La Argentina aún dormía cuando alrededor de las tres de la madrugada del 24 de marzo de 1976 el general José Rogelio Villarreal le anunció solemnemente a María Estela Martínez de Perón que los militares la estaban derrocando de un golpe. “Señora”, decía Villarreal, poniendo allí en palabras formales aquello que ya estaba consumado. “Las Fuerzas Armadas han decidido tomar el control político del país y queda usted arrestada”. En ese anuncio quedaba formalizada la apertura de las puertas de un infierno que para el pueblo argentino iba a significar seis años de genocidio, destrucción del aparato productivo y profunda rotura del tejido social, de la que el país jamás pudo recuperarse del todo. Allí mismo, al anunciarse el golpe de Estado a María Estela Martínez de Perón, empezaba a escribirse la página más oscura y triste de la historia argentina.
La señora Martínez de Perón, más conocida como Isabelita, era entonces la presidente legítima de la Nación al haber sido electa vicepresidente por el voto popular en la fórmula con su marido, el General Juan Domingo Perón, menos de dos años y medio antes de la fatídica noche en la que José Rogelio Villareal irrumpiera para anunciarle que su gobierno terminaba de un golpe y que ella, Isabelita, iba a quedar arrestada. Tras el fallecimiento del presidente Perón en 1974, Isabelita se puso el cargo de presidente al hombro tal como marcaba la ley y asumió, en ese acto, el control político de un país que era un hervidero. Para marzo de 1976 la lucha entre las fuerzas del orden del Estado argentino y los llamados grupos guerrilleros que pugnaban por hacer una revolución en el país había tocado el límite de la tensión, la violencia y la locura.
Ya eran parte del paisaje político en la Argentina de esos tiempos los enfrentamientos entre esas fuerzas del orden y los que los mismos militares llamaban “subversivos”, la lucha política se había trasladado al campo de lo bélico y se vivía un clima de incertidumbre respecto a cómo se iba a zanjar la cuestión. Para cuando los militares decidieron al fin concretar su plan golpista —el que venían gestando durante meses—, el sentido común del pueblo argentino ya exigía abiertamente la llegada de la “mano dura” para “poner orden” en un país que se había convertido en un enorme campo de batalla. La “opinión pública” había sido previamente manipulada para demandar esa mano dura y ya durante el gobierno de Isabelita aprobó —al menos tácitamente— las maniobras militares contra la guerrilla en el monte tucumano que quedaron conocidas como “Operativo Independencia”, aunque le pareció poco. En una palabra, lejos de comprender lo que estaba por empezar, el pueblo argentino amaneció ese 24 de marzo creyendo que el golpe de Estado contra un gobierno legítimamente electo iba a ser parte de la solución y no del problema.

Nunca es fácil ver lo obvio ululante ni son muchos los que están dispuestos a admitir hoy la triste realidad de que el golpe del 24 de marzo de 1976 venía a satisfacer una demanda de las mayorías en ese momento. Solemos elegir la comodidad de pensar en un pueblo argentino aferrado al Estado de derecho mientras una camarilla de militares venía por la fuerza bruta a usurpar el poder contra la opinión de todos los demás, pero no es así. Salvo en ciertos círculos políticos y militantes, siempre muy minoritarios, no hubo repudio al golpe de Estado de 1976 y la tristemente célebre portada del Diario Clarín del 25 de marzo de ese año expresaba fielmente la opinión de casi todos los que emitían opinión política. “Total normalidad”, estampaba Clarín en primera plana y así efectivamente vivió el argentino el comienzo y los primeros años de aquella dictadura genocida, cuyo objetivo fue desde el vamos el desmantelamiento de un país entero y en todos los órdenes de su existencia. Las expresiones “no te metas” y “mirá para el otro lado”, que se usaban cotidianamente hasta bien entrada la década de los años 1980 respecto a la acción genocida de la dictadura son la prueba más cabal de que la mayoría de los argentinos aprobó el accionar de ese régimen durante la casi totalidad de su duración. Y así, creyendo que los militares venían a restablecer la total normalidad, el argentino promedio aplaudió un golpe contra sí mismo.
Ante la tristísima realidad de que el pueblo argentino fue más bien cómplice que víctima de su propio crimen, es natural que nos preguntemos por qué. ¿Por qué habrían de legitimar las mayorías una dictadura que llevaba a cabo un genocidio contra esas mismas mayorías, genocidio que finalmente iba a resultar en la destrucción del país y en la condición para que eso tuviera lugar, esto es, en la desaparición de 30.000 argentinos en un corto periodo de tan solo unos cinco o seis años? La respuesta a semejante enigma —que es enigmático, pero solo en apariencia— está en la forma como los dueños de la palabra de entonces hicieron percibir la realidad política y social. La lucha política entre la militancia armada y dispuesta a hacer la revolución nacional y las fuerzas de la reacción fue presentada sistemáticamente por los medios como el caos durante varios años en la previa al 24 de marzo. Con cada enfrentamiento entre los bandos siendo interpretado públicamente como síntoma del desorden social y del descontrol político, se fue formando entre las mayorías la idea de la necesidad de que alguien viniera a “poner orden”.
