Lukashenko, el incomprendido de Occidente

Aleksandr Lukashenko fue reelecto para su séptimo mandato como presidente de Bielorrusia, ese país de Europa oriental que mezcla una joven construcción política con profundas raíces históricas. A pesar de los ataques de Occidente, Lukashenko tiene un amplio respaldo popular que se refleja una y otra vez tanto en cantidad de votos como en los altísimos niveles de participación del electorado. La suya es una figura inseparable de la identidad nacional del país y su liderazgo carismático —indiscutido desde la disolución de la Unión Soviética— se consolidó al no impactar en Bielorrusia la bomba neoliberal que golpeó a otros Estados postsoviéticos. Integración con Rusia, defensa de la soberanía nacional y palizas electorales reiteradas en más de tres décadas de hegemonía. Occidente llora y grita que eso es una dictadura, pero la propaganda occidental no parece llegar a los oídos de los bielorrusos.
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Aleksandr Lukashenko resultó electo en los últimos días de enero para un nuevo mandato de presidente en Bielorrusia. Será su séptimo ciclo de gobierno en ese joven país cuya existencia data de la disolución de la Unión Soviética a principios de la década de 1990. Bielorrusia es un Estado joven que organiza políticamente una nación muy vieja, una que en su idioma autóctono, el que viene revalorizándose en la cultura del pueblo por voluntad política, se llama Belarús. Bielorrusia es la denominación de esa unidad territorial en ruso, idioma que los bielorrusos hablan en la práctica en su cotidiano.

Esta reelección de Lukashenko para un séptimo mandato —Bielorrusia no tuvo otro presidente desde que realizó sus primeras elecciones en 1994— es motivo de escándalo entre los formadores de opinión en Occidente, aunque desde luego es recibida por el pueblo-nación bielorruso con mucha naturalidad. La impresión que se tiene al llegar a Minsk es que Lukashenko es “parte del paisaje”, es el líder natural cuyo liderazgo prácticamente nadie discute y mucho menos desafía porque es objeto de un gran consenso.

Debidamente acreditado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, llegué a Minsk, la capital de este país de casi 10 millones de habitantes ubicado en Europa oriental, en un lugar estratégico para la siempre turbulenta relación entre Rusia y Occidente. Como participante en la misión internacional de observación electoral tuve la oportunidad de ver de cerca el proceso electoral en el país y esa fue una experiencia que dejó al desnudo las limitaciones de las narrativas occidentales, las que de ninguna manera se corresponden con la realidad sobre el terreno.

Para empezar, lejos de tratarse de un opaco fraude realizado por un régimen autocrático, que es lo que se lee normalmente en los medios occidentales, las elecciones en Bielorrusia son un proceso normal, esto es, no se ve por ninguna parte una presión del Estado sobre la población para que vote de tal o cual manera. La vida política del país es absolutamente democrática y los bielorrusos son llamados a participar activamente de la toma de decisiones en los temas de la agenda pública nacional.

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Un joven Aleksandr Lukashenko en sus tiempos de soldado del Ejército Rojo de la Unión Soviética, todavía sin el bigote que más tarde sería su marca registrada. Además de servir como militar, Lukashenko fue guardia de frontera y allí tomó contacto con la realidad social que más tarde iba a servirle de orientación en su praxis política. Cuando todos claudicaban y sugerían seguir los pasos de Boris Yeltsin hacia el neoliberalismo, Lukashenko surgió naturalmente como el único dirigente que representó la voluntad mayoritaria de preservar los logros de la revolución aun haciendo ciertas reformas.

Y lo hacen además con una muy llamativa alegría. Al llegar a Minsk el pasado 23 de enero me encontré con lo que en Bielorrusia se llama “periodo de votación especial”, un plazo de algunos días anteriores al día oficial de los comicios en el que la ciudadanía tiene la oportunidad de adelantar su voto de verse, por alguna razón, en la necesidad de hacerlo. Esto ocurre para lograr la máxima participación posible en el proceso electoral mediante la posibilidad de votar en fechas alternativas para quienes no puedan hacerlo el día de las elecciones.

