Suele ser frecuente entre los círculos de opinión del mal llamado “conservadurismo” posmoderno la valoración negativa de Francisco como un agente u operador encubierto del “progresismo” globalista de los Soros y demás sinarcas en el Vaticano. Mientras esos mismos “progresistas” festejan a Francisco por haber sido, en su opinión, el pontífice más “liberal” (en un sentido estadounidense, que de ahí vienen los conceptos y las categorías de esta parcialidad ideológica) de todos los tiempos, los “conservadores” lo maldicen a Francisco por haber hecho entrar la ideología de género y el lobby homosexual a la Iglesia católica, ajustando la institución al mundo de la posmodernidad en vez de resistirlo.
Así está la grieta del momento mientras la política en un sentido económico se encuentra paralizada y a la espera de definiciones. Ahora la consigna es definir si Francisco fue un Papa “de izquierda” o si en realidad fue infiltrado por las élites globales en Roma para destruir al catolicismo mediante la introducción de todas las degeneraciones propuestas por el globalismo. Lo curioso de todo esto —o quizá no tanto, porque al final los extremos siempre empalman— es que tanto los “progresistas” como los “conservadores” de esta posmodernidad líquida acuerdan en que Francisco fue un “zurdo”. Los primeros para reivindicarlo como propio y los últimos para renegar de él, pero ambos siempre acordando en su definición.
Y ambos como siempre equivocados. El análisis en profundidad de los doce años del papado de Francisco no solo no permite inferir ningún sesgo ideológico de izquierda en su obra, sino que además habla a las claras de un pontífice que por primera vez desde Juan Pablo II utilizó el ingenio y el carisma para hacerles la guerra a los zurdos. A partir de 1978, el polaco Karol Wojtyla construyó un personaje entrañable, amoroso y viajero, uno que al arribar besaba el suelo sagrado de los destinos que visitaba, para destruir el socialismo oriental liderado por los soviéticos, cosa que finalmente logró. Juan Pablo II dejó fuera de combate a los socialistas del Este reivindicando a su sujeto político: los condenados de la tierra.
Esa historia es harto conocida y debería alcanzar para entender la maniobra de Francisco en los días actuales. Al igual que Juan Pablo II, el argentino adoptó una estrategia discursiva que empleaba las categorías del enemigo “progresista” para desarticularlo, es decir, abrazó en vez de rechazar al sujeto político que los “progresistas” venían usando para justificar su propia existencia. Lejos de condenar a los homosexuales, a las aborteras y a todos los demás pecadores que el “progresismo” afirmaba representar, lo que hizo Francisco fue decir “no soy quién para juzgar a nadie”, abrazarlos y decretar que eran bienvenidos en la Iglesia. Y así desactivó la bomba.
Pues claro, al “progresismo” globalista le conviene una Iglesia católica que se ponga dura en su posición conservadora y funcione así en la narrativa como el enemigo ideal. En las décadas de los años 1970 y 1980 los comunistas ateos de Moscú querían que el Papa fuera un liberal conservador al estilo de Ronald Reagan, pero la Iglesia entendió la jugada, vio dónde iba a caer la pelota y como respuesta dio al amigo del sindicato polaco Solidaridad, no les regaló a los comunistas el enemigo ideal que ellos necesitaban para hacer grieta y mantenerse vigentes. Mal que les pese a algunos, la Iglesia tiene intelectuales de fuste entre sus cuadros y piensa, normalmente mucho mejor que todos los partisanos de la política.

Algo similar pasó en 2013. En esos días, el “progresismo” globalista venía más o menos degollando en su avance relativista y deseaba que Benedicto XVI extremara cada vez más su postura conservadora a medida que aumentara la presión. Benedicto XVI era ese enemigo ideal, era el alemán sospechado de haber tenido vínculos con los nazis y el católico conservador que no hacía concesiones. La Iglesia católica vio que esa situación solo favorecía a los globalistas pues confirmaba su tesis de un mundo “facho” y necesitado de deconstrucción, hizo renunciar a Benedicto XVI y lo reemplazó con uno que tenía más carisma y cintura política. Ese habilidoso conductor fue Francisco, precisamente, con la consigna de doblarse para no romperse.
