Neoperonismo

Además de todas las miserias inherentes a la debacle, el fracaso del gobierno del Frente de Todos deja expuesta una obviedad ululante: la de que al menos en su última etapa el kirchnerismo fue neoperonista en el sentido de hacer una “actualización” deshonesta de la doctrina de Perón. El resultado de ese “aggiornamento” —que es una falsificación— es el gobierno neoperonista de Alberto Fernández, el que probablemente logre arrastrar al peronismo en su rodada llevando a cabo el proyecto de demolición que Carlos Menem no pudo concluir. Primero por derecha en los años 1990 y luego por izquierda en la actualidad el neoperonismo confundió a los peronistas y los dejó pegados con fracasos. ¿Tendrán la tenacidad suficiente para reconstruirse a partir de las cenizas y los escombros que van quedando allí donde alguna vez hubo una monumental construcción política?
2305 2 00

La crisis del petróleo fue un punto de inflexión histórico que hacia fines del año 1973 se presentó en la forma de una conmoción global para cambiar el mundo poniendo fin a la modernidad industrial. En una apretada síntesis expresada en criollo, podría decirse que ese año decisivo de 1973 los países productores y exportadores de petróleo —los que en ese momento eran todos subdesarrollados y económicamente muy atrasados— se “avivaron” de que habían estado financiando con sus recursos naturales esa monumental expansión económica de los países industrializados y desarrollados que en la periodización más aceptada de la historia se dio en llamar la edad de oro del capitalismo. Al “avivarse”, los productores y exportadores de petróleo encontraron en la guerra de Yom Kipur contra Israel el pretexto ideal para interrumpir primero la exportación y luego para hacer escalar los precios internacionales del crudo, modificando para siempre el sistema-mundo.

La edad de oro del capitalismo occidental es esa etapa de la historia que va desde el fin de la II Guerra Mundial hasta, precisamente, la crisis del petróleo de 1973. Es casi un cuarto de siglo en el que los países industrializados lograron una expansión económica sin precedentes en toda la modernidad industrial a base de un derroche de energía obtenida de los combustibles fósiles. Con la generalización del motor a combustión interna, Occidente logró ese “milagro” económico y lo materializó socialmente en un Estado de bienestar cuyos fundamentos se encontraban en la teoría del economista británico John Maynard Keynes. Estado de bienestar social, keynesianismo, industria y pleno empleo, he ahí la fórmula exitosa de lo que los franceses particularmente llamaron “los treinta años gloriosos”. Todo eso habría de terminar con la crisis del petróleo de 1973, abriéndose en lo sucesivo una nueva etapa para la humanidad.

Sin la abundancia energética de la que los países industrializados de Occidente se habían vuelto dependientes, dichos países optaron por desmantelar sus Estados de bienestar social prescindiendo del keynesianismo como relato dominante, esto es, optaron por pasar de una narrativa de expansión económica prácticamente indefinida a la administración de la escasez que es la propia definición dura de economía. Para hacerlo necesitaron de una teoría nueva y la fueron a buscar en la famosa Escuela de Chicago. Allí estaban los intelectuales orgánicos en cuyo pensamiento económico predominaba el libre mercado ya conocido, pero ahora con una mínima intervención estatal en la organización de la sociedad. De un esquema dirigido por el Estado en el que se reinvertía en lo social la riqueza generada por la acelerada industrialización se pasó a otro esquema, uno en el que el Estado directamente se retiraba de la escena dejándole el protagonismo a un mercado que prometía ordenarlo todo con su “mano invisible”. Ese esquema se llamó neoliberalismo.

Imagen de la escasez en un país industrializado, el milagro de la crisis del petróleo. Largas colas en las estaciones de servicio para cargar combustible en los Estados Unidos, potencia global cuya economía era entonces y sigue siendo hoy muy dependiente de los combustibles fósiles. La crisis del petróleo impactó tan profundamente en Occidente que modificó para siempre su matriz productiva, extendiendo el certificado de defunción al modelo keynesiano de Estado de bienestar social y dejando la mesa servida para el neoliberalismo.

