Dicen las malas y también las buenas lenguas que el arte es una mímesis de la realidad, que la imita. Eso debe ser cierto y también puede serlo el hecho de que, en extrañas circunstancias, la sentencia se expresa al revés. Tal es el caso de la película Amadeus (Estados Unidos, 1984. 161 min.), que narra las peripecias de la rivalidad ficticia entre los compositores clásicos Antonio Salieri y Wolfgang Amadeus Mozart, basándose en una obra musical de ficción escrita por el dramaturgo británico Peter Schaffer, autor también del guion adaptado para la pantalla grande. El film, además de una hermosísima pieza audiovisual que cuenta con las exquisitas actuaciones protagónicas de Tom Hulce como Mozart y principalmente de F. Murray Abraham como Salieri, es una profunda reflexión acerca de los delgados límites que separan a la admiración extrema del odio irracional hijo de un culposo reconocimiento de la propia mediocridad o por lo menos, de la conciencia de que el propio talento jamás será suficiente para igualar al de un genio.
A lo largo de las casi tres horas de la cinta, la pieza indaga los sentimientos del atormentado Salieri, quien ya en la decrepitud de la vejez confiesa creerse culpable por la temprana muerte de Mozart, fallecido en la indigencia y la locura décadas antes del momento de la narración. A través del relato en primera persona, el espectador llega a saber que desde la más tierna infancia el pequeño Salieri envidiaba la suerte de Mozart, a quien su padre había iniciado en la música y cuyo talento le había permitido comenzar a componer sus primeros minuetos a la temprana edad de cinco años, consagrándolo entonces como un auténtico niño prodigio.

El padre de Salieri, en cambio, era un individuo tosco y carente de todo sentido de la sensibilidad artística que solo deseaba para su primogénito un destino pedestre y mundano como administrador en la campiña italiana. El narrador se detiene a reflexionar acerca de cómo la divinidad a menudo favorece a las almas sensibles y cómo la muerte accidental del progenitor le permitió a un Salieri adolescente perseguir finalmente su sueño como compositor, ignorando el destino manifiesto que su posición social le hubiera impuesto.
En gratitud por el favor recibido, entonces, Salieri toma votos de castidad prometiendo negarse a los placeres terrenales con el propósito de dedicarse de lleno a la adoración de la divinidad, materializada en la composición de melodías celestiales destinadas a celebrar la gloria de Dios en todo su esplendor. Pero no es hasta la adultez que la vida coloca a Salieri frente a frente con quien hasta ese momento había sido la fuente de su inspiración y un verdadero ídolo cuyos pasos deseaba seguir.
Al conocer a Mozart en persona, por cierto, el italiano se encuentra con un hombrecito sencillo, grosero y propenso a las carcajadas impúdicas propias de cualquier plebeyo. Su apetito voraz por los placeres culinarios y su tendencia a una lujuria bastante mal disimulada contrastan radicalmente con la imagen idealizada que Salieri había construido en años y décadas de estudio, durante los cuales cultivó no solo las artes sino también la frugalidad y el refinamiento que él, Salieri, consideraba propios de un auténtico servidor de Dios y que por lo tanto sobreentendía que debían de caracterizar a Mozart.
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