Paradigma y anomalías de la insubordinación global

La enorme complejidad del escenario geopolítico requiere del uso de categorías que no necesariamente pertenecen a la política para una mejor comprensión de la realidad. Esta es la utilidad de la teoría del paradigma, de las anomalías y de la revolución que Thomas Kuhn elaboró a principios de los años 1960 para describir los cambios en el pensamiento científico. Aplicada a la observación del estado actual de la lucha por un nuevo ordenamiento mundial, la hipótesis de Kuhn permite contemplar en su justa medida el tiempo de cambios del presente, en el que la hegemonía unipolar de Occidente liderada por los Estados Unidos está a punto de quebrar y de abrir el camino para un orden mundial totalmente nuevo. Las anomalías son innumerables y el paradigma establecido tras la II Guerra Mundial agoniza, si es que ya no está muerto.
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Thomas Kuhn fue un sujeto modesto que jamás pretendió explicar la política en todos sus niveles, aunque lo hizo. Intentando dar con una hipótesis para explicar cómo cambia la ciencia de tiempos en tiempos, Kuhn publicó en 1962 La estructura de las revoluciones científicas, el tercero de los seis libros que escribió y su obra cumbre, la que finalmente sería un divisor de aguas en la epistemología y en la ciencia universal de un modo general. En este libro Kuhn explica, en una síntesis quizá demasiado apretada por esta parte, cómo en un determinado momento del desarrollo del conocimiento humano las anomalías contra el paradigma que es la ciencia normal o dominante son demasiadas a punto de que el propio paradigma se vuelve insuficiente y se produce una revolución científica, echando abajo al paradigma y estableciendo uno nuevo.

El atento lector que antes de llegar a este texto haya tenido el privilegio de acceder a la educación universitaria estará ciertamente familiarizado con todo esto que parecería ser un enmarañado de categorías, pero también el no iniciado será capaz de comprender la hipótesis de Kuhn si se la traslada a la política en sus distintos niveles, desde la política local hasta la geopolítica. Los conceptos de paradigma, anomalía y revolución sirven para explicar la naturaleza cíclica de la lucha por el poder en el Estado etapa por etapa, aunque Kuhn no quiso decir nada de ello. Sin quererlo, este científico estadounidense produjo lo que hoy es un legado de gran utilidad para quienes queremos comprender la realidad más allá del mundillo sectario de la ciencia.

Esa comprensión de la realidad es la observación de la historia con el fin de encontrar en ella el perpetuo movimiento dialéctico que va desde la estabilidad, pasa por la crisis y llega a la revolución, dando como resultado una nueva etapa de estabilidad sistémica para que el ciclo se renueve y el movimiento dialéctico vuelva a empezar. Bien mirada la cosa, se trata en el fondo de un asunto hegeliano allí donde el paradigma es la tesis, son las ideas dominantes de un momento, las anomalías son la antítesis y la revolución es, por supuesto, la síntesis cuyo resultado es una nueva tesis, un paradigma nuevo para un nuevo momento histórico. Comprender este movimiento dialéctico es clave para entender asimismo adónde marcha el mundo hoy.

Thomas Kuhn fue un científico y filósofo de la ciencia estadounidense que nunca quiso analizar la política, limitándose a formular una hipótesis sobre cómo cambia el objeto de sus estudios. Pero la extrapolación de Kuhn a la política en todos sus niveles es una verdadera obviedad allí donde el movimiento dialéctico que describe en su hipótesis sobre los paradigmas, las anomalías y las revoluciones explica a la perfección la lucha por el poder en el Estado entre las distintas ideologías y proyectos políticos, desde el cabotaje hasta ese gran concierto de las naciones que es la geopolítica.

Obsérvese que en términos de política internacional o de lo que llamamos el “concierto de las naciones” el paradigma actual es el que se estableció como tesis al finalizar la II Guerra Mundial, el mundo hoy es el resultado de cómo se resolvió ese conflicto. Al elevarse al lugar de superpotencias los Estados Unidos y la Unión Soviética lo que se estableció como paradigma después de la última gran guerra a escala mundial fue un ordenamiento geopolítico de tipo bipolar, aunque falsamente bipolar. La Unión Soviética tardó unos cinco años en desarrollar su bomba atómica y en ese periodo que va de 1944 a 1949 los Estados Unidos impusieron todo el ordenamiento jurídico del mundo mientras los soviéticos protestaban, pues habían ganado la guerra y creían tener derechos, aunque sin poder hacer nada al respecto.