Entonces la crisis del petróleo que los países de la Organización de Productores y Exportadores (OPEP) generaron para subvertir las reglas de un juego en el que esos países eran perdedores terminó resultando en el triunfo de una teoría económica neoliberal, así es la vida. En el fondo, los miembros de la OPEP solo querían que se les pagara un precio más justo por un recurso natural que en casi todos los casos era el único que tenían, no querían seguir financiando con su propia pobreza la riqueza de otros. Lo que quizá nadie pudo prever entonces es que esa sublevación iba a decretar la muerte del keynesianismo en Occidente y que seis o siete años más tarde al advenir los Ronald Reagan y las Margaret Thatcher montados sobre el neoliberalismo para arrasar las consecuencias de eso serían tan nefastas para el conjunto de la humanidad. La relación causal entre crisis del petróleo y neoliberalismo es muy clara, por lo tanto, aunque desde luego lo es con el diario del lunes.

En esos días la intelectualidad orgánica del poder decía que el esquema de Estado de bienestar social del keynesianismo había fracasado no por las vicisitudes de la geopolítica ni por haberse hecho dependiente de una fuente de energía insegura, sino por haberse encontrado con sus propios límites ideológicos. En la opinión de los neoliberales de la Escuela de Chicago en los años 1970 el keynesianismo era una falsificación del liberalismo que se hacía con el objetivo de aparecer como alternativa viable al socialismo oriental, el que por su parte amenazaba con avanzar desde la Unión Soviética. Para no perder a las masas populares en manos de los comunistas en ese avance, las potencias de Occidente optaron estratégicamente por el establecimiento del Estado de bienestar social y eso —en la opinión ortodoxa de los neoliberales— no podía durar. Lo único duradero para los intelectuales de la Escuela de Chicago era el libre mercado pleno, el liberalismo. Y había que restaurarlo para lograr esa plenitud.

En una edición de diciembre de 1969 la Revista Time se preguntaba si habría una recesión, hablaba de la década de los 1970 que estaba por empezar como un tránsito entre la violencia y los “nuevos valores” y promocionaba a Milton Friedman, uno de los padres del neoliberalismo que iba a triunfar. Los medios ya sabían del agotamiento del modelo keynesiano y empezaban a construir una nueva narrativa. Casi cuatro años después de esto llegaría la crisis del petróleo y el relato mediático construido se materializaría en la realidad con el desmantelamiento del Estado de bienestar social y el triunfo de la teoría de Friedman. Visto en retrospectiva, el relato mediático siempre es una cosa muy cristalina.

El asunto es que el neoliberalismo, hoy lo sabemos, nada tiene que ver con el liberalismo clásico que animó los sueños de los revolucionarios en Francia e Inglaterra entre los siglos XVII y XVIII y luego impulsó la revolución moderna de la industria en su paso triunfal al garantizarse la seguridad jurídica de la propiedad privada por el Estado burgués decimonónico. Como se sabe, más allá de garantizar el derecho a la propiedad privada que posibilitó todas las inversiones y la propia revolución industrial, el liberalismo triunfante creó también el Estado moderno para instrumentar esa garantía. Eso significa que no existe ninguna contradicción entre Estado y liberalismo, sino más bien todo lo contrario: el liberalismo solo existe con fuerte intervención estatal para organizar la sociedad asegurando aquello que en la premodernidad no estaba seguro. El neoliberalismo empieza así muy mal y precariamente su reivindicación del liberalismo, en el que afirma inspirarse.

Pero hay más, hay mucho más. De acuerdo con el credo liberal clásico, un libre mercado ideal solo puede existir en la práctica si además existe la libre competencia, cosa naturalmente incompatible con los monopolios. Lo que en la teoría liberal se vende como un equilibrio natural por la ley de oferta y demanda solo podría ser posible en un contexto de competencia leal entre productores que buscan optimizar la producción para reducir los costos y luego los precios finales al consumidor, por lógica. Pero he aquí que, con sus desregulaciones y privatizaciones, que están en el núcleo de su programa político, el neoliberalismo debilita la autoridad del Estado hasta que este se vuelve inútil para impedir la formación de los monopolios. Deja de existir la libre competencia y el mercado lógicamente deja de ser libre, pasando a ser controlado por corporaciones muy poco interesadas en el equilibrio social. El “Estado mínimo” de los neoliberales es, en una palabra, lo radicalmente opuesto al Estado moderno con el que los liberales alguna vez prometieron resolver la problemática social.