Eso habla de una vocación democrática en un sentido real de participación popular que Occidente simplemente no registra mientras sigue gritando que en Bielorrusia hay una dictadura. El relato occidental no cierra con la realidad que se ve en las calles: visité varios centros de votación durante ese periodo especial de voto anticipado y allí lo que se veía era una gran cantidad de ciudadanos de todas las edades, desde jóvenes hasta adultos muy mayores, acudiendo a las urnas con el fin de no perderse la oportunidad de expresar su opinión.

Las diferencias respecto a lo que ocurre por lo general en Occidente son realmente muy significativas. En los Estados Unidos, por ejemplo, las elecciones se realizan un día martes laborable justamente para evitar la participación popular masiva y nadie suele darle mucha importancia a la cosa. En Bielorrusia la gente de a pie siente las elecciones como un evento de gran importancia para el pueblo-nación y hace de ello una gran fiesta cívica en un sentido estricto.

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Al asumir como primer presidente de la recién creada Bielorrusia, Lukashenko se puso firme en la defensa de aquello que sí funcionaba en los tiempos de la Unión Soviética y el neoliberalismo quería barrer. Y por eso, a diferencia de lo que sucedió en Rusia, en Bielorrusia el pueblo quedó mucho menos expuesto a las consecuencias del triunfo liberal al terminar la guerra fría. Occidente no pudo hacer en Minsk ni una fracción de lo que hizo en Moscú teniendo como títere a Boris Yeltsin. Décadas más tarde y teniendo conciencia de su historia reciente el pueblo-nación bielorruso expresa su gratitud a quien considera un prócer y reelige indefinidamente para seguir liderando el proyecto político.

Esa fiesta cívica culminó el pasado 26 de enero. De acuerdo con la tradición soviética, en los centros de votación se sirven bufés con café, té, manjares típicos del país e incluso kvass, esa bebida fermentada de bajo contenido alcohólico que es muy popular en Rusia, Ucrania, Bielorrusia y demás países de Europa oriental y también del Báltico. Al observar el comportamiento promedio el día de las elecciones puede concluirse que el bielorruso atribuye un sentido muy profundo al acto de votar, algo que va mucho más allá de la obligación cívica o del ejercicio dicho democrático que suele definir las elecciones en estas latitudes.

En su cosmovisión, el bielorruso entiende las elecciones como una instancia de agradecimiento a su presidente por los esfuerzos hechos en el sostenimiento de la unidad nacional y en la construcción política, que es muy nueva y aún se percibe como una novedad. Lukashenko es un líder carismático clásico cuya imagen se confunde con la del país, el bielorruso entiende que su construcción política es la obra de Lukashenko.

Y no es para menos. Lukashenko es de una estirpe de conductores políticos que está en extinción en el Occidente geográfico. Ante la disolución de la Unión Soviética, Lukashenko se mantuvo firme y evitó que el pueblo-nación bielorruso fuera sometido a la terapia de shock neoliberal que se les impuso, por ejemplo, a sus vecinos rusos durante toda la década de los 1990. El 90% de los bielorrusos hoy comprende esto y expresa sentimientos de gratitud, seguridad y felicidad por haber transitado la oscuridad de la disolución soviética sin tantos sobresaltos.

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Panorama de una protesta opositora en Minsk, capital de Bielorrusia. Lo que Occidente no sabe explicar es cómo pueden producirse estos actos en las calles de un país cuyo gobierno es dictatorial. Evidentemente no hay tal dictadura y el 10% de la población que no apoya a Lukashenko es libre para expresar su opinión y para votar a otros candidatos en las elecciones. El único inconveniente para esa oposición es la realidad fáctica de que con un 10% del electorado no alcanza para hacer nada en absoluto más que protestar.

Nacido en el interior profundo del país, Aleksandr Lukashenko es un hijo de su tierra. Formado en la profesión militar en tiempos soviéticos, sirvió como soldado en el Ejército Rojo y luego como guardia de frontera. Más tarde se lanzó a la política, primero como administrador de granjas colectivas y finalmente como miembro del Sóviet Supremo de la ahora extinta República Socialista Soviética de Bielorrusia.

