El populismo retorna constantemente como objeto de debate en la arena política, establecido como categoría analítica ambivalente y difícil de precisar sin caer en simplificaciones. Más que fijar un concepto universal del fenómeno, este artículo propone reconstruir su genealogía histórica, explorar su desarrollo en nuestra región, aproximarse a su sustancia, delinear sus rasgos esenciales y confrontar las habituales connotaciones peyorativas del discurso académico y mediático con visiones objetivas. Al constituir la experiencia peronista el eje de esta discusión, determinar si el peronismo es o no populista dependerá menos de lo que se diga sobre Perón que de lo que se entienda por populismo. Examinar esa tensión implica replantear a fondo la democracia liberal y la política en su vínculo más complejo —el que la une con el pueblo— hoy fracturado por una crisis terminal de representación.
A modo de convención se empleará la expresión “Latinoamérica” y sus formas derivadas. Se reconoce, sin embargo, su carácter artificial y exógeno producto de una operación ideológica urdida por la diplomacia francesa en el siglo XIX para disputar la herencia hispánica y proyectar su influencia neocolonial sobre la región.
El término “populismo” aparece en contextos políticos y sociales radicalmente distintos —la Rusia autocrática y los Estados Unidos republicanos del siglo XIX—, a la vez muy alejados de las expresiones populistas que surgieron en América Latina durante el siglo XX. Tal heterogeneidad evidencia, como se verá más adelante, la ambigüedad histórica del concepto. Por ello, aplicar una sola categoría a manifestaciones tan diversas, aunque atravesadas por un mismo hilo conductor, exige una profunda reformulación conceptual.
Tras la emancipación de los siervos en 1861, surgió en Rusia un movimiento social y político autodenominado populista (narodniki) integrado por intelectuales urbanos de la llamada intelligentsia, mayoritariamente provenientes de clases acomodadas e incluso aristocráticas que idealizaban al campesinado como sujeto revolucionario. Su propósito era incorporar a las masas rurales a la vida política mediante su educación. Buscaba impulsar una revolución anticapitalista y antizarista sustentada en la propiedad comunal de la tierra (mir) como tránsito a un socialismo directo sin pasar por la fase capitalista, no descartando el uso de métodos terroristas.
La subsistencia del campesinado se tornaba insostenible bajo la coerción de los grandes terratenientes (kulaks), quienes cobraban peajes e imponían trabajos forzados a cambio de leña o pastoreo. El asesinato del zar Alejandro II en 1881 por sus líderes tuvo un efecto contrario al esperado, pues los campesinos, leales al monarca, rechazaron sumarse a la causa y terminaron distanciándose de un movimiento que el régimen zarista desarticuló rápidamente.

En 1891, su homólogo estadounidense nació bajo el nombre de “Partido del Pueblo” (People’s Party) cuyos seguidores fueron conocidos como populists. Este efímero movimiento popular de protesta agrupó a pequeños agricultores y granjeros del sur y del oeste (farmers y grangers), que reaccionaron ante el desplazamiento del sector agrícola empobrecido frente al implacable avance del capitalismo industrial y financiero de la época. Fue una fuerza democrática, reformista y electoralista, no revolucionaria ni socialista, que enfrentó al establishment bipartidista del este, comprometido con los grandes intereses privados en detrimento de los sectores productivos de la economía.
Desde la perspectiva de los populists, la sociedad estadounidense se dividía entre el pueblo que vivía de su propio esfuerzo y quienes se enriquecían a costa del trabajo ajeno, generando un antagonismo moral entre trabajadores y parásitos. Para ganar impacto electoral, el movimiento se alió con los demócratas en 1896; al subordinarse a un partido tradicional, perdió autonomía y terminó desintegrándose como fuerza independiente.
Obsérvese que, si bien ambas tipologías históricas del populismo embrionario articulan sus reivindicaciones de manera distinta, comparten un mismo esquema de lucha asimétrica: la defensa de los intereses del pueblo frente al poder de las clases dominantes, tanto políticas como económicas. Estas manifestaciones tempranas permiten comprender que el populismo no constituye una anomalía ni un desvío, sino una forma legítima y reiterada de interpelación popular y de politización del conflicto social frente a estructuras de poder excluyentes.