Pieza publicitaria del liberalismo clásico que fue la gloria de los Estados Unidos desde mediados del siglo XIX en adelante. Un Estado fuerte y activo en la represión a los monopolios y en garantizar la libre competencia. El neoliberalismo se presentó más tarde como eso mismo, como un “nuevo liberalismo”, aunque en realidad vino a destruir las bases del liberalismo clásico al que afirmaba reivindicar. Al socavar la autoridad estatal, el neoliberalismo favoreció la formación de monopolios y destruyó el libre mercado. Bien observada la cosa, el neoliberalismo despojado de su perorata ideológica es profundamente antiliberal.

La conclusión está a la vista, es lo que ningún neoliberal está dispuesto a admitir y es la siguiente: el neoliberalismo es antiliberalismo a secas, es más antiliberal que cualquier socialismo utópico o real. Al exacerbar hasta el infinito las premisas originales del liberalismo, el neoliberalismo termina por destruir el objeto de su inspiración o al menos la teoría de la que pretende ser un aggiornamento. El neoliberalismo se presenta así, como la actualización posmoderna del liberalismo clásico, pero no es nada de eso. Despojado de sus declamaciones ideológicas, el neoliberalismo aparece desnudo como la propia restauración de la monarquía absoluta premoderna que el liberalismo supo derrotar políticamente a partir de 1789 en Francia, pero reemplazando las cabezas coronadas de los monarcas hereditarios por las cabezas igualmente coronadas de los accionistas anónimos de las corporaciones monopólicas. El neoliberalismo es antiliberal porque impone el despotismo de monarquías absolutas exactamente iguales a las que la burguesía liberal había derrotado en el campo de batalla.

Algo parecido ocurre con los llamados neonazis, que se presentan como los nazis, pero “aggiornados”. Una rápida observación sobre el discurso y la praxis del neonazismo tanto en Europa como en América del Norte, que es donde parece manifestarse de tiempos en tiempos, dará como resultado la reivindicación de tan solo dos aspectos del nazismo hitleriano: el odio racial y el militarismo extremo. Los neonazis solo hablan de eso y solo quieren eso mismo, prescindiendo de todo el proyecto político de Estado corporativo que el nacionalsocialismo original tenía. Y lo curioso (o quizá no tanto, por lo que veremos a continuación) es que el militarismo extremo y sobre todo el odio racial son dos aspectos no centrales del nacionalsocialismo como programa político, siendo este último además muy tardío. El señalamiento y la persecución en el III Reich a los judíos y a las minorías de un modo general solo aparecen cuando el hitlerismo empieza a agotarse y a volverse incapaz de solucionar los problemas del pueblo-nación alemán.

Un neonazi en los Estados Unidos, que es donde por lo general suelen proliferar estos grupos en la actualidad. Los neonazis estadounidenses se movilizan alrededor del odio racial en la supremacía blanca que militan, normalmente violentamente. Y a eso se limitan: ningún neonazi tiene conocimiento del proyecto político nacionalsocialista de Estado corporativo y tampoco mucho interés en tenerlo. Lo único que realmente hacen los neonazis tanto en los Estados Unidos como en Europa es reafirmar los aspectos de intolerancia racial y de militarismo extremo por los que el nacionalsocialismo terminó desterrado de la política. El neo, una vez más, es el propio anti.

El odio racial surge en el hitlerismo como un artilugio para desviar el foco de las falencias económicas del régimen nacionalsocialista y, no obstante, los llamados neonazis ponen el acento justo ahí y no en el programa político del nazismo, que era una cosa más bien sofisticada. El neonazi se presenta como la continuidad o el sucesor del nazi, pero en realidad no continúa ni sucede nada. Lo que el neonazi hace es exaltar lo que ocasionó la ruina del proyecto político nacionalsocialista como si eso fuera lo central. Al caer derrotado Hitler a manos de los soviéticos y al descubrirse posteriormente evidencias de sus atrocidades en los campos de concentración el nacionalsocialismo hitleriano quedó proscripto de la política por las siguientes varias décadas, razón por la que es fácil concluir que, de no haber cometido sus dirigentes dichas atrocidades contra la dignidad humana, el proyecto político de Estado corporativo del nacionalsocialismo seguiría siendo argumentable de cara al futuro, aun habiendo perdido la guerra.