Entonces en la realidad fáctica el ordenamiento político global resultante de la II Guerra Mundial fue un orden unipolar desde el vamos y lo solemos llamar “bipolar” un poco por inercia, por creer que durante la Guerra Fría inmediatamente posterior a la caída de Berlín los soviéticos fueron rivales para los yanquis. Efectivamente lo fueron en el plano de lo militar e incluso les impusieron a los Estados Unidos duras derrotas en la carrera espacial, que es la expresión máxima del desarrollo tecnológico en el siglo XX. Pero la verdad es que los estadounidenses ya tenían toda la vaca atada en el plano de lo jurídico, razón por la que la Guerra Fría iba a resolverse en 1991 de un modo favorable a los Estados Unidos con la disolución del campo socialista en el Este, la descomposición de la propia Unión Soviética.

La vaca estaba bien atada porque entre 1944 y 1949 los yanquis emplearon la amenaza de un ataque nuclear que solo ellos eran capaces de hacer —y en efecto lo llevaron a cabo dos veces en Japón, para demostrarlo, ya en 1945— para imponer lo que hasta el día de hoy son las instituciones de gobernanza global: las Naciones Unidas (ONU), el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (estos dos últimos nacidos de los acuerdos de Bretton Woods en 1944 y que debieron ser aceptados sin chistar por los soviéticos después de Hiroshima y Nagasaki), el Plan Marshall de reconstrucción y posterior colonización de Europa y, en fin, todo el entramado jurídico internacional que se estableció como paradigma después de la II Guerra Mundial y dura hasta los días de hoy.

Después de que los soviéticos pusieran literalmente el cuerpo para ganar la II Guerra Mundial, Franklin Roosevelt y José Stalin se reunieron en Yalta para determinar el nuevo reparto del mundo, con Winston Churchill invitado por la cortesía de ambos puesto que aquella ya era una conversación entre superpotencias emergentes en la que Gran Bretaña ya no debió participar. Lamentablemente para el mundo el gran Roosevelt vendría a fallecer el 12 de abril de 1945, exactos dos meses después de finalizadas las conversaciones en Yalta. Harry Truman habría de sucederlo traicionando todo lo negociado por Roosevelt con Stalin y poniéndole al soviético una formidable arma en la sien: las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. El reparto del mundo iba a ser al gusto de los yanquis, sin cuidado de que los soviéticos habían logrado el triunfo en el campo de batalla.

Entonces ahí tenemos el paradigma, el que desde 1949 tuvo como anomalía única la oposición de los soviéticos al desarrollar finalmente Stalin su bomba nuclear, la RDS-1, una bomba de plutonio más potente que las de Hiroshima y Nagasaki. Empezaba la Guerra Fría propiamente dicha, pero ya era tarde: con la RDS-1 Stalin logró como mucho establecer un empate hegemónico, una situación de tablas, pero el ordenamiento jurídico del mundo ya estaba puesto en su debido lugar y así habría de quedar con los yanquis “cortando el bacalao” en la práctica. La lucha por la dominación global ya no iba a darse en enfrentamientos militares directos entre potencias, sino en guerras proxy o localizadas (Vietnam, Corea, Angola, Mozambique, los golpes de Estado en América del Sur y Central, etc.), en el uso del espionaje y fundamentalmente en el ámbito de esos instrumentos legales de hegemonía que son las instituciones.

El paradigma había quedado establecido por los Estados Unidos y la prueba de ello fue la colonización de Europa por parte de Washington con el Plan Marshall, a la que los soviéticos no pudieron resistir y debieron aceptar, en consecuencia, la partición. Los yanquis se quedaron con Europa occidental y la URSS debió encerrarse tras la “cortina de hierro” con los países al Este de Berlín, que evidentemente tenían poco desarrollo industrial al compararse con Gran Bretaña, Francia y Alemania Occidental. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), otra institución nacida de la pax nuclear estadounidense, en 1949, iba a instalarse en esos países desarrollados para garantizar su fidelidad a los intereses de Washington. Esto último también ocurre hasta los días de hoy y más aún con la expansión de la OTAN hacia el Este después de la disolución de la URSS en 1991.

