Este nuevo artículo dedicado al 2 de abril, día en que se cumple un nuevo aniversario del desembarco argentino en Malvinas, no será igual a otros que este historiador ha publicado en el presente medio. Para empezar, no es habitual aquí el recurso a la primera persona verbal. El historiador, como se sabe, debe estar alejado de los fenómenos que describe para resultar lo más objetivo posible. Sin embargo, en esta ocasión me interesó hacer una introspección a fin de trasladar al lector la impresión más vívida posible acerca de lo que para los argentinos de a pie significa la reivindicación de nuestra legítima soberanía sobre las islas Malvinas, Sándwich del Sur, Georgias del Sur y la Antártida Argentina y, del mismo modo, describir cómo esa lucha soberana se trasladó a nuestra vida cotidiana en aquellos días de abril de 1982.
Con la finalidad de desmantelar el relato desmalvinizador sostenido sistemáticamente por determinados sectores desde inicios de la guerra una primera observación se impone: los argentinos no hemos “invadido” ningún territorio. Por el contrario, el 2 de abril de 1982 los argentinos recuperamos un territorio que por derecho y por historia era, es y será nuestro. Las Malvinas fueron en efecto invadidas, pero no por nosotros en 1982 sino por una potencia extranjera hace casi dos siglos. Esta premisa es una obviedad y, sin embargo, aún en 2023 no resulta infrecuente asistir a manifestaciones públicas que invierten los términos del discurso con la pretensión de torcer el sentido de la verdad histórica y divulgar ante las nuevas generaciones una versión completamente falaz de los hechos, cuando no lisa y llanamente mendaz.
Pero voy a referirme hoy a mi experiencia personal para ejemplificar a través de la mirada de un preadolescente de doce años la vivencia de aquel 2 de abril de 1982. Quizá este texto peque de autorreferencial y no pase de anécdota personal, pero me parece que podría resultar interesante sobre todo para los jóvenes cuya valoración de Malvinas como hecho histórico aparece enteramente contaminada por el discurso hegemónico que prevaleció luego de nuestra derrota militar y que vuelca una mirada negativa ya no solo sobre la dictadura del Proceso de Reorganización Nacional, sino por extensión sobre la mismísima necesidad de la existencia de las fuerzas armadas como medio para la defensa de la soberanía nacional e incluso sobre la gesta histórica de los soldados que dieron la vida en Malvinas.

Lo que recuerdo muy vívidamente pues ha quedado grabado en mi memoria a través de los años es la reacción de mi madre aquel viernes 2 de abril. Yo era hijo único, había perdido a mi padre años atrás y vivía con mi madre Margarita en un contexto duro de carencias y dificultades económicas. Jamás nos sobraba nada a pesar de pertenecer a una familia de gente trabajadora y ahorrativa. Mi madre tenía por entonces memoria de otra Argentina, aquella de las décadas de 1940 y 1950, cuando el país emergió como potencia regional durante la década peronista. Sin haber tenido una participación activa en la política durante el primer peronismo ella era, como la mayoría de los vecinos del barrio, peronista.
Del día del desembarco en Malvinas no recuerdo tanto las palabras de mi madre como la reacción inmediata de salir a la calle para congregarnos en la plaza principal, que aquí en Rosario es la Plaza 25 de Mayo. Ese fue un reflejo generalizado y no se redujo a mi familia: en todos los pueblos y en todas las provincias los argentinos salimos espontáneamente a reunirnos ni bien se conoció la novedad y ello debe interesarnos a fines de análisis, como un indicador en sí mismo de un cierto estado de ánimo social y como un acto de rebeldía popular en un contexto de represión. No conviene olvidar que el país se encontraba en dictadura y que permanecían vigentes el estado de sitio y la ley marcial, muchas de las garantías individuales estaban suspendidas de facto. Entre ellas el derecho a la libre circulación y al de participar en reuniones públicas, con la excepción de determinados acontecimientos pactados con anticipación tales como los eventos deportivos.
Sin embargo, ese 2 de abril la gente salió espontáneamente a la calle haciendo caso omiso de las prohibiciones y quizá por eso aquel día se me haya quedado grabado tan a fuego en la memoria. Por primera vez asistía a una manifestación multitudinaria similar a aquellas que en lo personal solo había visto en películas documentales de la década de 1950, en blanco y negro, que me gustaba mirar en el cine pues ya era por entonces un apasionado de la historia. Me impactó sobre todo el colorido de esa muchedumbre, en contraste con las imágenes de archivo que había visto siempre en gris.

