con los principios ordenadores presentes en las veinte verdades del peronismo lo mejor que tenemos en esta tierra es nuestro pueblo. Toda vez que el pueblo se encuentre en dificultades es menester que el Estado nacional intervenga de manera directa para brindar asistencia social. De hecho, es ciertamente verdad que a la titánica tarea de brindar asistencia a los desposeídos dedicó su vida la extinta Eva Perón.

Uno de los resultados del estallido de diciembre de 2001 en Argentina fue la institución de los llamados planes sociales —en rigor, ayuda estatal a la multitud de argentinos marginados del sistema— con el fin de paliar una situación social y económica terminal. Los planes sociales debieron dejar de otorgarse al producirse la recuperación de la economía ya en 2005, pero fueron eternizados causando un problema político del que hoy el país no sabe cómo salir.

Lo que diferencia al asistencialismo del pobrismo es su concepción de la asistencia social, como un medio o como un fin en sí misma. Mientras que el peronismo entiende que la ayuda social debe ser una instancia necesaria cada vez que un proceso de recuperación y crecimiento económico se esté gestando y comience apenas a demostrar sus frutos, el pobrismo piensa en la asistencia social como una instancia permanente y, en ese sentido, brega nada menos que por la perpetuación de la pobreza, sin ponerla en cuestión. Mientras que para el peronismo la ayuda social es un medio para paliar los efectos de las políticas de destrucción del trabajo, el pobrismo piensa en los planes de asistencia social como un fin, con propuestas como la de la renta básica universal o su desmesurado interés por la entrega de alimentos.

Es por esto que personajes como Juan Grabois o Eduardo Belliboni, quienes en los últimos tiempos han sido blanco de toda clase de acusaciones por parte del área de “Capital Humano”, resultan tan odiosos al sentido común de las mayorías y en cierta medida resultan perfectamente funcionales a los intereses del gobierno gorila de Javier Milei. Lo que subyace al pobrismo es la idea de la pobreza como una realidad inmodificable y por lo tanto, incuestionable, que se puede asociar entonces a determinados “valores” o a una “cultura” de la marginalidad. Nada más lejos de la justicia social.

O sea que a pesar del buenismo de su prédica, lo que desagrada al sentido común de las mayorías es que los “gerentes de la pobreza” no cuestionen el hecho sino que busquen monopolizar la administración del mismo, por qué no, a cambio de réditos que bien pueden ser políticos, bien económicos. El entendimiento de la miseria como una realidad inexorable y más aún, la reivindicación de la “cultura popular” entendida como sinónimo de ensalzar la marginalidad repugnan a un pueblo por naturaleza profundamente cristiano, que siente como natural la necesidad de ganarse el pan por el sudor de la propia frente y que cree en el progreso como un horizonte tangible de posibilidad.

Los socialistas Juan Grabois y Eduardo Belliboni, aquí haciendo el gesto clásico de los comunistas para la cámara. Grabois y Belliboni son identificados hoy por el sentido común como los “gerentes de la pobreza” por antonomasia, esto es, como administradores de la ayuda social estatal eternizada. Su provocación al sentido común dio como resultado el triunfo de Javier Milei y sirve hoy, a casi ocho meses de dicho triunfo, para sostener a un gobierno antipopular e inviable.

Pero ese es precisamente el mensaje de las organizaciones sociales interesadas en institucionalizar la ayuda social de manera permanente: que la pobreza es aceptable hasta cierta medida y que por ello resulta necesario establecer mecanismos permanentes de administración de las contradicciones sociales con la finalidad de evitarse las consecuencias del malestar reinante en la comunidad. Es decir, ojos que no ven, corazón que no siente; panza llena, corazón contento. Pobrismo puro y duro.

El mileísmo genérico (o el equipo M en la lógica de la riverboquización de la política, antes macrista, hoy mileísta y siempre gorila por derecha) hace usufructo de esa prédica alienígena a la moral popular para permanecer en la confrontación permanente, acaparando para sí el sentido común de las mayorías véase bien, no desde la praxis pero sí desde el discurso. El fervoroso antiestatismo M es hijo del estatismo asfixiante de los K en sentido genérico (antes kirchnerista, hoy kicillofista y desde una buena parte hasta aquí siempre gorila por izquierda) pero no persigue solamente la destrucción de los planes de asistencia social sino abiertamente todo atisbo de intervención en las relaciones entre el capital y el trabajo. Mientras por un lado el mileísmo critica al pobrismo K por su inmoralidad, por otra parte está sentando las bases para que la propia sociedad acepte, hartazgo frente al pobrismo mediante, la destrucción de sus prerrogativas como clase trabajadora.

Es una maquinaria de lo más aceitada, la demonización de los intermediarios entre capital y trabajo ―se llamen organizaciones sociales, sindicatos, o incluso el Estado nacional operando a través de la legislación laboral y un ministerio de Trabajo― resulta enteramente funcional a la disolución de la comunidad, pues implica arrojar a los hombres solos y en total indefensión a la arena de la lucha por la supervivencia. De acuerdo con la cosmovisión liberal, el hombre es libre de elegir morirse de hambre sin que el Estado intervenga de ninguna manera en regular el mercado de trabajo.