Por lo tanto, es perfectamente natural y hasta comprensible que el argentino se haya desayunado con satisfacción ese 24 de marzo la noticia de que en la madrugada anterior habían llegado los que iban a “poner orden” y que había sido derrocado el gobierno del “desorden”. El pueblo argentino en su inmensa mayoría aplaudió el golpe contra el gobierno constitucional de Isabelita y no dejó de aplaudir ni aun con el paso de los meses y los años, cuando ya quedaba bien claro que ese golpe resultaba en una dictadura genocida. Y lo que hubo cuando cesaron los aplausos fue tan solo silencio.

He ahí que, entre la propaganda continua de los formadores de opinión, el triunfo de los golpistas militares y el olvido de muchos peronistas, hasta el día de hoy exista en Argentina una tendencia a valorar muy negativamente el gobierno de Isabelita de Perón y hasta a afirmar que el golpe en su contra “estuvo bien”, sin que nadie o casi nadie se percate de que eso equivale a decir que estuvieron bien el propio golpe y la dictadura resultante. No es para nada infrecuente escuchar de bocas que se presentan como “peronistas” la condena a Isabelita en los más duros términos. Lo que sí es bastante raro es encontrarse con que esa condena venga fundamentada por el conocimiento de la totalidad de los hechos que antecedieron el golpe del 24 de marzo de 1976. En una palabra, lo que más hay entre los militantes y simpatizantes de lo que hoy llamamos el campo nacional-popular es un repudio a la imagen de la viuda de Perón, sin que ese repudio pueda argumentarse más que con una expresión emocional.
“López Rega”, “Operativo Independencia” y “Rodrigazo” son parte de esa expresión emocional. Son hechos, sin lugar a dudas, que marcaron los casi 21 meses de aquel gobierno peronista existente entre la muerte del general Perón y la madrugada golpista del 24 de marzo de 1976. Nadie va a negar la evidencia histórica de que hubo seis ministros de Economía en esos 21 meses y de que ese es un síntoma del fracaso de la gestión de lo público. También es innegable la firma de los “decretos de aniquilamiento” mediante los que las fuerzas armadas y del orden quedaron autorizadas a matar a los militantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en el monte tucumano.
Todo eso es cierto y fue ampliamente difundido durante las siguientes cuatro décadas por los formadores de opinión en los medios dominantes, pero también replicado por muchos militantes —varios de ellos peronistas— hasta hacerse de sentido común la idea de que el gobierno de Isabelita fue un desastre. Lo que nunca fue difundido por nadie es todo lo otro, a saberlo, la obra de gobierno concreta de quien se animó a agarrar una auténtica papa caliente tras el fallecimiento del principal líder popular en un país que políticamente estaba en llamas desde Ezeiza o quizá desde mucho antes. Isabelita todavía vive y está cumpliendo 89 años edad. Y es muy probable que, al mirarse al espejo, se pregunte a sí misma, sobrecogida frente a tanta verdad difundida en décadas: “¿Quién soy yo?”.
Lo que nadie quiere decir
No existen prácticamente en el escenario actual dirigentes que se animen a reivindicar la figura de María Estela Martínez de Perón. No los hay lógicamente entre los no peronistas y entre los antiperonistas, pero tampoco los hay entre los peronistas. Apenas se escuchan algunas voces —muy marginales en términos de difusión— desde el llamado peronismo ortodoxo o doctrinario que se atreven a recordar el hecho de que el propio general Perón eligió a Isabelita para casarse en terceras nupcias y para formar junto a él en la fórmula Perón-Perón, recordista de votos en las elecciones del año 1973. Y otro hecho, el de que Isabelita intentó continuar y hasta profundizar la obra de su marido una vez asumida como presidente en su reemplazo. Les puede parecer extraño sobre todo a los más jóvenes y a los que han elegido la comodidad de consumir el relato dominante para colocar el gobierno de Isabelita en un nivel incluso más bajo que el de la dictadura que lo sucedió, pero la verdad de los hechos indica que en un país políticamente en llamas María Estela Martínez de Perón hizo peronismo.