El Enola Gay, avión bombardero Boeing B-29 clase Superfortress, cuya tripulación iba a dejar marcados los dedos en el genocidio nuclear contra el pueblo-nación japonés en Hiroshima apenas semanas después de esta fotografía tomada en la base de Utah. El Enola Gay se convertía así en el primer avión en lanzar una bomba atómica. Triste récord.

La Unión Soviética con su bomba nuclear y su enorme desarrollo tecnológico fue la anomalía entonces al paradigma del liberalismo occidental, aunque siempre insuficiente para hacer crisis en ese paradigma. La Guerra Fría fue, en el fondo, una farsa mediante la que los soviéticos intentaron maquillar la hegemonía unipolar de los Estados Unidos mediante la amenaza de tirar tiros e incluso de extinguir a la humanidad con la guerra nuclear. Nada de eso fue cierto pues a nadie le conviene un evento de extinción en el que los perpetradores también caigan en la volteada, matar y suicidarse no es una variable de cálculo de la geopolítica. Occidente tuvo la hegemonía unipolar desde 1945, esa hegemonía fue consagrada en 1991 y dura hasta hoy sin que Oriente pueda hacer mucho más al respecto que masticar bronca.

¿Por qué? Porque la hegemonía occidental liderada por los Estados Unidos es un paradigma y un paradigma no cae mientras las anomalías en su contra no sean suficientes para que el sistema haga crisis. Así lo explicaría Kuhn si Kuhn hubiera querido hablar de política al publicar La estructura de las revoluciones científicas. Kuhn debe ser extrapolado, por lo tanto, debemos hacerlo hablar para que diga lo siguiente: si en la metáfora política de la ciencia la hegemonía unipolar de Occidente fuera un paradigma, sería necesaria una revolución en su contra para que el paradigma caiga y pueda crearse un paradigma nuevo sobre sus ruinas. Pero esa revolución solo podría tener lugar cuando las anomalías sean demasiadas y el paradigma no tenga la capacidad operativa de dar respuestas a ellas.

Eso jamás ocurrió desde 1945 al día de la fecha, ni aún durante los momentos más álgidos de la Guerra Fría. Oriente y las demás regiones subalternas nunca pudieron generar las anomalías en cantidad suficiente como para que el paradigma del liberalismo occidental se viera desbordado por ellas e hiciera crisis, razón por la que ese paradigma sigue estando vigente hasta el presente. La ideología liberal de Occidente sigue siendo la idea dominante en el mundo porque sus disidentes jamás fueron capaces de revolucionarlo con ataques coordinados contra su centro. Con mucha habilidad, las diplomacias de los países occidentales supieron siempre “dividir y reinar” introduciendo discordia entre los subalternos e impidiendo, por lo tanto, la unidad necesaria para una insubordinación.

Foto de las portadas de varios periódicos del 24 de septiembre de 1949 con la noticia explosiva —literalmente— de que la Unión Soviética había detonado una bomba atómica. “Truman dice que Rusia (sic) llevó a cabo una explosión atómica” y “Truman dice que los rojos (los soviéticos) detonaron una bomba nuclear” fueron algunos titulares de ese día, en el que Stalin puso fin al monopolio nuclear de los Estados Unidos y dio inicio práctico al empate hegemónico de la Guerra Fría.

A ocho décadas de haberse instalado el paradigma liberal de Occidente, sin embargo, empiezan a verse señales de agotamiento de esa estrategia diplomática con hechos que no se dieron ni siquiera durante la Guerra Fría, salvo quizá en el cortísimo periodo que va del triunfo de la revolución maoísta en China a la muerte de Stalin, es decir, de 1949 a 1953. En esos casi 4 años la buena relación entre Mao Zedong y el líder soviético —quienes al parecer se llevaban realmente muy bien— hizo prosperar un conato de unidad entre la Unión Soviética y una China incipiente que estaba aún muy lejos de ser lo que es hoy. Lo contrafáctico no sirve para el análisis y la biología es implacable, de modo que Stalin debía partir en algún momento a conocer a su Creador. Es inútil especular sobre lo que habría pasado si la muerte no hubiera separado a los amigos Mao y Stalin.