Cabe destacar que el término “populismo” trasciende los procesos históricos de Rusia y Estados Unidos y se aplica a contextos muy diversos, entre ellos Asia, África y Europa oriental. Algunas interpretaciones extienden esta noción a revoluciones como la china y al liderazgo político del castrismo cubano. Se trata de un fenómeno global, presente tanto en países centrales como periféricos, más allá de su filiación ideológica. No obstante, este análisis se circunscribirá al espacio latinoamericano, donde el populismo ha adquirido formas específicas y una densidad política singular.

Antes del estallido de la Primera Guerra Mundial la dinámica del sector exportador aceleró el crecimiento económico en Latinoamérica, generó expectativas de prosperidad e inclusión política y dio origen a un populismo transicional que precedió al ciclo populista clásico —con sus etapas de entreguerras y de la segunda posguerra—. Referentes de este fenómeno fueron los gobiernos de José Batlle y Ordóñez en Uruguay, Guillermo Billinghurst en Perú, Hipólito Yrigoyen en Argentina y Arturo Alessandri en Chile.
Los gobiernos de Yrigoyen anticiparon varios rasgos principales del populismo, como la apertura del sistema político a nuevos actores sociales, la relación directa con el pueblo, la centralidad del Estado como garante del equilibrio social y la afirmación de lo nacional frente a los intereses extranjeros. Su gestión careció de tres elementos decisivos: una clase obrera organizada, un partido de masas sin fisuras internas y una política económica de fuerte intervención estatal capaz de romper con el modelo liberal. Aun bajo el fuego de críticas que revelaban un antipopulismo avant la lettre, sentó las bases políticas y simbólicas que permitirían la posterior emergencia del populismo en su forma plena.
El surgimiento del populismo clásico en su primera etapa se inscribe en el marco histórico abierto por la crisis financiera mundial de 1929. El agotamiento del patrón de acumulación primario-exportador precipitó la deslegitimación de las oligarquías tradicionales, herederas directas del orden colonial, que comenzaron a perder control frente al malestar social y al crecimiento de nuevas clases urbanas, resultado de las migraciones del campo a la ciudad en busca de empleo.
El desarrollo aún incipiente de la industrialización sustitutiva de importaciones propició la inserción de dichas clases sociales en la política de masas —la burguesía industrial, el proletariado, las capas medias y, en algunos casos, campesinos organizados—. En ese contexto se crearon las condiciones para la aparición de liderazgos, posteriormente llamados “populistas”, capaces de canalizar las necesidades sociales desatendidas ante el vacío de legitimidad representativa dejado por los partidos tradicionales, que no integraban a estos sectores ni ofrecían medidas efectivas frente a la recesión. Como respuesta adaptativa a las transformaciones estructurales en curso, los principales líderes en esta etapa fueron Getúlio Vargas en Brasil, Lázaro Cárdenas en México y José María Velasco Ibarra en Ecuador.

Los gobiernos de la segunda oleada populista consolidan los procesos iniciados en la etapa interbélica. La cuestión ya no es el ingreso de nuevos actores, sino su organización y centralización bajo estructuras sindicales, partidos de masas y Estados interventores y planificadores. El protagonismo deja de ser emergente y se institucionaliza. La ruptura con las élites dominantes se torna más clara y conflictiva, mientras que la redistribución del ingreso adquiere un carácter más sostenido gracias a la adopción de políticas industrialistas que desplazan a los sectores oligárquicos tradicionales. Sobresalen los liderazgos de Juan Domingo Perón en Argentina, Getúlio Vargas en Brasil —retornando por vía electoral—, Víctor Paz Estenssoro en Bolivia y casos similares en otros países de la región.
A diferencia de los movimientos ruso y estadounidense, el populismo latinoamericano no enfrentó al Estado desde afuera sino que lo reestructuró desde adentro, articulando soberanía popular, nacionalismo económico y redistribución social. La apelación directa al pueblo como sujeto político, lejos de ser un simple “clientelismo”, constituyó en muchas ocasiones el único modo efectivo de representación en sistemas políticos que seguían siendo censitarios y excluyentes, característicos de una democracia formal restrictiva. Al igual que en aquellos movimientos, reaparece en este período la lógica de confrontación entre élites y mayorías relegadas, esta vez con un Estado que asume la conducción del proceso e impone un reordenamiento de fuerzas favorable al campo popular.
Al comienzo de estas líneas se señaló que el populismo, como fenómeno político y social, presenta un carácter ambivalente. En efecto, puede ser exaltado o repudiado y demonizado. Para algunos significa una forma legítima de profundización democrática; para otros constituye una deriva autoritaria. También se destacó su carácter impreciso, ligado a la ausencia de consenso respecto de su naturaleza, sobre si debe considerárselo un movimiento social, un régimen político o una estrategia de poder; un tipo de liderazgo o de estilo comunicacional; una ideología o incluso una estética.