En primer lugar, es imposible abstraerse de que la fórmula Perón-Perón triunfó en las elecciones de 1973 con el 63,7% de los votos, lo que equivale a decir que Isabelita llegó a ser vicepresidente de la Nación con casi dos tercios de la voluntad popular expresada en las urnas, lo que no solo no es poco, sino que sigue siendo el récord de mayor cantidad proporcional de voto en nuestro país. Entonces dos de cada tres argentinos quisieron que Isabelita fuera vicepresidente y, ante el fallecimiento del titular, Isabelita fue legítimamente presidente de la Nación con esos votos, que eran suyos y del general Perón en sociedad. Si luego por la acción de los formadores de opinión esa legitimidad se fue perdiendo hasta que las mayorías avalaran un golpe contra el gobierno al que habían votado masivamente, esa es otra cuestión. Lo cierto es que queda descartada la hipótesis de que se trataba de una “paracaidista”.
A los que siguen recordando las circunstancias en las que Perón conoció a Isabelita en Panamá —se desempeñaba ella como bailarina—, vale la pena recordar que esas circunstancias no difieren mucho de las que mediaron en el encuentro entre Perón y Eva unas tres décadas antes. Y tampoco es demasiado reiterar la obviedad, la de que si Perón la eligió para casarse y luego para que lo acompañe en la política nada menos que como vicepresidente en una fórmula arrasadora, entonces algo debió saber Perón. No es adecuado para ningún peronista querer saber más que el conductor sobre asuntos de conducción y mucho menos sobre temas de la vida privada del propio conductor. Eso se llama ser más peronista que Perón, actitud que infelizmente abunda.
Una vez electa y luego de la muerte de Perón a mediados de 1974, Isabelita asume el gobierno. Primero a regañadientes: se sabe que quiso renunciar ese mismo día, el 1º. de julio, ante la noticia del fallecimiento de su compañero. Pero no hubo finalmente tal renuncia e Isabelita decidió continuar la obra del gobierno peronista desde el lugar de conductora. Y ya aquí tenemos el primer problema, que se ve en una comparación: si para Cristina Fernández de Kirchner fue muy difícil ser presidente de la Nación en pleno siglo XXI, con votos propios y sin haber sido bailarina en la noche, es fácil imaginarse lo que le habrá costado a Isabelita sortear los prejuicios de la época para ser la primera mujer presidente de la región. Ya desde el vamos está el problema de hacerse respetar estando en un lugar que para el sentido común de la época —y hasta de hoy— no le correspondía ocupar.

Ella igual siguió. Y mientras hoy discutimos cómo aplicar una tibia ley de medios para equilibrar un poco la balanza en la infernal concentración mediática que existe, en plena década de los años 1970, rodeada por dictaduras como la de Pinochet en Chile y con todo el viento en contra, Isabelita directamente nacionalizó las agencias de noticias extranjeras que operaban (literalmente) en el país, recuperó para el patrimonio nacional el Canal 7 e incorporó a ese patrimonio 36 emisoras comerciales de radio. Nacionalizó también los canales 9, 11 y 13, hoy otra vez privados y algunos de ellos en manos del monopolio, además de Panamericana de Televisión y la Editorial Codex. Y de paso sancionó la Ley de Prensa, para terminar de poner orden en el desorden que las corporaciones hacían con el monopolio de la palabra. Véase bien: en vez de ir a negociar alguna solución de compromiso con los ricos propietarios, Isabelita golpeó la mesa y estatizó los medios, medida que hoy es una utopía y se ubica en la mal llamada extrema “izquierda” del arco. Isabelita puso la comunicación en manos del pueblo argentino, algo que hoy no somos capaces de hacer. Ni cerca.
Por otra parte, en algo que hoy también nos angustia y nos cuesta llevar a cabo, Isabelita puso orden en el asunto de los combustibles nacionalizando las bocas de expendio. Y otra vez se hizo de unos poderosos enemigos: las petroleras multinacionales, que no le encontraron mucha gracia al ver su distribución pasando a manos del Estado y del pueblo argentino. En el caso de la minería, Isabelita simplemente dejó sin efecto los contratos firmados por los cipayos y golpistas que antecedieron al último gobierno peronista y canceló el acuerdo que dejaba la minería argentina a merced de la voluntad de un conglomerado brasilero. Si para nosotros hoy es virtualmente imposible enfrentarnos a las Barrick Gold y demás corporaciones mineras que extraen la riqueza de nuestro suelo, no lo fue para Isabelita entre 1974 y 1975. No lo fue, aunque como ya sabemos ella tuvo que pagar un precio altísimo por su atrevimiento.
La pelea contra las corporaciones trasnacionales fue dura y no se limitó al petróleo y a la minería. Isabelita suspendió los contratos del Estado argentino con gigantes como ITT y Siemens, terminando con el curro de la “patria contratista” en ese sector, con el que esas empresas se favorecían enormemente de un monopolio garantizado por el Estado. A partir de allí, Entel pudo crecer y desarrollarse sin trabas como empresa estatal y nacional de comunicaciones para el beneficio de todos sus socios, que eran los argentinos en su conjunto.