La separación de esos próceres del socialismo internacional resultó en la ruptura sino-soviética de 1956, esto es, en la destrucción de esa unidad oriental que era bastante promisora como anomalía contra el paradigma liberal occidental. Stalin era amigo de Mao y murió, Nikita Jrushchov no era Stalin. Más bien fue un detractor suyo y denunció desde el lugar de sucesor ante el pleno del Partido Comunista de la URSS los “crímenes de Stalin”. Entre esos “crímenes” iba a estar naturalmente la alianza con la revolución maoísta de China y si bien en un principio Jrushchov siguió cooperando con Mao, por ejemplo, en el apoyo coordinado de la URSS y China a Vietnam del Norte en la Conferencia de Ginebra, pronto el amigo Nikita iba a tirar la unidad a la marchanta, les iba a desear suerte a los chinos e iba a decretar que la URSS no tenía más nada que ver con su revolución.

Sensacional afiche de propaganda del régimen chino ubicando a Mao Zedong entre los próceres del socialismo internacional: Marx, Engels, Lenin y Stalin. La revolución maoísta ponía a China en el bloque rojo del Este, lo que fue muy bien recibido por Stalin y no así por su sucesor, Nikita Jrushchov, algunos años más tarde. La ruptura sino-soviética forzada por Jrushchov es uno de los hechos más decisivos de la historia del siglo XX, aunque poca gente lo sepa, pues garantizó la estabilidad del paradigma liberal occidental por las próximas muchas décadas.

La acción coordinada entre China y la URSS en Vietnam hubiera por cierto ocasionado una enorme anomalía al paradigma liberal occidental, pues en Vietnam Ho Chi Minh les iba a “tocar la cola” tanto a los franceses como a los yanquis. Otras anomalías de la Guerra Fría fueron la crisis de los misiles de Cuba en 1962 y la paliza que les propinó la URSS a los Estados Unidos tanto en la carrera espacial como en el deporte olímpico, puesto que ambas cosas son indicadores de desarrollo humano y social en un proyecto político, aunque nada de eso fue suficiente jamás para hacer crisis en el paradigma. Lo cierto es que en ochenta años apenas hubo amenazas a la hegemonía unipolar de los Estados Unidos, la que fue resultante de la traición de Washington a sus socios de Moscú que habían ganado la guerra en el campo de batalla.

Pero en la actualidad la estrategia diplomática del “divide y reinarás” que ha sido desde siempre intensamente explotada por Occidente respecto a sus subalternos parecería finalmente agotarse. Los signos de ese agotamiento, que se ven por todas partes con una frecuencia inusitada, pueden hablar de una crisis del paradigma liberal occidental, de la hegemonía unipolar de los Estados Unidos. Y, en consecuencia, pueden estar indicando el camino hacia la construcción de un paradigma nuevo que a su vez, al menos en la previa, se presenta como una construcción política multipolar tal vez algo similar a la que existió hasta 1914. La hegemonía unipolar está dando signos de estar resquebrajándose por primera vez desde Hiroshima y Nagasaki.

La primera y la más evidente de esas señales es la unidad bien lograda entre Xi Jinping y Vladimir Putin en términos de cooperación económica. Más allá de que Rusia y China forman desde hace años el BRICS —Rusia es la segunda y China es la cuarta letra de esa poderosa sigla—, los dos gigantes de Eurasia ya prescindieron del dólar estadounidense como moneda de intercambio en sus operaciones comerciales recíprocas. Como se sabe, entre las innumerables instituciones del ordenamiento mundial unipolar el dólar como moneda de intercambio universal es la más importante pues buena parte del poderío estadounidense descansa en su capacidad de emitir sin límites el dinero que el mundo quiere y usa para todo. El golpe a la hegemonía de los Estados Unidos en ese sentido es verdaderamente brutal porque en el acto el dólar ha dejado de ser la moneda universal de intercambio.

Xi Jinping y Vladimir Putin vienen evitando incurrir en viejos errores cometidos históricamente en la relación entre sus países. Las tensiones son muchas y es harto sabido que entre rusos y chinos hay mucha más desconfianza que afinidad, pero Xi y Putin siguen avanzando en acuerdos de cooperación que constituyen una enorme anomalía en el paradigma liberal occidental. Está claro que además continúan el proyecto de Mao y Stalin, el que fue interrumpido por la muerte de este un 5 de marzo como hoy, pero de 1953. En Washington, con mucha razón, tiemblan ante este que es un fracaso de su diplomacia.