Pero la aberración de los campos de concentración fue descubierta y muy abundantemente documentada para prohibir tajantemente la exposición del proyecto político nacionalsocialista en lo sucesivo, que era exactamente el objetivo tanto del liberalismo occidental como del socialismo oriental, era lo que ambos querían cuando se aliaron contra natura para derrotar en la II Guerra Mundial al tercero en discordia. ¿Qué se supone debería hacer un neonazi auténtico frente a esa vergonzosa debacle? Pues empezar pidiendo perdón por las atrocidades, por los crímenes de lesa humanidad y por toda la barbarie del genocidio asegurando haber aprendido la lección histórica. Y, acto seguido, pasar a la argumentación del proyecto político propio que quedó trunco. Pero no, el neonazi no hace eso. Hace todo lo opuesto, grita la reivindicación de la barbarie y así reafirma la proscripción de las premisas políticas anteriores al genocidio. El Estado corporativo puede gustar o no, pero es un proyecto político como cualquier otro, aunque no puede exponer hoy públicamente sus razones al estar fuertemente asociado a un horror que los neonazis insisten en reivindicar.

Familias de origen japonés son trasladadas a los campos de concentración en los Estados Unidos durante la II Guerra Mundial. Inteligentemente, los estadounidenses hacen denodados esfuerzos por invisibilizar esta vergonzosa página de su historia y lo mismo hicieron los soviéticos con los gulags estalinistas. Los únicos que reivindican el horror de los campos de concentración hitlerianos son los neonazis. ¿Qué clase de militancia es la que pone el acento sobre los errores y los crímenes de un proyecto político para reforzar la proscripción de sus premisas ideológicas discutibles?

Como se ve, al igual que el neoliberal, el neonazi es profundamente antinazi, es más antinazi que el más liberal de los liberales y el más comunista de los comunistas que combatieron a los nazis. De hecho, hay quienes afirman que en realidad los neonazis son una creación del propio liberalismo occidental para mantener fresca la memoria del holocausto en la conciencia de las mayorías, sobre todo en Europa y en los Estados Unidos. Es probable que eso sea así, porque de otro modo se hace muy difícil explicar la estupidez de quienes salen a la calle a manifestarse con símbolos y consignas que remiten a un genocidio masivo. Nunca se ve la reivindicación de un comunista a los gulags estalinistas y tampoco a un liberal yanqui ponderando los campos de concentración para japoneses que hubo en los Estados Unidos durante la guerra, tanto el comunista como el liberal evitan inteligentemente hablar de sus propios crímenes de lesa humanidad. Lo que sí suelen verse son neonazis proponiendo la reedición del holocausto. ¿Tan estúpidos serán todos ellos que ninguno se da cuenta de lo que hacen al hacerlo?

Es improbable que eso sea así. Por lógica, lo más probable es que se aplique aquí la regla general y el neonazi esté para el nazi exactamente como está el neoliberal para el liberal: como un anti. Y lo que a primera vista parecería ser una enorme contradicción termina revelándose como la obviedad ululante que, sin embargo, permanece oculta, la de que todo neo es anti. Si se observa fríamente lo que ocurre con las ideologías, las doctrinas y los programas políticos de un determinado tiempo que luego de agotarse se “aggiornan” o se “actualizan” en manos de individuos temporalmente posteriores al triunfo de esas ideas, lo que se verá en todos los casos es la actuación patética de esos “renovadores” en sus supuestos intentos de restauración de la causa en cuestión. En una palabra, cada vez que aparece en la escena política un neo el resultado invariablemente es una caricatura grotesca del objeto “actualizado” hasta el punto de desdibujarse totalmente dicho objeto.

“Producción y trabajo con justicia social”, “revolución productiva”, “salariazo” y las demás consignas profundamente peronistas con las que Carlos Menem ganó las elecciones de 1989 fueron rápidamente olvidadas al imponerse la hegemonía unipolar de los Estados Unidos con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética. El neoliberalismo hizo su entrismo en el gobierno de Menem y ese fue un neoperonismo por derecha: se ocultó la doctrina peronista y se hizo cualquier otra cosa —privatizaciones, desregulaciones, omisión estatal frente al avance de las corporaciones, etc.— bajo los símbolos del peronismo.