Ahora bien, hasta aquí la observación podría conducir a la conclusión de que la Iglesia católica sentó en el trono a un “zurdo” para dejar sin enemigo a los “progresistas” de las corporaciones, porque al haber “zurdos” en ambos lados de la grieta la propia grieta lógicamente deja de existir. Pero no es así, porque si bien Francisco no fue un conservador clásico también es injusto decir que hizo caso omiso de la doctrina del catolicismo para abrazar las ideas de un “progresismo” según el que la verdad absoluta no existe y todo depende del punto de vista del que opina. Francisco no hizo nada de eso y una prueba de ello es su postura frente al feminismo.
¿Qué se entiende hoy por feminismo? Pues en esta posmodernidad en la que todo es relativo por feminismo se entiende —gran contradicción, obsérvese bien— que hombres y mujeres deben ser absolutamente iguales en todo, es decir, la disolución de las categorías hombre y mujer. Para los globalistas que simulan con estas ideas dichas de “izquierda” todo lo que un hombre hace lo puede hacer también una mujer y viceversa, dando como resultado el que no tenga ya ningún sentido hablar de hombres y mujeres. Según el feminismo del “progresismo” actual una mujer puede ser cura y un hombre puede parir, todo lo que hace el uno lo puede hacer la otra.
El principal problema de discutir estas locuras es que los impulsores de estas ideas delirantes ya tienen de antemano el manual de instrucciones para descalificar a los críticos ubicándolos automáticamente en el indeseable lugar del “facho”. “¿No quiere que hombres y mujeres sean iguales? Pues Ud. es un machista, un machirulo y un fascista”, decretan los repetidores de la ideología de género desde un lugar de autoridad moral que apabulla a cualquiera. Nadie supo cómo argumentar que la ideología de género es un delirio y que la igualdad absoluta entre hombres y mujeres es una imposibilidad incluso biológica, nadie nunca se animó a ello. Hasta que llegó Francisco y mandó a parar.

Junto a la intelectualidad de la Iglesia católica, que es brillante, Francisco dio con la fórmula para argumentar que el feminismo transformado en ideología de género es un sinsentido observando sencillamente que, en el fondo, lo que hay allí es la actitud profundamente machista de asumir de antemano que lo masculino es ontológicamente superior a lo femenino y entonces a las mujeres se les debería permitir la posibilidad de ser hombres y a los hombres, en cambio, la posibilidad de “rebajarse” a la condición de mujer. Todo esto sonará muy extraño a los oídos de quien nunca haya pensado en profundidad sobre estas cosas, aunque desde luego se trata de una obviedad ululante.
La cuestión puede verse argumentada por el propio Francisco, en muy pocas líneas, en una escena del documental Amén: Francisco responde, disponible hoy en ciertas plataformas de streaming. Frente al corrosivo cuestionamiento de Milagros Acosta, un personaje nefasto que se presenta como católica y a la vez feminista, abortera y entusiasta de toda ideología que vaya en contra del catolicismo como doctrina, Francisco deja expuesta la verdad no relativa sobre lo realmente esencial, esto es, la imposibilidad y la inconveniencia de intentar borrar culturalmente las especificidades naturales de lo masculino y de lo femenino en nombre de una “igualdad” que no es tal.
“¿Por qué una mujer no puede ser sacerdote e incluso Papa?”, se pregunta en cierto momento Milagros Acosta con esa voz quebrada que es tan típica de los simuladores. Sentado hipotéticamente en ese lugar, que es el del que se expone a las preguntas incómodas, un Benedicto XVI probablemente habría dicho que “hija mía, déjese de joder con pavadas” y a otra cosa, lo que desde luego siempre fue insuficiente y fue lo que dio lugar al “progresismo” de las corporaciones en primer lugar. La renuencia por parte del catolicismo a la argumentación de su doctrina a partir de la revolución jacobina a fines del siglo XVIII fue precisamente lo que siempre fortaleció a los jacobinos en su anticatolicismo militante.
Pero sentado ahí estaba Francisco, quien supo torear a la operadora de las ideas “progresistas” como nadie. En un momento, ya rehén de la impotencia y el resentimiento, Acosta cuestiona a Francisco sobre la posibilidad de que algún día pudiera haber una mujer como sumo pontífice en el Vaticano. “Porque si bien nosotras participamos en la Iglesia y la sostenemos, no entiendo qué impide que una mujer ocupe ese lugar”, dice Acosta, apelando al concepto de igualdad absoluta como ese argumento que la progresía considera moralmente superior e irrebatible. Es el jaque mate para el que Acosta fue preparada, la línea que había ensayado una y otra vez y con la que pensaba poner a Francisco en un brete del que no iba a poder salir.