Nadie afirma que Putin y Xi sean amigos como sí lo fueron en su día Stalin y Mao, aunque eso es irrelevante. Lo cierto es que los líderes de Rusia y de China vienen sosteniendo en el tiempo la unidad entre la primera potencia nuclear y la primera potencia económica, la unidad que la ruptura sino-soviética destruyó en 1956 mientras todavía andaba en pañales. China no es hoy lo que fue en los primeros años de la revolución maoísta, es el motor económico del mundo como consecuencia del acelerado proceso de industrialización desde el advenimiento de Deng Xiaoping en 1978. Entonces hoy, a diferencia de lo que ocurrió entre 1949 y 1956, la alianza no es entre una potencia militar de economía planificada y un gigante todavía medio bobo, es una unidad de concepción y de acción entre la primera potencia nuclear y la primera potencia económica a nivel global.

Esa tiene que ser una anomalía muy grande para el paradigma unipolar de Occidente y en efecto lo es, aunque no es la única. De haber estado siguiendo los acontecimientos desde el pasado 7 de octubre, el atento lector se verá ante una anomalía que hasta hace muy poco habría sido inimaginable en los términos propios del paradigma: la creciente oposición de la mayoría de los países a Israel, el principal socio de Occidente en Medio Oriente y el mejor amigo de los Estados Unidos en prácticamente casi todo. Al parecer, los israelíes gravitan en la política estadounidense y hasta la dominan, según la opinión de los “conspiranoicos”. Hasta hace muy poco tiempo meterse con Israel o simplemente cuestionar públicamente su proceder genocida equivalía a enemistarse muy mal con los Estados Unidos y nadie se atrevía a hacerlo.

También eso parece haber cambiado. Un país del BRICS como Sudáfrica fue directo hasta las últimas consecuencias denunciando a Israel por crímenes de lesa humanidad y genocidio en la Corte de Justicia Internacional de La Haya. De haberse animado a presentar dicha denuncia hace, digamos, tan solo un año, los sudafricanos probablemente no solo estarían sufriendo las represalias de Washington, sino que estarían ridiculizados ante la opinión pública pues los jueces de La Haya —también rehenes del paradigma— no habrían ni siquiera accedido a analizar la denuncia. Pero la Corte de Justicia Internacional aceptó analizarla, la sometió a juicio y emitió una condena contra Israel por el genocidio que está perpetrando contra el pueblo-nación palestino desde octubre del año pasado.

Mientras sus diplomáticos y juristas presentaban una denuncia contra Israel en la Corte Internacional de Justicia de La Haya, el pueblo-nación sudafricano bailaba en las calles para festejar la valentía de su gobierno. No quedan dudas de que Sudáfrica lleva a cabo la estrategia del BRICS en la cuestión, lo que no quita la grandeza de su gesto. Hasta el momento, dicho sea de paso, no se registran represalias en su contra.

Algo cambió, Israel está aislado y a punto de convertirse en un paria. Ahora todos se le animan, todos se le paran de manos. Otros gigantes del BRICS como China y Brasil ya emitieron condenas formales, siendo que este último en la figura de su presidente fue taxativo en la afirmación sin ambages de que Israel comete un genocidio en Gaza. Todo eso sin que los Estados Unidos muevan un dedo para castigar a los atrevidos y, más aún, con los Estados Unidos dudando por primera vez: el hecho de que al interior de la política estadounidense aparezcan cuestionamientos a Israel y sobre todo al apoyo históricamente acrítico de Washington a Tel Aviv es la prueba cabal de que “la bala entró”, es decir, de que la anomalía hizo crisis en el paradigma. Por primera vez en ocho décadas.

Israel también es una de las instituciones de la hegemonía occidental, pues fue impuesto por los Estados Unidos y por Gran Bretaña sobre Palestina en 1948, durante la pax nuclear posterior a Hiroshima y Nagasaki y anterior al advenimiento de la RDS-1 de Stalin. En la práctica, Israel existe para ejecutar en Medio Oriente la estrategia occidental del “divide y reinarás”, es el factor de inestabilidad regional que los yanquis necesitan para evitar la unidad de los países que tienen la gran parte de las reservas de petróleo del mundo. Israel es sagrado para los Estados Unidos y no por ningún criterio religioso, sino por criterios prácticos de economía en la geopolítica. ¿Y entonces? ¿Por qué los yanquis no defienden a ultranza a sus amigos israelíes, como supieron hacer desde 1948 a esta parte? ¿Por qué los Estados Unidos ya no afirman sin ambigüedades la legitimidad del genocidio israelí en Gaza y no castiga a los atrevidos que lo denuncian como un crimen de lesa humanidad?