Lukashenko fue la contracara de Boris Yeltsin durante el duro periodo de disolución de la URSS. Mientras el ruso favorecía la corrupción de los burócratas que iban a convertirse en oligarcas mediante la apropiación indebida del patrimonio del Estado —las famosas privatizaciones de Rusia, que luego fueron revertidas por Putin—, Lukashenko se hizo célebre ante la comunidad internacional por su denuncia a esa corrupción y por la férrea defensa del patrimonio público. De ahí a elevarse al lugar de principal dirigente y ser electo presidente en 1994 hubo un paso.

Ya en su primer mandato presidencial Lukashenko tomó decisiones que resultaron ser trascendentales para el futuro del país. Entre estas estuvieron la integración político-económica con la Federación Rusa, mediante la creación del llamado “Estado de la Unión” —organismo supranacional de integración entre ambos países— y la restauración, con las reformas pertinentes, del socialismo. Nada de esto, sin embargo, se dio por imposición autocrática, sino mediante la democracia directa y la consulta popular.

Lukashenko se convirtió en un presidente conocido por la convocatoria de referendos. Llamando al pueblo a las urnas para expresar directamente su voluntad, fue capaz de recuperar legítimamente el modelo económico socialista (sin prescindir de la libertad de mercado), restaurar los símbolos soviéticos, otorgar estatus cooficial al idioma ruso que es hablado cotidianamente por todo el pueblo bielorruso y profundizar los lazos con Moscú, determinando que estas dos naciones hermanas de un mismo origen común deberían tener el mismo destino.

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Al no haber dictadura alguna, están permitidas las manifestaciones de la oposición y también está permitido lo otro, por lógica. También quienes apoyan a Lukashenko suelen manifestarse en las calles expresando su opinión sobre la política. Y así se llega a un equilibrio hoy inexistente en países como la Argentina por falta de liderazgo y conducción. En Bielorrusia todos saben por qué se manifiestan y todos son conducidos, de una manera o de otra, por un mismo líder carismático sea por la positiva o por la negativa.

Salvando las distancias naturales, el modelo económico de Bielorrusia es similar al de China pues rige en el país una economía socialista no planificada, sino de mercado, donde los sectores estratégicos están en manos del Estado para evitar la dictadura del capital privado. Bielorrusia tiene un tipo de socialismo agrario de gran eficiencia y es una potencia regional en el sector agroindustrial con producción y exportación de cereales, fertilizantes y maquinaria agrícola. Todo esto coexiste con la iniciativa privada de una pequeñoburguesía nacional que se desarrolla con libertad económica.

Al hacer estas reformas Lukashenko evitó que su país fuera sometido a esa terapia de shock neoliberal que tanto daño hizo en Rusia. El pueblo-nación bielorruso se salvó de ese trance y mientras en el país más extenso de la Tierra el hambre, la pobreza y la guerra civil hacían estragos, en la pequeña Bielorrusia hubo paz, armonía y estabilidad como resultado de las políticas aplicadas por Lukashenko para contrarrestar los efectos del hundimiento de la Unión Soviética.

No sorprende, por lo tanto, que un líder carismático con este palmarés y esta orientación política se haya hecho extremadamente popular entre su pueblo. Occidente no comprende cómo Lukashenko sigue haciéndose reelegir continuamente desde 1994 e intenta darse una explicación rápida al “misterio” gritando que allí tiene que haber fraude. Pero el bielorruso que está en el territorio sabe que eso no es así. La fragmentación de las familias que fue una característica de ese proceso dividió a los grupos familiares en distintos lados de la frontera de un modo tal que los bielorrusos pudieron contrastar su situación con la de sus parientes que atravesaron el infierno neoliberal en Rusia.

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La relación de amistad entre Lukashenko y Putin indica una alianza indestructible de rusos y bielorrusos, dos pueblos que en realidad son prácticamente una sola nación. Pero además revela aquello que está de manifiesto: en realidad, Putin vino a hacer a partir de 1999 lo que Lukashenko ya venía haciendo desde 1994, esto es, conjurar el peligro neoliberal mediante la defensa de la soberanía nacional. Lukashenko es un ejemplo para Putin y no al revés, como suelen pensar algunos.