La de Acosta parecería ser una lógica indestructible, pero no lo es. Con toda la paciencia que lo caracteriza, Francisco explica y desarma la bomba: “Ahí hay un problema de constitución teológica. En la Iglesia hay dos líneas constituyentes, como dos principios. En el ministerio están los hombres y en la maternalidad, que es mucho más importante todavía, están las mujeres. La promoción de la mujer en la línea de su propia vocación de mujer, no en un machismo ministerial. Porque, si no, disminuiríamos a la mujer”. Véase con atención que aquí empieza a aparecer la punta de la lanza que es la idea de un feminismo profundamente machista en sus objetivos.
Acosta ve la punta de la lanza, aunque no parece entender lo que ve ya que insiste en el cuestionamiento fallido preguntando si no sería tampoco posible que una mujer llegue a ser “sacerdota” (sic). Y así termina dándole a Francisco el pie que necesitaba para introducir la definición filosófica concreta. “Detrás de tu afán de promoción estás mostrando una adhesión machista porque te acompleja que la mujer no pueda ser sacerdote, te acompleja eso cuando no puede ser dogmáticamente y se priva a la mujer de lo más maravilloso que tiene. La Iglesia no disminuye a la mujer, al contrario: la pone en primer lugar, pero donde tiene que estar. No es mejor ser sacerdote que no serlo. Y, ojo, no es una disminución. Es muy importante la mujer en la Iglesia”.
Acosta hace muecas para no asumir su triste derrota, pero la cosa está toda a la vista del que tiene al menos dos dedos de frente. Francisco se refiere a la originalidad de los sexos proyectada por Dios (o por la naturaleza, para quienes no son creyentes) a modo complementario. El hombre y la mujer no son rivales, no compiten porque más bien se complementan y, por lo tanto, es natural que ocupen espacios exclusivos en la actividad humana con el fin de que esa sociedad funcione. La idea de que los espacios ocupados por los varones son cualitativamente superiores a los que ocupan las mujeres es, como se ve, una proyección machista del feminismo dicho “progresista”.
Todo esto, véase bien, en el contexto de una religión de dos milenios cuya fe está fundada en el culto a María, la madre de Dios, como figura central de toda la narrativa. A María se le rinde el principal culto en la Iglesia católica alrededor del mundo llamándola virgen de Luján, de Guadalupe, de Lourdes, de Dolores, de Aparecida, de la Asunción y una interminable lista de lo que los católicos llaman advocaciones marianas para vincular el nombre de una mujer a cada una de las toponimias donde los católicos habitan y así darle un lugar central en todas las parroquias existentes. Acusar de “machista” al catolicismo y exigirle una relativización de los sexos que no puede ser por razones hasta biológicas es directamente un atentado a la inteligencia.

Pero claro, al mal llamado “progresismo” no le interesa que ninguna mujer llegue a ser “sacerdota” católica porque es jacobino y quiere más bien lograr la destrucción del catolicismo, el cuestionamiento no es ni siquiera legítimo. Aquí lo único que se busca es el debilitamiento de la doctrina que hoy por hoy contradice el relativismo posmoderno afirmando básicamente que las cosas son lo que son de un modo absoluto y son así por una razón. Aquí el problema es que para destruir la comunidad humana es necesario romper primero lo que le da cohesión a esa comunidad. En una palabra, para que la sociedad de individuos atomizados y rehenes de las corporaciones pueda materializarse el catolicismo tiene que pasar al catálogo histórico.
La distopía de la sinarquía internacional tiene ese escollo, el de una doctrina universal alrededor de la que las mayorías populares tienen todavía una oportunidad de formar comunidad y resistir. El “póngale mujer a todo” del feminismo “progresista” no tiene por finalidad promocionar a las mujeres para que se realicen, sino ponerlas en contra de los varones y ambos en la soledad del individuo atomizado que en nada cree y entonces alrededor de nada podrá organizarse. Bien mirada la cosa, las mujeres —al igual que los homosexuales, los travestis, los negros y demás minorías— no son más que peones a los que las élites globales usan para alcanzar objetivos políticos.