Se congregaban en la plaza todos los sectores sociales ese día fresco y soleado tan típico del otoño en el hemisferio sur. Recuerdo en particular ver las columnas de los sindicatos con sus bombos y sus pancartas de color, pero sobre todo recuerdo al pueblo, a los trabajadores que se reunían allí en la plaza. Muchos se paraban en las esquinas y pronunciaban discursos improvisados, exhortaban el fervor patriótico de sus conciudadanos subidos a un banquito en la vereda. Se respiraba un clima de efervescencia, de alegría popular y del júbilo de quien recupera lo suyo con verdadero sentido de pertenencia y algarabía.
Las autoridades se vieron obligadas por las circunstancias a llevar a cabo entonces un acto oficial con oradores más o menos relevantes. Pero lo más llamativo que recuerdo es cómo a medida que el locutor nombraba a las figuras presentes en el palco la silbatina iba en aumento de manera casi indisimulable. Existía en esa muchedumbre un sentido muy claro de qué era lo que se iba a apoyar de aquella gesta. Era la aventura de enfrentarnos una vez más como nación ante nuestro enemigo histórico, pero sin olvidarnos de quiénes eran los responsables por la represión en el contexto de una dictadura sangrienta. Toda esa rebeldía si se quiere bifronte —ante Gran Bretaña por un lado y ante el Proceso por el otro— se puso de manifiesto aquel 2 de abril sin que por ello el pueblo incurriera en la confusión ulterior de deslegitimar la gesta malvinera por temor a parecer con ánimos de reivindicar el terrorismo de Estado.
Malvinas es un eslabón más en una cadena de eventos que nos han ido enfrentando como herederos de la hispanidad a lo largo de siglos contra el enemigo histórico de todo un universo cultural. Desde las invasiones inglesas en el Río de la Plata (1806/1807) hasta la guerra del Paraná y el célebre combate de Vuelta de Obligado (1845), pasando por la batalla de Punta Quebracho (1846), nuestra nación ha sido la única capaz de plantarse frente a Gran Bretaña con la misma valía que mostrarían los soldados argentinos en las Islas. De ahí esa respuesta visceral y altiva, casi instintiva, de nuestro pueblo ante la noticia de la guerra, respuesta que obligó a los defensores cipayos de la “fraternal” relación comercial con nuestro enemigo a pronunciar malabares discursivos a fines de no quedar pegados en la oleada patriótica que rodeó al 2 de abril. Discursos que por supuesto fueron vivazmente abucheados y repudiados en las plazas.

Recuerdo que en los días sucesivos a ese viernes mi madre, quien no era una persona erudita pues apenas había terminado la escuela secundaria, dedicó varias tardes a dictarme improvisadas lecciones no de historia, sino de patriotismo. Ese fue el efecto que Malvinas despertó en ella: no el chovinismo o el patrioterismo, sino el patriotismo, el amor por la patria entendida como el suelo en el que hemos nacido y en el que han nacido nuestros padres, el suelo donde esperamos criar a nuestros hijos, llorar a nuestros muertos y, finalmente, llegado el día, morir también. Sus charlas iban en ese sentido y sobre todo versaban sobre el enorme respeto que debía infundirnos a los argentinos cada uno de los soldados que estaban movilizándose en ese mismo momento hacia el combate. Como consecuencia de aquellas clases la patria, el amor por lo propio y la gratitud infinita hacia quienes ofrendan su propia sangre para defender el patrimonio común resultaron siendo el sentimiento natural que la guerra le imprimió al niño de doce años que por entonces yo era.
Y vale entonces una vez más destacar que aún tenemos como sociedad una deuda de gratitud y honor hacia aquellos soldados que se comportaron en el campo de batalla como verdaderos guerreros y no como niños asustadizos. La deuda desde luego no es del pueblo llano hacia nuestros soldados caídos y nuestros veteranos, pues el pueblo de a pie siempre les ha otorgado a los héroes el respeto que merecen. Esa es una deuda que resulta del discurso desmalvinizador ulterior, pergeñado desde el Foreign Office y trasladado al debate de lo público a través de la propaganda probritánica por los medios masivos de comunicación. Un ejemplo de ese compromiso con el que los argentinos vivimos Malvinas lo constituye una vez más mi madre, quien a pesar de las dificultades económicas que atravesábamos por entonces en una familia humilde constituida por una viuda y su hijo aún menor se presentó ante las autoridades tal como lo hicieron miles de cabezas de familias argentinas para ofrendar en la famosa colecta por Malvinas el único objeto de valor que aún conservábamos: la medalla de mi bautismo, que era de oro macizo.

