El idioma español o castellano es la lengua materna de más de 500 millones de personas en el mundo, hecho que lo convierte en el segundo idioma más hablado por nativos y en una de las bases inmateriales de una inmensa comunidad cultural que nunca pudo realizarse políticamente del todo en la modernidad. Lo reconocen como lengua oficial en 21 países distribuidos en tres continentes: Europa, África y, principalmente, América. En esta última región son 19 las naciones hispanas ocupando un continuum que se extiende desde Tierra del Fuego hasta el Río Bravo. A esta enorme población se suman los casi 45 millones de hispanohablantes en los Estados Unidos, ampliando aún más este continuum lingüístico y cultural que no tiene equivalente en el mundo.
El potencial económico de este conjunto de naciones es igualmente notable. El producto bruto interno (PBI) de los países hispanos combinado responde por el 7% de la economía global, eso sin contar lo producido por los hispanos en los Estados Unidos. Por otra parte, el bloque cuenta con vastas riquezas naturales que van desde los recursos energéticos de México y Venezuela hasta las reservas minerales en Bolivia, Chile y Argentina, sin olvidar las extensas tierras fértiles que colocan a Hispanoamérica como uno de los principales productores de alimentos del mundo. La extensión territorial supera los 13 millones de kilómetros cuadrados y refuerza la idea de una región con los recursos y la capacidad demográfica necesarios para influir en la configuración del orden global.
Una de las particularidades más fascinantes del mundo hispano es su unidad cultural. Desde el sur de Argentina hasta el norte de México y aun cruzando hacia el interior de los Estados Unidos uno puede recorrer miles de kilómetros sin enfrentarse a barreras idiomáticas ni culturales significativas. El español no es solo un idioma, es el vehículo de una cosmovisión compartida que contiene la cultura de un modo general y amplio, desde la gastronomía y la música hasta la literatura y la religión. En este último aspecto, el cristianismo —aunque con particularidades locales— sigue siendo un factor unificador que trasciende fronteras.

El dinamismo de la comunidad hispana también se refleja en su producción cultural e intelectual. El español es la segunda lengua más utilizada en la comunicación internacional y ocupa un lugar destacado en la literatura mundial, con autores que han marcado hitos fundamentales y que van desde los clásicos con Miguel de Cervantes a la cabeza hasta los modernos y geniales cronistas como Gabriel García Márquez. Además, la comunidad hispana posee una capacidad intrínseca de adaptación y resistencia frente a las adversidades históricas, lo que refuerza su potencial como un actor cohesivo en la escena mundial.
Sin embargo, este panorama optimista debe analizarse a la luz de los retos históricos que han impedido que el mundo hispano se erija como un bloque unido. Promovida y facilitada por el imperialismo británico, la balcanización de Hispanoamérica a principios del siglo XIX fracturó un espacio que había sido gobernado durante tres siglos como un todo articulado bajo el imperio español. Londres, al apoyar movimientos independentistas que servían a sus intereses, garantizó que las nuevas repúblicas fueran políticamente débiles y económicamente dependientes.
Una metáfora artística de esta dinámica nefasta puede verse en la película Queimada (Italia y Francia, 1969. 132 min.), dirigida por Gillo Pontecorvo. En esta obra, Marlon Brando interpreta a William Walker, un agente británico que fomenta una insurrección en una colonia portuguesa para instaurar un gobierno que responda a los intereses imperiales de Inglaterra. Aunque ficticia y ambientada en un hipotético territorio portugués —que es para que no se vea tan claramente qué representa de un modo concreto la metáfora—, la trama refleja con precisión la estrategia británica en Hispanoamérica: fomentar divisiones internas para garantizar el dominio económico y evitar la consolidación de un poder regional capaz de rivalizar con Europa. Aunque presentadas como una lucha por la libertad, las guerras de independencia fueron generalmente manipuladas por potencias extranjeras como Inglaterra para fragmentar la unidad hispánica.