Todo eso se aplica lógicamente a cualquier neo, incluso a los que no tienen el valor de presentarse abiertamente como tales y hacen una reivindicación falsa y deshonesta de la ideología, doctrina o proyecto político al que dicen querer “actualizar” calcando sus símbolos hasta los títulos sin actualizarlos. No existe, por ejemplo, en la política argentina nadie llamándose “neoperonista”, tal cosa en teoría no existe. Pero ahí están los que en el presente se hacen llamar “peronistas” a secas y en su actuación reproducen no obstante la totalidad del comportamiento del neo al hacer del objeto reivindicado una caricatura irreconocible. No hay, véase bien, ningún neoperonismo formal y aun así el “peronismo” actual es prácticamente en todo un neoperonismo. Nadie quiere asumir el título, pero casi todos son plenos merecedores de ostentarlo.

El neoperonismo es un hecho de la posmodernidad inmediatamente posterior a la muerte del General Perón, aunque claramente visible a partir de fines de los años 1980 y principios de los 1990. En esos días, al calor del Consenso de Washington que empezaba a imponerse en la hegemonía unipolar estadounidense resultante de la disolución del bloque socialista en el Este, el neoperonismo menemista instaló por primera vez la necesidad de la “actualización” doctrinaria del peronismo para hacer entrar premisas del neoliberalismo que entonces era dominante. Para cumplir con el mandato del poder fáctico que exigía privatizaciones y desregulaciones inexistentes en el programa político del peronismo, Menem impuso la “actualización” de la doctrina peronista, la importancia del “aggiornamento”. Y así fue usado el peronismo en los años 1990 para llevar a cabo un proyecto político ajeno y directamente enemigo de su doctrina. El peronismo, como se sabe, no es liberal y mucho menos neoliberal. Puede privatizar, pero de ninguna manera desregular la economía atándole las manos al Estado.

Domingo Cavallo, el máximo exponente del neoperonismo cuyas recetas neoliberales armaron una bomba. Por suerte —desde el punto de vista de los peronistas— dicha bomba habría de estallar entre las manos de un presidente radical y el peronismo saldría relativamente indemne del trance y el neoperonismo por derecha no lograría su objetivo: la destrucción del peronismo mediante el uso deshonesto de sus símbolos.

Entonces el neoperonismo menemista fue profundamente antiperonista en los años 1990 al debilitar la autoridad del Estado favoreciendo la formación de monopolios en la economía y llevando el desamparo a los hogares de los argentinos más vulnerables. La “actualización” doctrinaria del menemismo fue a todas luces un ocultamiento de la doctrina peronista con el objetivo de utilizar los símbolos del movimiento para hacer cualquier otra cosa no prevista en esa doctrina. Claro que el peronismo habría de sobrevivir a ese neo advenido pues las consecuencias del neoperonismo menemista habrían de verse recién durante un gobierno posterior, el de Fernando de la Rúa, a quien la bomba de la convertibilidad de la moneda nacional con el dólar, el enajenamiento del patrimonio del pueblo y el desamparo de las familias le explotaría entre las manos. Puede decirse que el neoperonismo menemista fue un antiperonismo por derecha, aunque no logró destruir al peronismo en esa ocasión.

El neoperonismo habría de volver con sus propuestas de “actualización” doctrinaria más tarde, esta vez por izquierda. En tiempos recientes el peronismo fue penetrado y ocupado por el progresismo —el que a su vez es claramente el neocomunismo de los arrepentidos y los huérfanos de la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS—, fue despojado nuevamente de su doctrina en otro proceso de “aggiornamento” deshonesto. El llamado progresismo gritó que ya no estábamos en 1946, que el mundo había cambiado y que, por lo tanto, hacía falta “aggiornar” la doctrina peronista. La pusilanimidad de una dirigencia ya posmoderna y acostumbrada desde los años 1990 a ser objeto del entrismo dejó hacer, creyó que esa era la fórmula para subsistir en la política y finalmente se subió al discurso de este segundo neoperonismo reproduciendo las categorías progresistas como si se tratara de una actualización de la doctrina peronista. Y así por segunda vez el “peronismo” pasó a representar lo opuesto a lo que está prescrito en su doctrina.

