Ponerle el cascabel al gato

Mientras las oenegés globalistas se escandalizan e intentan escandalizar a la opinión pública con supuestas violaciones a los derechos humanos en El Salvador, Nayib Bukele avanza con su plan integral de combate y liquidación del crimen organizado. En ese pequeño país de América Central celebraron recientemente un año sin homicidios, donde antes los crímenes ascendían a más 6.000 anuales. Lo que puede aprenderse de la experiencia salvadoreña y anticipar de la reacción mediática a cualquier intento en el sentido de poner límites a las mafias.
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A principios del mes de mayo una noticia impactó en todo el mundo, pero sobre todo en nuestra Argentina que hoy se ve amenazada por el avance del crimen organizado por el narcotráfico y las mafias relacionadas en Rosario y en otras partes del territorio nacional. La noticia era que El Salvador llegaba a los 365 días sin registrar un solo homicidio, un récord indudablemente muy impresionante máxime teniendo en cuenta que hasta hace no mucho tiempo El Salvador registraba los índices de criminalidad más altos del continente americano y uno de los más altos del mundo. El Salvador fue hasta tiempos muy recientes un país donde campaba la violencia en las calles.

En efecto, las autoridades de ese país centroamericano llegaron a registrar hasta 30 crímenes diarios y en el año 2015, hace tan solo ocho años, fueron contabilizados 6.655 homicidios, escalofriantes 18,2 asesinatos por día en promedio. De esa situación lamentable y extremadamente peligrosa para el pueblo-nación salvadoreño se llega entonces en este bienio 2022/2023 a un año entero sin un solo asesinato en todo el país, ubicando a El Salvador en el segundo lugar de la tabla de países americanos más seguros solo por debajo de Canadá. El hecho se difundió abundantemente en los medios de todo el mundo, aunque a algunos de esos medios, como veremos a continuación, mucho no les gustó dar la noticia.

Lo que pasó en El Salvador para que se produjera semejante cambio fue el advenimiento de un gobierno con voluntad política para resolver un problema concreto que estaba entre las más altas prioridades del pueblo. En pocas palabras, puede decirse que el presidente salvadoreño Nayib Bukele resolvió hacer lo que ninguno antes de él había hecho, a saberlo, poner a disposición del pueblo los recursos del Estado para solucionar una problemática social puntual. Nadie vaya a pensar que en El Salvador todo ahora es una maravilla, eso no es así. Pero concretamente al menos uno de los problemas más graves de esa sociedad parecería haber sido al fin resuelto.

“Estamos limpiando nuestra casa y eso no es de su incumbencia”, suele decir el popular presidente salvadoreño Nayib Bukele frente a las críticas de la llamada “comunidad internacional” —en rigor, el aparato propagandístico de las potencias occidentales nucleadas en la OTAN— a su revolución en materia de seguridad ciudadana. Bukele señala agudamente que oenegés como Human Rights Watch se muestran muy preocupadas por los derechos humanos de los pandilleros arrestados, pero nunca mostraron interés en defender los derechos humanos de los cientos de miles de salvadoreños arrasados por esos pandilleros en décadas.

Frente al estado catastrófico de la seguridad pública, Bukele decidió echar mano de aquello que los comentaristas de la realidad gustan llamar despectivamente “mano dura”, es decir, la represión legal sin atenuantes contra el delito. Concretamente, el gobierno nacional de El Salvador lanzó el llamado Plan de Control Territorial el 20 de junio de 2019 y a partir de allí empezó con la ejecución de una estrategia de siete fases, de las que cinco ya fueron puestas en marcha. La primera etapa de esa estrategia, según lo informado por el gobierno salvadoreño, fue la preparación del terreno mediante la retomada de la presencia del Estado en los territorios donde antes estaban los criminales, a quienes Bukele prefiere llamar terroristas por su efecto deletéreo sobre la comunidad, reinaban absolutos.

Una vez logrado eso, El Salvador pasó a una segunda etapa que consistió en generar mejores condiciones de existencia para los jóvenes del país y así evitar que esos jóvenes sigan volcándose al delito. La tercera etapa fue una modernización de las fuerzas de seguridad, la que incluyó una mejora en equipamientos y capacidades para que los efectivos puedan realizar bien su trabajo. La cuarta y la quinta fase fueron las de incursión en los reductos de las mafias y extracción, atacando directamente los bunkers donde los criminales, ya arrinconados, seguían escondiéndose. Hubo en esta etapa operativos en los que sectores urbanos enteros fueron literalmente cercados por las fuerzas de seguridad hasta lograrse extraer de allí hasta el último delincuente.


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