La clásica distinción aristotélica entre sustancia y accidentes, elevada aquí a analogía conceptual, ofrece una vía para leer el populismo en toda su complejidad. A partir de ella se desarman las operaciones simbólicas que lo estigmatizan sin fundamento, al mostrar con precisión la diferencia entre su núcleo constitutivo y sus atributos contingentes.

La sustancia del populismo remite a su contenido esencial, aquello que permanece constante más allá de las variaciones históricas, ideológicas o geográficas. De los procesos populistas previamente descritos se desprenden elementos objetivos que brindan una aproximación conceptual del fenómeno, libre de juicios de valor: el quiebre de la representación política, la gravitación de un liderazgo carismático o plebiscitario, la invocación al pueblo como fuente de legitimidad, la articulación de demandas sociales insatisfechas y la delimitación de una frontera política contrapuesta entre un “nosotros” heterogéneo y plural y un “ellos” homogéneo y excluyente.
Los accidentes del populismo aluden a etiquetas degradantes e ideologizadas que no forman parte de su esencia, sino que le son adheridas desde fuera con el propósito de desacreditar a quienes van dirigidas. Buena parte de la literatura académica —desde el mainstream liberal hasta ciertas corrientes marxistas—, aun desde marcos teóricos opuestos, coincide de manera paradójica y sospechosa en el rechazo al populismo, desplegando una batería de adjetivos: fascista, totalitario, xenófobo, patológico, antidemocrático, antisistema, autoritario, antipluralista, bonapartista, corrupto, clientelar, manipulador, demagógico, irracional, despilfarrador y paternalista.
Definir un fenómeno solo a partir de sus cualidades visibles o de los juicios que se proyectan sobre él —es decir, de sus accidentes— supone un “error” metodológico que, lejos de ser ingenuo, opera como una distorsión epistemológica. La ciencia tiende a aislar el objeto de estudio de sus rasgos circunstanciales para acceder a lo que constituye su núcleo. En este sentido, un examen crítico e historicista del populismo no puede quedarse en la mera repetición de las connotaciones negativas con que suele ser adjetivado, sino que debe indagar en sus mecanismos constitutivos para comprender el fenómeno. Rehusar esa tarea y aferrarse al prejuicio que recae sobre él representa un retroceso grave en el ejercicio del pensamiento científico.
La polisemia del término “populismo” se refleja también en variantes diametralmente opuestas. Hay populismos de derecha e izquierda, dictatoriales y democráticos, de arriba y de abajo, progresistas y conservadores, agrarios y urbanos. Versiones disímiles, pero catalogadas con idéntico rótulo. De ahí que se incurra en una falacia lógica al agrupar fenómenos contradictorios en una misma categoría, perdiendo así sentido y precisión. Si todo entra en la bolsa del populismo, entonces nada lo distingue, lo que vuelve imposible definirlo con claridad.

Una comparación ilustrativa puede hallarse entre los gobiernos de Juan Domingo Perón (1946-1955) sustentados en el voto popular y en un marco institucional democrático y el de Getúlio Vargas en Brasil durante el Estado Novo (1937-1945), cuando disolvió el Congreso, prohibió los partidos y estableció una dictadura con base social. Aunque ambos han sido encasillados como “populistas”, las diferencias de contexto político y forma de ejercicio del poder son sustantivas.
A esa desviación conceptual se suma deliberadamente otro “error” metodológico que consiste en que, en muchos casos, la clasificación no se basa en lo que los fenómenos son o comparten, sino en lo que no son, particularmente cuando se apartan del dogma liberal. Así, se construye una categoría científica no por definición positiva ni por similitud interna, sino por exclusión. Si no es liberal, es populista. Definir el núcleo real del término es la única forma de impedir su uso vaciado, deslegitimante o sin valor heurístico alguno. Naturalmente, esperar precisión conceptual sería subestimar la eficacia política de su ambigüedad como arma de descalificación.
En este caso, el contraste resulta evidente. Perón implementó un modelo industrialista, articuló al movimiento obrero e institucionalizó la justicia social. Hugo Chávez en Venezuela, en cambio, basó su proyecto en la renta petrolera, con fuerte protagonismo militar y concentración del poder. ¿Qué rasgos comparten? Muy pocos. Se los tilda de “populistas” no por sus atributos propios, sino por no encuadrar en el esquema liberal y desafiar las normas que Occidente impone como democráticamente válidas. Ese solo “pecado” basta para igualarlos.