El uso de las categorías del peronismo como la justicia social en la promoción de causas muy asociadas a la izquierda, como la del aborto, el feminismo y la ideología de género, las que además se contradicen con los fundamentos de la doctrina peronista expresadas tanto por Juan Perón como por Eva Duarte. Es el error de los años 1990, pero en espejo: un giro brusco hacia uno de los extremos ideológicos y la respectiva división de la sociedad alrededor de esas controversias. Ahí también se usó al peronismo para destruir la comunidad organizada y en buena medida el éxito se logró.

Esos progresistas neoperonistas hicieron entrar todo el discurso y toda la praxis comunistoide del exceso de intervención estatal, del asistencialismo social como sucedáneo de la producción y el trabajo y del pobrismo, que es un reemplazo del sujeto histórico: si los destinatarios del discurso peronista original habían sido el trabajador y el pueblo-nación en su conjunto, para el neoperonismo de izquierda esos sujetos pasaron a ser los pobres e incluso las minorías oprimidas según criterios de moral sexual, racial o religiosa. Entre una exaltación del pobre que el peronismo original siempre evitó y la exaltación de minorías económicamente acomodadas con problemas más bien personales el neoperonismo progresista abandonó paulatinamente al trabajador y al pueblo-nación hasta negar del todo esas categorías. Ahora el “peronismo” en la percepción de los argentinos es una cosa de izquierda, es un socialismo posmoderno que mezcla pobrismo con ideología de género en un revoltijo ideológico loco, no representativo de los intereses permanentes de las mayorías populares.

Al igual que durante el neoperonismo menemista, pero ahora en espejo, el neoperonismo progresista se va a uno de los extremos y se convierte en una negación de la doctrina peronista. Como se sabe, al ser naturalmente una doctrina de tercera posición, el peronismo propone la equidistancia respecto a la derecha, a la izquierda y también al centro, está por encima de todo eso negando el ordenamiento horizontal de la política heredado de la revolución burguesa de Francia. El peronismo impone un ordenamiento político vertical donde la contradicción está entre el pueblo-nación en su conjunto y las élites dominantes —la oligarquía y la sinarquía internacional, en las categorías propuestas por el General Perón—, está entre los de abajo y los de arriba. No hay derecha, no hay izquierda ni hay centro. Para el peronismo doctrinario solo hay dominantes a combatir y hay subalternos a los que representar en la lucha por el poder en el Estado que es la política.

Imagen de un cartonero con un ejemplar de ‘La razón de mi vida’ que fue alegremente publicada en las redes sociales por neoperonistas como Artemio López. Sutilmente, entristas como López imponen una nueva semiología: el peronismo que antes solía asociarse con la imagen de un obrero fornido, bien alimentado y orgullosamente parado ahora se asocia con la de un cartonero escuálido, precarizado y tirado en la vereda. Y así se representa simbólicamente un cambio en el que el pobre reemplaza al trabajador como sujeto histórico, o el peronismo transformándose por el neoperonismo en un vulgar pobrismo. Neoperonistas como Artemio López y otros provocadores tienen hoy la patente para hablar en nombre del peronismo ante el sentido común y estos son los resultados.

El neoperonismo simplemente hace caso omiso de la doctrina, dice querer “actualizarla” y en realidad lo que hace es suprimirla, reemplazarla por otra cosa cuyos argumentos son además contradictorios respecto a dicha doctrina. Como el resultado práctico del neoperonismo por derecha fue el gobierno neoliberal de Carlos Menem en los años 1990, el resultado actual del neoperonismo por izquierda es el gobierno del Frente de Todos, el que con el revoltijo ideológico loco de pobrismo e ideología de género destruye la economía nacional, destruye las economías familiares, pone de rodillas al pueblo-nación y finalmente grita que la culpa la tiene la derecha, con lo que se pone automática, discursiva y abiertamente a la izquierda. Y ahí queda todo dicho: el neoperonismo progresista es de izquierda, es neo y es anti. Es antiperonista en su discurso y en su praxis. Una dirigencia pusilánime más preocupada por su propia supervivencia lo acepta y la militancia sin apego por la doctrina también, dando como resultado un neoperonismo que ya nació muerto y fracasa estrepitosamente arrastrando en su rodada, por supuesto, al peronismo.

