Peligrosos entusiasmos

A contramano del entusiasmo generalizado, Hegemonía expone las señales de alerta en la compleja y delicada sucesión presidencial de México, sin perder vista las experiencias de Lenin Moreno en Ecuador y de Alberto Fernández, en tiempos más recientes, aquí en Argentina. Las palabras de cautela son las que pocos desean escuchar en un momento de embriaguez por el triunfo electoral, aunque desde luego entre escucharlas y no hacerlo puede estar la diferencia entre ser cómplices de un “fracaso” planificado —que es una claudicación— e impedir que eso ocurra. La política es muy compleja y conviene jamás dejar de prestar atención a los ruidos que hace el motor del camión.
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Tal vez sea la orfandad de líderes y referentes en el campo propio. Quizá sea la percepción de estar rodeados de enemigos por todos los flancos y la consiguiente necesidad de hacer amigos a como dé lugar. Y lo más probable es que se trate de ambas operando para que el llamado progresismo de nuestra región —el kirchnerismo incluido— haya saludado con tanto entusiasmo y hasta se haya anotado como un poroto propio el triunfo de Claudia Sheinbaum en las elecciones del pasado 2 de junio en México. Ese triunfo fue realmente aplastante y ganó la candidata que el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) postuló para suceder a Andrés Manuel López Obrador en su obra regeneradora, de eso no hay dudas y al no haberlas debería justificarse el entusiasmo. Pero no existe la linealidad en la política.

Y por eso conviene tener cuidado. Un breve repaso de la historia reciente, muy reciente, arrojará como resultado que las sucesiones presidenciales en nuestra región no han sido muy favorables para los intereses de las mayorías populares. Desde Lenin Moreno en Ecuador hasta Alberto Fernández aquí en Argentina sobran los ejemplos para que los observadores de la política pongamos mínimamente las barbas en remojo. En los presidencialismos fuertes como los que existen en estas latitudes la ida del conductor de siempre para la llegada de un sucesor no es un simple cambio de nombres, sino un cambio de régimen en el que nada de lo que se conquistó durante el reinado del que se va está garantizado ni mucho menos. Lejos de terminar con las elecciones, la lucha por la defensa de los intereses del pueblo-nación empieza después de contarse los votos.

Eso fue lo que los argentinos no entendimos en 2019, no comprendimos los vericuetos de la política y dimos por sentado que Alberto Fernández iba a reeditar los mejores años de la década ganada que existió entre 2003 y 2013. Fernández ganó las elecciones con otra Fernández en la fórmula —la que había conducido el proceso en el pasado, Fernández de Kirchner— y al terminar de contarse los votos la militancia dejó de prestar atención a la política confiando ciegamente en que sus dirigentes habrían necesariamente de conducir al país a una regeneración posterior a la masacre impuesta por el régimen macrista.

Y no solo no fue así, sino que el gobierno de Alberto Fernández agravó los efectos deletéreos de dicha masacre dando como resultado final visible el advenimiento de Javier Milei. La militancia prescindió de hacer política después de las elecciones de octubre de 2019 y Alberto Fernández hizo lo que quiso bajo la protección del blindaje de una militancia que nunca lo cuestionó y además persiguió poniéndoles el mote de “traidor” a quienes se atrevieron a hacerlo. El régimen de Mauricio Macri había dejado traumas tan profundos que la consigna fue defender el gobierno de Fernández aunque dicho gobierno hiciera el mal, lo que en efecto hizo: Alberto Fernández hizo mucho daño en cuatro años mientras estuvo prohibido cuestionarlo.

Todas las señales estaban a la vista de antemano y nadie las quiso ver. El comportamiento gorila del operador Alberto Fernández entre los años de 2008 y 2019 era bien conocido por la militancia, había sido denunciado con lujo de detalles por programas canónicos como 6-7-8, por ejemplo. Pero hubo una apuesta generalizada a la demencia voluntaria, nadie tuvo ganas de recordar el historia de Fernández y este pasó a ser el “compañero” Fernández, el nuevo jefe con estatus de salvador de la patria y mesías. Los resultados de ese vergonzoso comportamiento colectivo están todos a la vista y los padece no solo la militancia, sino el pueblo-nación argentino en su conjunto.


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