La consecuencia más devastadora de este proceso fue la creación de 19 unidades políticas independientes entre sí y que, en su mayoría, no tenían ni tienen en soledad los recursos y la estabilidad necesarios para proyectarse como actores internacionales significativos. Esta fragmentación contrasta con el modelo de unos Estados Unidos que lograron consolidarse como una federación nacional poderosa tras su independencia. En el caso de Hispanoamérica, por el contrario, las divisiones internas y los conflictos territoriales perpetuaron una dinámica de dependencia económica y política que perdura hasta el día de hoy.
Otro ejemplo de contraste con la fragmentación de Hispanoamérica es Brasil, país al que los ingleses dejaron intacto y sin balcanizar por razón de la amistad histórica entre las coronas británica y portuguesa. Brasil hoy es un gigante en todos los sentidos y gravita cada vez más en la geopolítica sentándose, por ejemplo, en mesas como las del BRICS. En realidad, al menos todos los hoy nueve países hispanos de Sudamérica desde Venezuela hasta la Argentina debieron ser una sola unidad política para equilibrar la magnitud de Brasil en el subcontinente, pero los portugueses y los británicos eran aliados en su enemistad respecto a España y el resultado de esa rosca fue la balcanización de los territorios que durante tres siglos fueron las colonias españolas en el Nuevo Mundo.
La imposición de la leyenda negra de la conquista española fue otro de los instrumentos utilizados por los poderes anglosajones para debilitar los lazos entre Hispanoamérica y España. Esta es una narrativa que pinta la conquista y colonización española como un periodo de pura opresión y maldad, omitiendo a propósito las contribuciones fundamentales del imperio español al desarrollo de América. En contraste con otros imperios coloniales, España dejó un legado tangible que incluye universidades, ciudades deslumbrantes, una lengua universal y un sistema legal que, aunque imperfecto, reconocía derechos a los americanos mestizos y no mestizos. Esos derechos eran, al menos en teoría, iguales a los de los españoles europeos.

Ejemplos como la Universidad de Santo Domingo (1538), la Universidad de San Marcos en Lima (1551) y la Universidad de Córdoba (1613) demuestran el compromiso del imperio español con la educación y la formación intelectual de los americanos. Ningún otro imperio europeo dejó una huella comparable en América. En cambio, los colonialismos británico, francés y portugués, además del holandés de un modo muy localizado, se limitaron en casi todos los casos a la explotación de recursos y al establecimiento de estructuras de poder brutales que perpetuaron la desigualdad y la dependencia. Lo que Francia, por ejemplo, dejó en América fueron lamentables intentos fallidos de país como Haití. Y lo mismo puede decirse de la obra colonizadora de Portugal, Inglaterra y Holanda, muy distintas cualitativamente a la de España.
Aunque, claro, sobre esas colonizaciones tan brutales y genocidas no hay ninguna leyenda negra para el consumo del progresismo culposo. Cosas de la propaganda.
Hoy, la vigencia de esta narrativa sesgada sigue siendo un obstáculo para la reconstrucción de los lazos culturales y políticos entre Hispanoamérica y España. Y es un error porque reconocer la herencia común no implica ignorar los errores del pasado, sino valorar los elementos que pueden servir como base para un proyecto de unidad futura. En un mundo que parecería diseñarse como multipolar, donde el peso de potencias como los Estados Unidos, China y Rusia redefine las reglas del juego, el mundo hispano debe buscar una estrategia común para defender sus intereses.
La fragmentación actual de Hispanoamérica dificulta su participación efectiva en la escena internacional. Cada nación, por separado, carece de la masa crítica necesaria para influir en las decisiones globales. Sin embargo, la posibilidad de una integración regional basada en la lengua, la cultura y la historia comunes señala una alternativa viable. Esta integración no debe ser meramente económica, sino que debe avanzar también sobre el ámbito político y cultural con el objetivo de construir un bloque capaz de pelear en igualdad de condiciones con otras potencias y defender sus intereses nacionales propios.

La hispanidad entendida como un proyecto político y cultural tiene el potencial de convertirse en un eje de resistencia frente a los embates del imperialismo contemporáneo. Tanto los Estados Unidos como China buscan consolidar su influencia en Hispanoamérica, ya sea mediante acuerdos comerciales desiguales, la explotación de recursos naturales u otras maniobras típicas del neocolonialismo. La unidad hispana aparece ante esta situación no solo como una alternativa deseable, sino como una necesidad histórica para quienes quieren ser libres.
Puede concluirse que con sus 500 millones de hablantes y su rica herencia cultural, el mundo hispano tiene en sus manos la posibilidad de transformar su potencial latente en una realidad concreta. La superación de las divisiones heredadas del pasado y el fortalecimiento de los lazos mutuos y con España son condiciones necesarias para la construcción de una comunidad unida, efectiva y soberana. En un contexto global cada vez más competitivo, la hispanidad puede y debe aspirar a convertirse en un actor de primera importancia, capaz de defender sus intereses y contribuir a un orden mundial un poco menos injusto y algo más equilibrado para lo que queda de este siglo XXI.