El que se da cuenta de todo, como siempre, es el pueblo-nación argentino. Viendo otra vez la destrucción neoperonista y no sintiéndose representada por eso, la mayoría popular le da la espalda al “peronismo” puesto que no comprende la maniobra ni podría comprenderla, no se dedica a hacerlo. El pueblo-nación señala como responsable por la debacle al peronismo a secas, eso es lo que ve porque los neoperonistas se presentan así. Alberto Fernández dice que es peronista, el Frente de Todos no aclara que es eso mismo, un frente dominado por los progresistas de izquierda. Todo se hace con la chequera de Perón y será el peronismo el que pague esos cheques cuando los vengan a cobrar. Y es justo, nadie podrá quejarse de nada. Si el peronismo en su momento no supo defender su doctrina parándose de manos frente al entrismo primero por derecha y luego por izquierda, si no pudo o no quiso seguir representando los intereses permanentes de las mayorías populares trabajadoras y medias, entonces debe afrontar todas las consecuencias de los dislates impuestos por diestros y zurdos con el nombre de Perón como bandera.

Los afiches del peronismo original son la antítesis de la imagen vendida por los neoperonistas pobristas por izquierda en la actualidad. El obrero o trabajador, sujeto histórico del peronismo, no es pobre ni está cerca de serlo, sino que está dignificado precisamente porque ese es el objetivo del proyecto político. El neoperonismo de los 1990 reemplazó al trabajador por el cuentapropista y el neoperonismo de la actualidad lo reemplaza por el precarizado. Por derecha o por izquierda, como se ve, siempre se trata de romper y destruir lo que funciona para que deje de funcionar.

El peronismo supo en los 1990 salir relativamente indemne de la experiencia neoperonista de Carlos Menem porque la bomba les explotó a otros, pero ahora parece que no va a ser así. Al parecer, esta vez no habrá un Fernando de la Rúa al que pasarle la posta antes del estallido y el actual neoperonismo no podrá retirarse antes de la catástrofe, que ya es presente. Esta vez el peronismo probablemente va a quedarse bien pegado con el desastre del gobierno de Alberto Fernández, el hippie socialdemócrata confeso al que los peronistas dejaron hacer y permitieron llamarse “peronista”. Los peronistas que toleraron eso sin alzar su voz contra la usurpación son cómplices y no víctimas, tanto los dirigentes que colaboraron con el neo/anti como los militantes que se dejaron engañar y callaron cuando a mediados del 2020 ya había quedado claro que el Frente de Todos iba a destruir al país. Todos son cómplices, nadie podrá llorar por la destrucción de lo que ninguno supo, pudo o quiso defender.

A los demás peronistas les corresponderán las tareas de reconstrucción en el tiempo, con paciencia, con el estoicismo que caracterizó a los cristianos de las catacumbas en otro tiempo. Pasarán muchos años hasta que el peronismo se rehabilite desvinculándose de las catástrofes de su neo. Quizá convenga, en el ínterin, ir pensando en una actualización puntual a la doctrina, pero no para modificarla sino para agregarle un aprendizaje. Tal vez sea conveniente dejar escrito por allí, en alguna parte, la siguiente verdad universal: “Todo lo que funciona ya es perfecto en sí y no necesita actualizarse. El aggiornamento normalmente es entrismo y es golpe”. No vaya a ser cosa que después de su redención el peronismo vuelva a caer en la misma trampa por tercera vez.


Este es un adelanto de la 63ª. edición de nuestra Revista Hegemonía. Para suscribirse, acceder a todos los contenidos de la actual edición y todas las anteriores y apoyar La Batalla Cultural para que sigamos publicando de manera independiente, sin pautas oficiales ni ningún condicionamiento por parte del poder político o del poder fáctico, haga clic en el banner abajo y mire el video explicativo. Nosotros existimos porque Ud., atento lector, existe.

No puedes copiar el contenido de esta página

Scroll al inicio
Logo web hegemonia

Inicie sesión para acceder al contenido exclusivo de la Revista Hegemonía

¿No tiene una cuenta?
Suscribase aquí

¿Olvidó su contraseña?
Recupérela aquí.

¿Su cuenta ha sido desactivada?
Comuníquese con nosotros.