El capital financiero concentrado es otro de los problemas con los que tenemos que lidiar hoy y quizá sea el más grande de todos. Para terminar con la fiesta de los muchachos que viven de especular con el trabajo ajeno, Isabelita suspendió el negociado de bonos de la deuda interna y externa, lo que equivale a decir que cortó de cuajo con un problema que hoy tiene asfixiado el país y sobre todo la provincia de Buenos Aires: el de haber emitido títulos del tesoro sin control y de no tener con qué pagarlos. Así fue cómo Isabelita gobernó sin contraer ningún empréstito, esto es, sin recurrir al endeudamiento futuro de los argentinos. La deuda externa dejada por Isabelita al ser forzada a abandonar el gobierno era rigurosamente la misma, con valores irrisorios y con los intereses ya pagados. La deuda argentina hoy es miles de veces superior que en 1976 y fue incrementada brutalmente durante la dictadura que resultó del golpe del 24 de marzo. Está fácil concluir que Isabelita se había convertido en un estorbo para los que lucran con el endeudamiento de los pueblos, desde Rivadavia hasta Macri.
Puede aducirse que el gobierno de Isabelita fue represivo, aunque para hacerlo es menester abstraerse del contexto de la época. Y así y todo, esa represión fue una represión legal en tanto y cuanto se hizo con la ley, todo lo opuesto a lo que hicieron sus sucesores, los que entraban en las casas por las noches a secuestrar para luego torturar en oscuros sótanos y desaparecer gente. Frente a los guerrilleros trotskistas que habían fundado un país llamado “Tucumania” y pretendían así fragmentar el territorio soberano argentino, Isabelita sancionó la Ley de represión a la subversión, esto es, aun tratándose de reprimir eligió hacerlo por la vía legal y por hacer valer el monopolio de la fuerza del Estado a la luz del día.
Y no solo eso: en la Ley de represión a la subversión se incorporó el concepto de subversión económica, que es para reprimir a los ricos que no se internan el monte, pero tratan de desestabilizar el país desde lujosas oficinas. Isabelita fue finalmente desvinculada más tarde de la causa que investigó excesos en el Operativo Independencia y alguno dirá que en su gobierno operó la Alianza Anticomunista Argentina (AAA), formada por sectores del peronismo y del sindicalismo para perseguir militantes dichos “de izquierda”, pero la verdad es que la AAA aparece en 1973, de modo que mal puede adjudicarse eso a Isabelita sin adjudicárselo igualmente al propio Perón. No justifica, por supuesto, pero destruye uno de los grandes mitos de la leyenda negra que se escribió sobre la última etapa del gobierno peronista.

Isabelita hizo mucho más peronismo, como la sanción de la Ley 20.744 de contratos de trabajo —que sigue vigente— y creó el sistema nacional integrado de salud para brindar atención médica de calidad a los sectores más bajos de la sociedad. Hizo una simbólica reunión con su gabinete en la Antártida Argentina, con el objetivo de reafirmar la soberanía de nuestro país sobre ese territorio, se peleó con los bancos y sus mesas de dinero, declaró inalienables e imprescriptibles las reservas de energía y demás recursos (gas, petróleo y mineral, incluso las caídas y curso de agua interiores), expulsó al embajador británico en el diferendo por Malvinas y mucho más. Todo está guardado en la memoria, o más bien en la historia que algunos quisieron (y lograron) ocultar.
Isabelita se despertará hoy por la mañana cumpliendo sus 89 años de edad en España, donde vive actualmente. Y es probable que se mire al espejo como de costumbre, aunque de un modo algo distinto. Ya sepultada en vida por la avalancha de información que se produjo sobre ella con el objetivo de ocultar lo que ella hizo para despertar la furia golpista de las bestias, María Estela Martínez de Perón, Isabelita, se cuestionará hoy de una manera ontológica, preguntándose y preguntando: “¿Quién soy yo? ¿Soy el monstruo que dicen que soy o soy aquello que el general Perón hubiera querido que fuera?”.
También es probable que no pueda llegar a ninguna conclusión, quizá ya ni le importe demasiado. Lo importante es que mínimamente los peronistas tengamos la capacidad de reflexionar frente a los hechos sin dejarnos arrastrar por la ola brutal del discurso dominante, que es profundamente antiperonista. No es Isabelita, sino nosotros mismos, los que estamos frente al espejo hoy y nos preguntamos: ¿Quién seremos los peronistas al fin y al cabo? ¿Seremos lo que dicen de nosotros o seremos lo que debemos ser para ostentar con justeza el título de peronistas? En el peronismo y entre peronistas, se sabe, no hay nada mejor para el uno que el otro, aunque a veces nos ponemos selectivos y nos comemos bien la curva.