Lejos de escandalizar y provocar rechazo, la imagen de la olla popular se ha naturalizado en la Argentina. Gracias a la acción deletérea de los pobristas, ya no espanta a nadie la idea de que una familia deba alimentarse en centros comunitarios de asistencia y no en su casa. Esta locura eternizada indujo al argentino a creer que el ajuste brutal es la única fórmula para resolver el problema, por lo que la conclusión es evidente: los “gerentes de la pobreza” son los mejores militantes del mileísmo genérico. Lo son “por izquierda”, pero lo son al fin.

Esto queda de manifiesto en la exaltación por parte de los llamados libertarios del cuentapropismo al modelo de las aplicaciones móviles de entrega de productos (Rappi, Pedidos Ya), cuya actividad no está reglamentada y cuyos trabajadores tienden a creer en la lógica de la “meritocracia” entendida como la autosobreexplotación motivada por el afán de un progreso a futuro. Lo estrictamente cierto es que la destrucción del empleo formal ha sido el leitmotiv silencioso en el mercado laboral a lo largo de la última década sin que a la política parezca preocuparle demasiado la cosa. Mientras se habla de la pobreza, una pobreza institucionalizada, nadie se detiene a cuestionar el reparto de la riqueza.

De hecho, ha sido el propio gobierno de Alberto Fernández, el que ganó con votos peronistas y con prédica peronista, el mismo que avaló una reforma laboral y previsional de facto bajo la excusa de la contingencia sanitaria. La reducción de las jornadas laborales con el consiguiente recorte de los salarios o la entrega de aumentos discrecionales en las jubilaciones y pensiones, asignados por decreto de necesidad y urgencia, hacen parte de ese proceso. En ese contexto se multiplicaron las limosnas estatales hacia la población impedida de ejercer el trabajo y se asfixió a la población con la idea de un “Estado presente” que siempre resultó insuficiente para lo útil y exasperante para todo lo demás.

La pregunta que se impone resulta siendo entonces la siguiente: ¿Cómo no habrían de florecer las “ideas de la libertad” en un ambiente de opresión, con un Estado que se presentaba a sí mismo como elefantiásico, cuasi-totalitario? Mientras se reproducían en el tiempo las prohibiciones a la circulación y se castigaba a los díscolos que pretendían respirar por fuera de la mascarilla (pero también por fuera del relato oficial y del ojo persecutor del Estado-panóptico) los “gerentes de la pobreza” bregaban por más Estado, más represión… y una renta básica universal.

Los llamados repartidores de aplicativo son el símbolo más visibles del cuentapropismo que también califica en la categoría de uberización de la economía, es decir, la destrucción del empleo formal que no parecería preocuparle demasiado a la dirigencia en Argentina. Aquí el “Estado presente” no solo no hizo nada para frenar este deterioro de las condiciones objetivas de existencia del pueblo, sino que además lo aceleró mientras hablaba hipócritamente de la ayuda a los que menos tienen como única prioridad.

Las consecuencias están a la vista: el gobierno hambreador de Javier Milei se sostiene en el tiempo por la confrontación discursiva con aquellos “gerentes de la pobreza” que ya han repugnado al pueblo, mientras en rigor de verdad desmantela el mercado de trabajo y sienta las bases para la total destrucción del empleo industrial, aquel que resulta siendo el único capaz de reflotar en el tiempo la economía del país. Por el hastío que provocan los Grabois y los Belliboni genéricos es que pueden operar a cielo abierto los Milei y los Caputo, siempre y cuando las Sandra Petovello genéricas sigan en su lugar de guardianas, véase bien, de “los que menos tienen”.

Porque ni unos ni otros cuestionan la necesidad de la asistencia social, ninguno sugiere que esta deba de ser transitoria y desaparecer en el mediano plazo, cayendo por su propio peso a consecuencia del imperio del pleno empleo. La pobreza estructural, ese engendro de liberales, no es cuestionada por ninguna de las hinchadas en la lógica del Boca-River, se acepta como “natural” que miles y hasta millones de argentinos no tengan qué comer, estén “caídos del sistema” y deban necesariamente recurrir al Estado para no perecer.

En ese sentido, como siempre, los liberales por derecha y por izquierda también son siameses opuestos en un espejo. Se pelean por el color de la camiseta mientras parasitan al peronismo tergiversando unos la noción de justicia social y acaparando otros el sentido común de las mayorías, sin que el proceso de destrucción del trabajo resulte jamás siendo puesto en cuestión. El proceso de preperonización sigue en curso, más o menos lento, pero inexorable. Mientras no podemos sino exigir la repartija de litros de leche o kilos de yerba que pueden significar la diferencia entre la vida o la muerte de miles de compatriotas, todos los días se pierden puestos de trabajo, acaso rubricando el certificado de defunción de la propia patria.

Y la politiquería allí, peleando por las achuras.

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