La soberanía es la facultad de una nación para decidir por sí misma, libre de tutelas externas. Un pueblo sin soberanía es como un individuo sin libertad: su destino queda sometido a la voluntad ajena. En la historia argentina la pérdida de soberanía ha sido consecuencia de un bloque histórico de larga duración que implica a las élites locales asociadas con intereses foráneos en articulación con un aparato estatal garante de sus beneficios en detrimento de la autonomía nacional. Este bloque opera bajo la lógica de la revolución pasiva, un mecanismo que canaliza las demandas sociales generando la ilusión de cambio sin alterar sustancialmente las estructuras de poder. Así, la dominación hegemónica se impone más bien mediante reformas parciales impulsadas “desde arriba” que por la fuerza, utilizando los dispositivos materiales de lo institucional, lo legal, lo financiero y lo diplomático. A estos se suman dispositivos culturales e ideológicos de dominación cuya narrativa, investida de autoridad simbólica, encubre, naturaliza y legitima la subordinación externa. Revelar y comprender ambos entramados es condición indispensable para toda estrategia de recuperación soberana.
La pérdida de soberanía constituye un fenómeno transhistórico, un patrón persistente de subordinación estructural que se reconfigura a lo largo de los siglos. Aunque adopta formas nuevas —más o menos encubiertas—, reaparece con fuerza ante cada ensayo de reivindicación nacional. No se trata de una categoría abstracta o atemporal: ocurre en la historia, se inscribe en procesos concretos y muta con el desarrollo de las relaciones de fuerza. Su continuidad evidencia un conflicto de poder irresuelto, el tira y afloje entre el bloque oligárquico-transnacional y el bloque nacional-popular soberanista, encarnado históricamente en el federalismo artiguista, el rosismo, el yrigoyenismo y el peronismo. Existe una hegemonía en disputa, no un dominio consolidado. Si el conflicto estuviera resuelto plenamente no sería necesario recurrir a la revolución pasiva (cuya función es contener, cooptar o desviar los intentos emancipatorios) como forma de neutralización. Pero la ofensiva por el dominio total no se detiene. Enfrentarla exige una respuesta política de raíz, sin más dilaciones.
La crisis de soberanía encierra la paradoja de ser regresiva en lo político, pero progresiva en lo histórico. La pérdida de lo que alguna vez se proclamó como principio fundante no sólo persiste, sino que se institucionaliza con el paso del tiempo y lo que nació como una afirmación de soberanía popular derivó en una cadena de renuncias legalizadas: una ficción jurídica sostenida por una sucesión de concesiones estructurales. No es un retroceso puntual, sino una degradación acumulativa de la autonomía política iniciada en los orígenes mismos de la formación del Estado argentino.

La entrega de soberanía avanza por capas como una metástasis imperceptible. Comienza por una célula enferma —una reforma legal, un tratado, un pacto financiero— que se reproduce sin ser detectada. Luego infiltra los órganos vitales desde la educación y la economía hasta la cultura y las fuerzas armadas. Es un proceso asintomático que debilita la voluntad nacional sin generar reacción inmunológica, pero con efectos devastadores cuando ya es tarde para extirparlo sin riesgo sistémico. La conciencia nacional parece anestesiada, domesticada por retóricas conformistas y promesas de toda índole cuya eficacia radica en disimular la entrega. Más que metástasis, parece una enfermedad autoinmune en la que el propio organismo ataca sus defensas. Son argentinos quienes firman la entrega, gobiernos nacionales los que desarman al Estado, instituciones patrias las que justifican el vasallaje. Y la dependencia se vuelve así dolencia crónica, regenteada por entreguistas de turno.
La Revolución de Mayo de 1810 es un ejemplo paradigmático de esta lógica de revolución pasiva. Aunque formalmente inició el proceso independentista, no transformó el orden social ni alteró la estructura de poder vigente. Fue una revolución sin revolución. Las clases subalternas fueron excluidas mientras la oligarquía criolla reemplazaba a los funcionarios españoles sin alterar el modelo económico dependiente. En vez de conducir a una emancipación efectiva, la ruptura con España habilitó una nueva forma de sometimiento bajo la tutela británica que afianzó el dominio económico y político de Londres en la región.
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