Recordemos que con el fin de solventar los costos de la guerra el gobierno de facto organizó una colecta nacional solidaria que recibió toda clase de donativos de parte de celebridades y familias aristocráticas, pero también de la generosidad del pueblo de a pie que no solo ofreció sus escasos objetos de valor sino nada menos que sus propios hijos para que fueran a pelear al territorio insular. Nos enfrentábamos a Inglaterra y a la OTAN en su conjunto y también en esa colecta nació desde las vísceras del pueblo un sentido antiimperialista, un sentido de comunidad. Cada quien ofrecía lo poco que tenía porque en Malvinas estaban los corazones de todos los argentinos y la voluntad de todo un pueblo de rebelarse ante el invasor.
Recuerdo la charla que tuvimos con mi madre antes de hacer esa donación. Ella creía que debía convencerme de ofrendar a nuestros compatriotas lo poco que teníamos, pero lo cierto es que nunca nos arrepentimos. Siempre hemos sentido orgullo de contribuir a aquella causa que considerábamos justa. Y siempre supimos que nuestro aporte era un grano de arena en el desierto, que nuestra donación no tenía el poder de torcer el curso bélico de los acontecimientos, aunque también sabíamos que por allí no pasaba el valor del gesto. Lo que Malvinas me enseñó y conmigo a tantos otros argentinos fue que antes de los valores materiales deben prevalecer siempre los valores espirituales, entre los que se cuentan el amor a la patria y la solidaridad hacia quienes ofrecían su vida, su cuerpo y su alma, en el frente de batalla. Todo eso ejemplificado en el gesto humilde de una madre que se desprendía de su único objeto de valor no ya para proveer a su propio hijo fruto de sus entrañas, sino para rendir homenaje a los hijos de la patria.

El discurso hegemónico sobre Malvinas que se difunde año tras año en la actualidad, como se ve, hace agua por todas partes. No porque carezca por completo de asidero en una parte de la realidad, sino porque en rigor de verdad describe de manera sesgada los acontecimientos y por lo tanto no representa la dimensión cabal del sentimiento que la gesta de Malvinas despertó en el pueblo-nación argentino. Ese relato lacrimógeno del manotazo de ahogado de un borracho sediento de perpetuarse en el poder, aquellos pobres jóvenes casi niños que morían “lejos de su tierra” —como si las Malvinas no fueran de hecho una parte integrante de la tierra propia de todos los argentinos—, el detalle en los vejámenes, en el padecimiento y el foco en la obligación impuesta por el régimen militar de ir a morir “injustamente” y no en el valor y en las proezas de una gesta legítima que contó y con justicia con el apoyo de todo un pueblo. Todo ese discurso desmalvinizador no se corresponde con el espíritu real de los acontecimientos de abril a junio de 1982. No fue así como quienes asistimos en tiempo presente a los sucesos los vivenciamos en su momento.
Para finalizar me gustaría hacer un breve repaso de Malvinas como causa de los americanos para justificar el título de este artículo, que es descriptivo de una realidad pocas veces estudiada en su dimensión y para nada caprichoso ni pretencioso. Es que pocas veces se nos cuenta que en abril de 1982 hubo voluntarios haciendo fila en las embajadas argentinas de todos los países de la región, hermanos sudamericanos que se ofrecían para enlistarse en nuestras fuerzas armadas e ir a defender la legítima soberanía de un territorio propio en sentido amplio ya no argentino, sino americano. Más de veinticinco mil voluntarios se ofrecieron solo en Bolivia como soldados para pelear en el bando argentino. Otro tanto puede decirse del pueblo paraguayo o de nuestro hermano pueblo peruano, con el que nos unen profundos vínculos históricos de fraternidad desde la campaña de San Martín en adelante.
En ese contexto se enmarcan los esfuerzos del entonces presidente de la nación peruana Fernando Belaúnde Terry por obrar de intermediario entre las partes para arribar a un acuerdo pacífico honroso, acuerdo este que por supuesto no respondía a los planes estratégicos de la premier británica Margaret Thatcher, quien saboteó la operación ordenando a sus tropas proceder al hundimiento del crucero General Belgrano con la finalidad de atizar el conflicto.