Incluso gobiernos como los de Carlos Menem o Alberto Fujimori en Perú, claramente neoliberales, han sido señalados como “populistas” por sectores liberales. Esto pone de relieve que dicha etiqueta no se limita a señalar un rumbo económico contrario al liberalismo, sino que se utiliza para cuestionar un estilo político definido por liderazgos personalistas que concentran el poder y apelan directamente a las masas. Por lo tanto, aun cuando las políticas aplicadas coincidan con los principios y la lógica del mercado, la mera adopción de esta forma de conducción política resulta suficiente para merecer tal calificativo, lo que confirma el carácter degradante e ideológico del concepto.

El enfoque desarrollado por Ernesto Laclau aborda el populismo desde una base más rigurosa que la de aquellos estudios que, lejos de esclarecerlo, se han dedicado a distorsionarlo o desacreditarlo. Sin pretender agotar aquí su marco teórico, puede sintetizarse que el populismo es una estrategia discursiva y política que consiste en construir deliberadamente un “pueblo” como sujeto político, articulando demandas diversas bajo una misma bandera.
Esa bandera es lo que Laclau denomina significante vacío, una palabra o consigna cuyo sentido se mantiene lo bastante abierto como para que diferentes sectores se identifiquen con ella y proyecten sus demandas particulares. Cuando ese sentido entra en disputa discursiva entre fuerzas enfrentadas —como ocurre cuando todas dicen representar la “verdadera libertad” o la “verdadera justicia”—, se convierte en un significante flotante hasta que una de ellas logra hegemonizarlo. El populismo, en consecuencia, se define por la capacidad de articular, bajo un liderazgo legítimo, esas demandas dispersas en un bloque común y de sostener esa unidad frente a un adversario claramente identificado.
El término “peronismo” ejemplifica cómo puede operar simultáneamente como significante vacío y como significante flotante. Históricamente ha aglutinado demandas muy diversas permitiendo que sindicatos y empresarios nacionales se identificaran con su bandera. Esta amplitud hace del peronismo un significante vacío, abierto a múltiples significaciones. Sin embargo, también ha sido objeto de disputas constantes entre sus propias corrientes internas. Así, el peronismo menemista y el kirchnerista, ambos reivindicando ser el “verdadero” peronismo, pero con lineamientos económicos y políticos muy distintos, muestran un escenario en el que el término funcionaba como significante flotante sin un significado único definido.
En el pensamiento de Torcuato Di Tella, una noción central para explicar los procesos sociales y políticos que propiciaron el surgimiento del populismo latinoamericano es la “revolución de las aspiraciones”. Esta idea refleja el despertar de expectativas que trascienden las necesidades materiales básicas e involucran deseos profundos de movilidad social ascendente, reconocimiento y participación política de sectores históricamente marginados, recientemente incorporados al mundo urbano y asalariado. Las viejas élites y sus instituciones resultan incapaces de absorber o encauzar estos anhelos dentro del sistema liberal tradicional, regido por lógicas excluyentes, lo que deriva en un debilitamiento de la mediación política. En tal contexto, el populismo irrumpe como la respuesta política que canaliza estas nuevas demandas por intermedio de liderazgos que prometen satisfacerlas.

El peronismo fue la expresión viva y la cristalización histórica de aquella “revolución de las aspiraciones”, muy distinto del populismo en clave peyorativa que la academia liberal acuñó para deslegitimarlo y agraviarlo. La campaña difamatoria comenzó con el armado del contubernio opositor de la Unión Democrática rumbo a las elecciones de 1946, con el explícito respaldo de la embajada estadounidense, mucho antes de que el término “populismo” circulara como moneda corriente en la crítica intelectual y mediática. Lo que había empezado como propaganda de combate para denostarlo ante sectores medios y altos —atribuyéndole autoritarismo, clientelismo, manipulación y fomento del antagonismo entre pueblo y élite— terminaría travestido en sofismas teóricos.