Después de que sus socios sudafricanos denunciaran a Israel ante la Corte de Justicia Internacional, el popular “Lula” da Silva puso el grito en el cielo para reforzar la denuncia afirmando que Israel comete un genocidio en Gaza. Las presiones sobre “Lula” da Silva para que se retracte de sus dichos fueron inmensas, pero el brasileño no se retractó y además, días más tarde, volvió a afirmar sus conceptos públicamente con todas las palabras del caso: Israel perpetra un genocidio contra los palestinos en Gaza. “Lula” da Silva es machazo, como se dice en el barrio. Y no teme al Mossad.

Quizá porque ya no tengan el músculo para hacerlo, ahí está la cuestión. La señal de que una revolución está en curso es la incapacidad del paradigma frente a las anomalías que se multiplican en su contra, siempre en términos de Thomas Kuhn. La señal es inequívoca, basta con analizar la historia de los últimos 80 años desde la II Guerra Mundial para darse cuenta de que están pasando cosas inauditas, cosas que durante el cénit del paradigma no solo no habrían tenido lugar, sino que directamente serían inimaginables. Israel aquí es un ejemplo de señal inequívoca y también lo es la guerra que Rusia viene desplegando en territorio ucraniano desde febrero de 2022. En otro tiempo sería impensable semejante desafío de Rusia a la expansión de la OTAN en Europa.

De hecho, Rusia no opuso resistencia a ninguna de las olas expansivas de la OTAN desde 1991 a esta parte, que fueron varias y configuraron una invasión de Occidente a los países que otrora formaron parte del Pacto de Varsovia —la “OTAN soviética”— e incluso a Lituania, Letonia y Estonia, tres países que directamente fueron parte de la Unión Soviética y cuyas fronteras están a escasos kilómetros de San Petersburgo y Moscú, las dos ciudades más importantes de Rusia y donde se concentra la mayoría de la población rusa. La OTAN hizo todo eso sin reacción alguna por parte de Moscú, pero cuando la alianza militar de Occidente expresó su interés de incorporar a Ucrania saltó la térmica, como se usa decir.

A partir del golpe de Estado que derrocó al presidente Víktor Yanukóvich en 2014 e instaló en Ucrania a un gobierno títere de Occidente, las armas del país empezaron a usarse para masacrar a la minoría étnicamente rusa de la región del Dombás, o la región de la cuenca del Río Don. Durante ocho años Moscú debió permitir esa masacre contra los suyos hasta que un buen día, en febrero de 2022, Vladimir Putin lanzó su operación militar especial con el fin de terminar con esa agresión. La pregunta que se cae de madura es por qué Putin tardó ocho años en reaccionar, ocho largos años en los que cayeron por miles los rusos de Donetsk y Luhansk a manos de los sicarios del ejército ucraniano al servicio de la OTAN.

Las protestas del Euromaidán entre 2013 y 2014 fueron un evento organizado y financiado por Occidente con el fin de destituir al presidente de Ucrania Víktor Yanukóvich y que resultaron en una ciudad de Kiev prácticamente devastada. Yanukóvich finalmente renunció y fue a exiliarse a Rusia, con lo que los golpistas lograron su cometido y un gobierno títere de Occidente fue elevado al poder en el Estado para que empezara la masacre contra la minoría rusa en el Este del país. Recién después de ocho años Rusia pudo empezar a responder a esa agresión contra su pueblo-nación y ahí tenemos el origen real de la operación militar especial iniciada en febrero de 2022.

