Peronómetro y anticuerpos

El llamado peronómetro no es un chiste interno ni una exageración retórica, sino la expresión de una tensión histórica que atraviesa al movimiento desde la muerte de Perón. Mide la lealtad doctrinaria frente al oportunismo, desnuda infiltraciones y expone a quienes buscan vaciar la esencia del justicialismo bajo disfraces progresistas o neoliberales. Desde Vandor hasta los Montoneros, desde la proscripción hasta el pacto hegemónico reciente, el peronómetro revela una disputa central: quién representa auténticamente al peronismo y quién lo traiciona. Su versión gorila opera en paralelo y mide el odio al pueblo. Entre ambos, el peronismo resiste activando anticuerpos.
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¿Quién le teme al peronómetro? Ese neologismo de sonoridad mecánica y filo satírico aparece repetidamente en los debates más virulentos del peronismo, en particular cuando se cuestiona la fidelidad doctrinaria o la legitimidad de ciertos dirigentes que se dicen peronistas. Este dispositivo imaginario de medición refleja las tensiones persistentes entre las diversas corrientes que conviven en su espacio interno. La condición de leitmotiv que ha adquirido en numerosas discusiones reclama atención y debería encender alertas. El presente análisis ofrece una mirada aguda sobre el peronómetro como fenómeno discursivo y político, indagando su génesis, su anclaje histórico, su función en las pujas internas y sus implicancias actuales. Como eje central se dará respuesta a la pregunta inicial respecto de por qué incomoda, a quién interpela y qué revelan esos gestos de rechazo cuando el peronismo intenta mirarse a sí mismo.

Podría afirmarse que el peronómetro nace el 1º. de julio de 1974. Ese día pasaba a la inmortalidad el General Juan Domingo Perón, conductor del movimiento nacional justicialista, pero también comenzaba a morir —en buena medida— el equilibrio que él había encarnado en su liderazgo unificador. Desde entonces cada sector empezó a arrogarse la interpretación legítima de su legado, lo que inauguró la disputa por la herencia política, doctrinaria y simbólica que aún subsiste. En otras palabras, la competencia por determinar quién es más peronista. Ahora bien, conviene aclarar que el peronómetro también posee una faceta más noble, muy distinta de la mera pulseada por espacios de poder, orientada a separar a los leales de los impostores, a los que luchan por la patria de los que se venden al enemigo.

Lo paradójico es que, aun vivo, proscripto y exiliado, surgieron protoformas del peronómetro capaces no solo de medir, sino de desautorizar al propio Perón. Puede considerarse una ortodoxia travestida cuando quienes aparentan fidelidad doctrinaria, en realidad la tergiversan o la acomodan a sus fines. Según el momento histórico en que emergía este fenómeno, Perón lo describía como “la hora de los enanos y de los logreros”, personajes que anteponían sus mezquinos intereses a los ideales. En ausencia del gigante los enanos se apresuraban a ocupar su lugar para sacar provecho, cuando reaparece se le arriman los logreros, siempre dispuestos a obtener ventajas, ya sea adulando o incluso desafiando al líder.

Tal fue el caso de Augusto Timoteo Vandor. En los años sesenta, el dirigente metalúrgico encabezó un neoperonismo —un “peronismo sin Perón”— que promovía la prescindencia del líder bajo la fachada oportunista de una modernización. “Hay que enfrentar a Perón para salvar a Perón”, decía. Así desafiaba la verticalidad histórica del movimiento y disputaba la legitimidad del conductor, desnaturalizando la doctrina de un modo sumamente grotesco. Quiso jugar al gigante pero olvidó que la sombra del verdadero seguía proyectándose desde la distancia. Cruzó el límite y pagó un alto precio.

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El sindicalista Augusto Timoteo Vandor, el ideólogo de esa quimera que se dio en llamar “peronismo sin Perón”, ejemplo claro de la necesidad de la aplicación del peronómetro para que funcionen los anticuerpos frente al entrismo deshonesto que hacen tanto desde la derecha como la izquierda con el fin de apropiarse del peronismo y usarlo contra sus principios doctrinarios. Hasta los días de hoy la expresión “vandorismo” refiere a ese tipo específico de entrismo.

Tras su regreso definitivo al país, ya en el ejercicio de su tercera presidencia, Perón debió enfrentar nuevamente el desvío doctrinario. Advirtió la presencia de deslizamientos ideológicos de tendencia marxista o foquista que operaban como una infiltración opuesta a los principios del justicialismo. Esta desviación tenía su epicentro en la organización Montoneros y en vastos sectores de la Juventud Peronista que, mientras proclamaban su lealtad, se arrogaban una interpretación revolucionaria de izquierda del proyecto peronista. Con ello buscaban justificar la lucha armada e impugnar a quienes calificaban como “burocracia sindical” y como “derecha reaccionaria”. Además, exigían que Perón renunciara a su propia doctrina en favor de la ideología socialista que ellos representaban como supuesta herencia del movimiento nacional justicialista. A unos los deslegitimó y empujó a retirarse de la Plaza de Mayo; a otros los exhortó a sacarse la camiseta peronista y que se vayan.


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