No solo nunca fue necesario ningún fraude, sino que Lukashenko además ha insistido en el ejercicio electoral directo y constante para la elección de las autoridades y también para la consulta popular. Y así fue deshaciéndose del andamiaje jurídico que trababa el desarrollo del país. En 2004, por ejemplo, viendo que no existía un líder carismático en condiciones de sucederlo en la presidencia, convocó un referéndum para suprimir los límites legales a la reelección y fue respaldado por el voto del 80% de la ciudadanía y más del 90% de participación, números inauditos en el Occidente mal llamado “democrático” que hace sus elecciones un día martes para que muy pocos vayan a votar.

Al agudizarse las tensiones en Ucrania para febrero de 2022, Lukashenko comprendió que el estatus de “país libre de armas nucleares” iba a resultar contraproducente para los intereses nacionales de los bielorrusos y otra vez hizo un referéndum, ahora para abolir esa limitación. En esta ocasión la participación fue del 79% y de estos el 86,7% votaron afirmativamente, por lo que Bielorrusia pudo volver a adquirir el armamento nuclear que es condición ineludible para la preservación de su soberanía nacional.

Incurriendo en una contradicción muy grande, Occidente argumenta que la popularidad de Lukashenko es la evidencia de que existe en Bielorrusia el fraude electoral. Por suerte esos sinsentidos no llegan a oídos de los bielorrusos y en estas elecciones Lukashenko fue reelecto por séptima vez con alrededor del 87% de los votos para gobernar por lo menos hasta el 2030. Occidente puso nuevamente el grito en el cielo con suspicacias sobre el proceso electoral que no le constan a este cronista ni los demás centenares de observadores internacionales presentes en estas elecciones.

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Hugo Chávez fue el dirigente que en nuestra América hispana mejor supo interpretar y reconocer el valor de Lukashenko para la causa nacional. Cuando casi nadie en nuestra región registraba la existencia de Bielorrusia, Chávez fue a establecer relaciones con esa nación comprendiendo que allí había un líder carismático firmemente resuelto a resistir a la presión de Occidente. Al fallecer el conductor venezolano, Lukashenko montó guardia de honor junto a su hijo —por ese entonces todavía un niño— al lado del féretro de su amigo y camarada hispanoamericano.

Parece sintomático que existan estas evaluaciones por parte del Occidente. En la práctica, el concepto occidental de “democracia” ha pasado a lo largo de los años a estar mucho más relacionado con el liberalismo económico y la unipolaridad geopolítica que con el verdadero poder popular. Para los “demócratas” occidentales no importa si un régimen político está apoyado por el pueblo y si allí hay un verdadero ejercicio del poder por parte de los ciudadanos: si la economía es iliberal y la política exterior es contrahegemónica, automáticamente esa no es una democracia.

Además del poder popular, el liderazgo carismático es otro ingrediente que a los liberales occidentales parece darles caspa. Si un dirigente político es positivamente valorado por sus electores en el tiempo, entonces allí lo que hay es “populismo” y “fraude electoral” sin cuidado de los méritos en la gestión política del dirigente en cuestión.

En Occidente la democracia se reduce a un ideal vacío y abstracto, a una entelequia. Y mientras tanto, en Bielorrusia, el pueblo-nación ejerce el poder real gobernando mediante representantes que son efectivos y además participando activamente en los cambios más estructurales de su política nacional a través del voto directo en consultas populares periódicas. A diferencia de lo que ocurre en Occidente, en Bielorrusia hay un ejemplo práctico de que, incluso en estos días de tecnopolítica y posliberalismo, todavía es posible un gobierno del pueblo, para el pueblo y a través de la voluntad del pueblo. Mientras existan los dirigentes carismáticos como Aleksandr Lukashenko el poder popular vivirá.

*Lucas Leiroz es periodista, analista geopolítico y corresponsal de guerra en Rusia.

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