Es que las condiciones para la operación militar especial no estaban dadas antes de febrero de 2022 y eso es todo, Putin no reaccionó antes porque de hacerlo habría ocasionado en su contra represalias de las que seguramente no iba a poder soportar las consecuencias. Por lo tanto, si en 2022 Putin pudo al fin poner sus tropas en Ucrania y Putin sigue de pie, además con una economía nacional que parecería no resentirse demasiado de las sanciones aplicadas por Occidente, es porque las consecuencias de hoy ya no son tan nefastas como lo hubieran sido antes de 2022. Así de simple y objetivo, una lógica indestructible. Algo cambió a principios de esta tercera década del siglo XXI y ahora Putin puede plantarse a la OTAN en Ucrania sin que eso signifique una derrota automática para Rusia. Y si pudo hacerlo en Ucrania seguramente también lo pueda ahora en Lituania, Letonia y Estonia, que es lo que al parecer está a punto de pasar.

En el mismo sentido China puede empezar a hablar de volver a incorporar el territorio de Taiwán, la India puede serle fiel al BRICS no sumándose a las sanciones de Occidente contra Rusia e incluso un país enano como Yemen puede hundir buques de bandera occidental en el Golfo de Adén, en el estrecho de Mandeb y hasta en el Mar Rojo —con el fin de bloquear a Israel, dicho sea de paso— sin que los Estados Unidos borren del mapa al país de los yemeníes. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo es posible que los estadounidenses se dejen “mojar la oreja” así en todas partes? ¿Qué le pasó a esa potencia implacable que fue capaz de reducir a polvo a un país africano para vengar un ataque a su embajada allí y también hizo una guerra de décadas en Irak y Afganistán sin tener casus belli alguno, sólo para saquear y disciplinar?

Las anomalías son demasiadas y el paradigma no tiene la capacidad de dar respuestas, la revolución está en curso. Occidente no puede imponer su disciplina ni siquiera en Yemen y tampoco puede restablecer el orden colonial en Níger, Burkina Faso, Malí y demás excolonias africanas donde los militares dieron el golpe en la mesa decretando el fin de la explotación foránea, esto es, terminando con el saqueo de los Estados Unidos y sus satélites de Europa occidental como lo es Francia, por ejemplo. No, no hay dudas de que las anomalías ahora son demasiadas, de que el paradigma es insuficiente para resolverlas y de que hay una revolución mundial en curso.

Yemen es uno de los países más pobres y más pequeños del mundo, ubicado al extremo sur de la península arábiga, frente a la costa del Golfo de Adén y un sector del Mar Rojo. Pobre y pequeño, sí, pero Yemen tiene a los hutíes, unos valientes que ahora se dedican a hundir naves de bandera occidental con el fin de bloquear a Israel. Ahí siguen los hutíes, aunque por lógica ya deberían haber sido borrados del mapa. La no represión de Occidente a Yemen es la prueba de que las anomalías ya son demasiadas y de que, por lo tanto, el paradigma está desbordado.

La lista de anomalías es larga y podría seguir enumerándose con la extraña actitud de Arabia Saudí. Ese socio histórico de Occidente que hasta aquí ha sido un lacayo de Washington no solo está encaminando la reanudación de sus relaciones diplomáticas con Irán, sino que además se postula para formar en el BRICS y amenaza con abandonar el sistema del “petrodólar”, todo de una sola vez. Es evidente que los Estados Unidos y la OTAN no tienen con qué reprimir a todos los retobados y en consecuencia no reprimen a ninguno, no saben ni siquiera qué hacer con Rusia en Ucrania. Y eso que todavía no ha sido electo Donald Trump, cuyo proyecto prevé el desmantelamiento de la OTAN retirando a su país de la alianza. Trump es un agente de la caída del paradigma y es probable que en menos de diez meses esté sentado otra vez en el Salón Oval de la Casa Blanca.

Es factible que el paradigma liberal occidental resultante del desenlace de la II Guerra Mundial esté agotado, es posible que ya esté vigente un nuevo orden mundial o que al menos dicho ordenamiento esté a la espera de que ocurra uno de esos hitos históricos que suelen marcar la caída de una era y el nacimiento de un tiempo nuevo. Lo evidente es la insubordinación general de los que hasta aquí fueron los subalternos, una sublevación que se expresa en las múltiples anomalías descritas y en muchas otras que en este texto no caben. Lo evidente, la obviedad ululante, es que la hegemonía unipolar no va más, que solo falta la formalización del hecho. Y si dicha formalización vendrá con o sin guerra mundial declarada y abierta, bueno, esas son cosas de Dios. O más bien de quienes tienen el poder para tomar las decisiones.


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