Producto de las tensiones del capitalismo argentino, donde una modernización acelerada convivía con la exclusión de las mayorías, el peronismo materializó esas demandas en derechos laborales, sociales y políticos, abrió nuevos canales de representación y otorgó poder real a sectores postergados, reivindicando y dignificando de manera inédita al sujeto trabajador. No fue retórica ni caudillismo, sino un movimiento que desbordó el liberalismo, quebró el orden oligárquico y forjó una nueva hegemonía. Su perdurabilidad no se explica por mero clientelismo, sino por una base social organizada y políticas que impactaron en la vida de millones, cambiando las reglas del juego político.
Frente a esto, la descalificación liberal del peronismo como “populismo” delata su impotencia analítica y su reacción defensiva. Omite el origen material y social del movimiento y desconoce su papel histórico en la reconfiguración del poder. Más que un juicio riguroso, descubre una maniobra ideológica que corre el eje del debate sobre la redistribución, protege privilegios y restringe la participación popular. Sostiene prejuicios que se deshacen ante un examen serio de las condiciones históricas que explican el surgimiento y la vigencia del peronismo y terminan convertidos en un disfraz discursivo del statu quo.
Bastan algunos ejemplos para sostener lo anterior. Calificar al peronismo de fascista por su condición de “populismo” implica ignorar que, lejos de cualquier ultranacionalismo excluyente y de un sistema de partido único, practicó un nacionalismo inclusivo, integrador de inmigrantes y abierto al pluralismo político. Accedió al poder mediante elecciones limpias y competitivas y su derrocamiento no se debió a derrotas militares y presiones externas, sino a un golpe de Estado que buscó restaurar el viejo orden desplazado por el peronismo. Tampoco puede tildarse de totalitario, ya que no buscó controlar la vida privada ni anular la sociedad civil. Las libertades religiosas, culturales y asociativas se mantuvieron vigentes, con tensiones políticas propias del clima de la época, pero muy lejos del control absoluto típico de los regímenes cerrados.

La etiqueta de bonapartista, propia de quien arbitra entre clases para preservar una élite, no se ajusta a un movimiento que alteró precisamente la correlación de fuerzas en favor de la clase trabajadora y modificó de pleno la estructura económica y social. Lejos de la salida conservadora que supone el bonapartismo, el peronismo abrió una vía de transformación estructural. Carece de sentido trasladar esa categoría europea a un país semicolonial con una realidad histórica y material muy distinta a la de una potencia imperialista. Y si hablamos de democracia, la prueba más elocuente es que el peronismo amplió derechos políticos al incorporar el voto femenino y se desenvolvió dentro del marco institucional, reconociendo partidos opositores y sometiéndose al veredicto electoral. Les falta autoridad moral para hablar de un peronismo antidemocrático a quienes durante dieciocho años guardaron vil silencio ante la proscripción política de Juan Domingo Perón.
Acusarlo de manipulación o demagogia es en sí un juicio falaz, pues la demagogia promete lo que no puede cumplir. El peronismo, en cambio, concretó una serie de logros tales como la industrialización acelerada, el pleno empleo, las mejoras salariales, la expansión inédita de derechos, avances sustanciales en educación, salud y seguridad social y el control estratégico de áreas clave de la economía. No fue un discurso vacío, su cosmovisión se respaldaba en una doctrina nacional propia que se plasmó en un plan económico y social coherente.
En definitiva, el peronismo no encaja en los moldes que sus detractores han querido imponer. Reducirlo a un catálogo de insultos no solo equivale a una injusticia histórica, sino a una torpe maniobra para encubrir que lo que realmente incomoda al gorilaje no son los supuestos vicios del peronismo por considerarlo populista, sino la fuerza de un pueblo que por primera vez se reconoció como protagonista de su propio destino y que hoy mantiene, frente a todo, una convicción clara e inquebrantable de quién es su enemigo, frenando cualquier fantasía de desperonización.
El peronismo no ha muerto. Su continuidad reside en el pueblo peronista, único heredero del legado de Perón, pese a quienes, siendo argentinos, actuaron durante décadas como verdugos de la nación. Sin advertirlo, han empujado al país hacia un contexto de preperonismo, recreando las mismas condiciones que dieron origen al movimiento y preparando el escenario para su renovada irrupción histórica. Ante el abandono provocado a la mayoría silenciosa por la democracia, el Estado y la política, la hora del pueblo podría estar próxima a marcar un nuevo tiempo. En este vacío, el populismo no es un fantasma del pasado, sino la potencia latente del pueblo dispuesta a encarnar un nuevo proyecto nacional y popular. No es nostalgia ni cliché. Es reencender con inteligencia y organización la rebelión de las esperanzas populares para iniciar la reconstrucción de la patria desde abajo.