Milei, ese personaje secundario

Mientras avanza el nuevo estatuto legal del coloniaje con la imposición de una profunda reforma en el andamiaje legal de la Argentina —el que va a posibilitar el despojo del pueblo-nación a manos de las élites globales, pero de un modo absolutamente legalizado—, la opinión pública se divierte con una trama que se asemeja justamente a la de una telenovela. Los personajes se reparten los roles y en dicha trama van apoyándose mutuamente para que la narrativa no se caiga, renovando la fe del espectador a cada paso con la introducción de intrigas que siempre parecen nuevas, aunque son siempre las mismas. La falta de cultura política en un pueblo ultrapolitizado tiene aquí su consecuencia más nefasta.
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En un país cuya clase dirigente ya decidió que su destino es ser colonia, la política es un teatro donde los actores se pelean por el papel principal, mientras que el guion viene escrito y ensayado desde fuera. Tal parecería ser el caso de nuestro país, donde las figuras relevantes de la rosca se han puesto de acuerdo en interpretar sus roles sin salirse de la trama, sin improvisar y sin jugársela por amor a un público que cada día se encuentra más aislado del teatro, inmerso en sus propias preocupaciones cotidianas y en la mera supervivencia.

Recuerdo haber visto en alguna oportunidad una entrevista a una actriz de telenovelas, quien contaba graciosamente cómo el público la había repudiado por años en la calle cada vez que se la encontraba caminando por ahí. La insultaban, incluso llegaron a tirarle el cabello o a empujarla en reprimenda por su presunta crueldad pasada.

Se trataba de Lorna Cepeda, intérprete colombiana que integró el elenco de una de las telenovelas más famosas en la historia de la televisión, Betty, la fea, fenómeno mundial que llegó incluso a inspirar sendas versiones norteamericanas en Estados Unidos y en México. Allí Cepeda encarnaba a “la peliteñida” Patricia Fernández, la despampanante secretaria de Armando Mendoza, caprichoso heredero de una empresa de diseño de indumentaria, mujeriego y malo para los negocios. Aupada a su cargo no por mérito propio sino a petición de la prometida de Armando, Marcela Valencia, cómplice y espía de esta última en la empresa familiar, Patricia le hará la vida imposible a la otra secretaria del presidente, Betty, quien a pesar de su fealdad y falta de gracia cautivará a Armando tanto por su habilidad para los negocios como por la calidez de su persona, propiciando un romance clandestino que terminará en desastre, tal como suele suceder en las telenovelas.

El elenco original de ‘Betty, la fea’, reunido a más de dos décadas y media del estreno de la telenovela con el fin de seguir produciendo contenido, ahora para las plataformas de ‘streaming’ que son la televisión del presente. La vigencia de esta ficción se debe principalmente a la verosimilitud de la trama, con la que el telespectador tiende a sentirse identificado al ver en ella la representación de situaciones típicas del cotidiano. Es que ‘Betty, la fea’ es una metáfora de la vida que se aplica también perfectamente al teatro del juego de la política. El que haya consumido esta telenovela alguna vez no tendrá dificultades hoy en comprender la simulación en la que se ha transformado la política del cabotaje en la Argentina y en otros países donde el pacto hegemónico existe.

El caso es que en virtud de la masividad de aquel producto televisivo que se ganó la atención de todo un país, a Cepeda la fama se le vino encima como un torbellino del que le costó salirse, llegando a manifestarse en ocasiones en situaciones desagradables e inesperadas. La población no paraba de reconocerla, pero en la mayoría de los casos no como Lorna Cepeda sino como Patricia Fernández. Era tan fuerte la asociación entre la una y el otro que el público llegaba a olvidar la cualidad ficticia de la ficción y vertía en la actriz todo el encono del que hubiera sido merecedor el personaje.

Por otra parte, mientras se tejía un consenso en torno a la maldad de Patricia como personaje secundario, las verdaderas protagonistas se dividían el público, siendo ambas merecedoras del cariño y del repudio en partes iguales. ¿Con quién debía quedarse Armando al final? ¿Con Marcela, su novia de tantos años que le había perdonado infinidad de deslices, infidelidades y estupideces o con Betty, la que lo elevó a la cima de los negocios y se aguantó la clandestinidad, la burla por su apariencia y el desdén de su familia? No faltaba entonces quien defendiera a una o a la otra, a ojos del público ambas podían considerarse como “la buena” o “la mala” de la historia según esta fuera contada.


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