Entonces Malvinas fue mucho más de lo que nos cuentan a cuarenta y un años en ese discurso escrito por la embajada y el Foreign Office. Si incitó a los argentinos a desafiar la represión y congregarse en calles y plazas a pesar del estado de sitio, si exhortó en los pobres la necesidad espiritual de desprenderse de sus pertenencias para contribuir desde su humildad con el esfuerzo de guerra, si despertó en los pueblos vecinos un sentimiento de unidad cultural e histórica, de fraternidad americana y de pertenencia a una causa superior no solo a los individuos sino a la propia nación, Malvinas tiene que haber sido más. Algo hay que no se nos cuenta.
Y sin embargo existen generaciones enteras de argentinos que compraron ese buzón, el de los “chicos de la guerra iluminados por el fuego” o el relato que la propia intelectualidad argentina se empeña en divulgar hasta nuestros días respondiendo quién sabe a qué intereses espurios y que la clase política se niega a cuestionar. No así el pueblo argentino. El pueblo siempre distinguió claramente al enemigo y a sus servidores.
Esa fue otra lección que me enseñó mi madre. Le pregunté en cierta ocasión, de hecho, por qué si nos oponíamos al gobierno de turno, por qué si todos abucheábamos a los oradores oficiales en ese acto improvisado del 2 de abril de todas maneras estábamos siguiendo el curso de la guerra y alentábamos en favor de nuestras tropas. Me dijo: “Porque independientemente de quien gobierne el país existen causas que son superiores a todos. Superiores al gobierno, superiores a cada uno de nosotros y que son justas independientemente de quién las promueva o con qué finalidad. Esas causas son patrimonio de todo el pueblo argentino”. El pueblo siempre distinguió la causa justa dentro del contexto de dictadura y por eso en Plaza de Mayo hubo carteles donde podía leerse “Malvinas sí, Proceso no”.

El progresismo reinante que se rasga las vestiduras por “los pibes de Malvinas” infantilizando y victimizando a los soldados cuyas hazañas en combate fueron reconocidas por los propios oficiales del enemigo tergiversa la historia para que la juventud no descubra que existen causas superiores por las que vale la pena dar la vida. Ese es el verdadero trasfondo del discurso victimista de los héroes de Malvinas. Los mismos actores que hacen la vista gorda ante el verdadero genocidio a cuentagotas al que nuestros jóvenes están sometidos cada día vierten una mirada reprobatoria de la guerra para no detenerse a resolver los problemas que aquejan a las nuevas generaciones.
Los jóvenes hoy mueren todos los días por negarse a entregar el celular en un asalto, mueren de sobredosis por drogas o los mata el narcotráfico. Los jóvenes en Malvinas murieron por un ideal que trasciende el presente y lo inmediato: murieron por la patria. Y esa es una realidad difícil de digerir para aquellos que pretenden extirpar del pueblo su alma, su sentido de trascendencia. ¿Cómo podrían militar la idea de patria y de trascendencia quienes al mismo tiempo militan por la muerte desde el vientre materno de inocentes nonatos?
El sacrificio como valor espiritual es un peligro para los enemigos de la patria. Porque para su desgracia es un valor que se contagia, trasciende las generaciones, desafía al tiempo y se extiende más allá de las fronteras. Malvinas es una causa del pueblo argentino, de todos los pueblos americanos y será para siempre un dedo en la llaga del enemigo, siempre y cuando aún existan obstinados que se empecinen en contar la verdadera historia.