Es por eso que el “póngale mujer a todo” sigue avanzando sobre espacios que históricamente han sido propios de los varones por una razón, que es la de la complementariedad. Un claro ejemplo de ello y de cómo el feminismo “progresista” se basa en una concepción profundamente machista es el fútbol: ahora en el fútbol practicado por varones, es decir, en la categoría masculina de dicha modalidad deportiva, hay cada vez más mujeres ocupando lugares en el relato y en el comentario, en el arbitraje y hasta en la dirigencia de los clubes y de las federaciones. Y la tendencia es que las haya más y más en el futuro.
¿Qué es lo que dice eso en el fondo? Pues que el fútbol y el deporte femenino de un modo general son muy malos, puesto que las mujeres ahí no quieren estar. La “igualdad” para la ideología de género es que la mujeres vacíen sus propias actividades específicas para que estas sean aún peores de lo que ya son normalmente. En países como Brasil, que es un laboratorio para todos los experimentos del globalismo, a las mejores árbitros mujeres se les da como premio la posibilidad de ir a dirigir partidos de varones y lo mismo pasa con las relatoras, las comentaristas y demás: la que se destaca en lo que hace pasa a ser demasiado buena para el deporte femenino.

La conclusión está toda a la vista y el mensaje es que la actividad de la mujer es cualitativamente inferior a la del varón. Entiéndase bien: no lo dicen los machistas, sino el feminismo “progresista” cuya idea de “igualdad” consiste en el vaciamiento de los espacios propios de las mujeres y la invasión de los espacios propios de los hombres hasta generar en estos (y en aquellas, por supuesto, cuando se percaten de que las están usando) ese hartazgo que normalmente conduce a la anomia y a la disolución social. La rotura de los espacios de socialización propios del hombre y de la mujer son el preludio necesario para la destrucción de los lazos comunitarios.
Muy importante es observar aquí que el ejemplo del fútbol no es menor ni es una cosa anecdótica. Para los varones en todo el mundo el deporte de un modo general siempre fue ese refugio donde por algunas horas en la semana existía la posibilidad de expresarse por fuera de la mirada de la mujer y de no escuchar esa voz femenina que para todo varón lógica y culturalmente significa orden y disciplina, pues también esa es una originalidad del sexo femenino. Todo varón sabe intuitivamente que no debe portarse igual entre su grupo de amigos en una cancha de fútbol que en su casa con su pareja, sus hermanas o su madre.
Para eso precisamente la humanidad se inventó los espacios exclusivos para varones donde estos puedan expresar libremente toda esa bestialidad natural del animal macho que debe ser reprimida en presencia del animal hembra por el bien de la comunidad. Pero ahora esos espacios no existen: va el hombre al estadio y se encuentra con que el árbitro o el juez de línea es una mujer; se queda en casa mirando el partido por televisión y escucha voces femeninas en el relato y en el comentario; va al club durante la semana y allí se encuentra otra vez, como en su casa, con la mirada ordenadora de la mujer que le impide portarse como una bestia peluda durante esas pocas horas de esparcimiento.
Es el “póngale mujer a todo” y la pregunta que debe hacerse el atento lector es dónde irá a parar toda esa tensión reprimida y cómo, al canalizarse por otro lado, impactará sobre el equilibrio social que antes estaba garantizado por la originalidad de los sexos y la especificidad de los espacios. Nada es gratis en el mediano y en el largo plazo, todo tiene sus consecuencias. La ideología es un veneno que confunde presentando como un avance lo que es un retroceso y ubicando en el lugar del mal absoluto al que se atreve a cuestionar ante la percepción, normalmente intuitiva, de que el hecho no coincide con la narrativa.
Queda el legado de Francisco como base para indagar en estos asuntos sin miedo a la represión jacobina de un “progresismo” autoritario que con la boca afirma la relatividad de las verdades, pero al mismo tiempo impone el absolutismo de su ideología. Toda verdad es relativa, dice la progresía, pero será absolutamente condenado el que no esté de acuerdo con ello. Y así, ladrillo por ladrillo, avanza la deconstrucción de los lazos comunitarios que la humanidad había tardado milenios en construir para estabilizarse en la convivencia. Al final del camino se relamen las élites globales, esa sinarquía internacional que necesita una atomización para devorarse a los individuos de a uno mediante el divide y reinarás.