Rivadavia, el “más grande hombre civil” de los argentinos

Pese a la clara dominancia de la narrativa mitrista sobre la historia argentina de un modo general y sobre la figura de Bernardino Rivadavia en particular, el revisionismo histórico ha obtenido grandes logros que hicieron avanzar la observación de la realidad histórica de nuestro país. Esos logros permiten comprender mejor por qué Arturo Jauretche caracterizaba como una zoncera la definición de Rivadavia como el “más grande hombre civil” de la Argentina. Bien mirada la documentación, lo que va a hallarse son muchas más sombras que luces en la biografía política del dirigente que por sus acciones concretas aparece como un cipayo al servicio de Gran Bretaña y no como un patriota.
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En la anterior edición de esta Revista Hegemonía hemos mencionado a la figura de Bernardino Rivadavia en su disputa por el control de las minas de Famatina, las que le valieron un conflicto diplomático con el caudillo riojano Facundo Quiroga. En otro orden, en las últimas horas se ha visto una vez más cómo el liberalismo argentino eleva a Rivadavia a la categoría de poco menos que padre fundador de la república o “el más grande hombre civil de los argentinos” ―como lo definió la pluma de Bartolomé Mitre―, luego de que se le dedicara a este personaje un sitio privilegiado dentro del recientemente inaugurado Salón de los Próceres Argentinos, en la casa de Gobierno.

Entonces sirve plantear como interrogante el auténtico valor de Rivadavia como figura canónica de nuestra historia. ¿Ha constituido el hombre de Estado y patriota que la historiografía mitrista hizo de él o esa versión adolece de un sesgo ideológico determinado? Es claro que la respuesta a esa pregunta excede los humildes límites de este artículo, pero no por ello dejaremos de realizar un repaso por algunos aspectos de la personalidad de Rivadavia y su labor como funcionario.

El primer período en el que un joven Rivadavia llegó a ocupar algún cargo de relevancia fue entre los años 1811 y 1812 como secretario del Primer Triunvirato, aquel que fuera derrocado por un golpe de Estado encabezado por Carlos María de Alvear y José de San Martín, cada uno de ellos al mando de su respectivo regimiento, el 8 de octubre de 1812. Algo que llama la atención durante este período es que el “hombre de las luces” haya ocupado ese cargo de relevancia a pesar de no estar, al menos en apariencia, preparado para ese puesto.

Rivadavia no cursó estudios superiores y por lo tanto no dictó jamás cátedra alguna, tampoco escribió ninguna obra de importancia ni se recuerda de él pieza oratoria que merezca particular mención. Vicente F. López dice que era “muy poco aventajado en las letras, no había profundizado la literatura clásica, ni el derecho político, ni las ciencias”. Nada de eso obsta que fuera una persona perspicaz e inteligente, pero quizá sus seguidores en la política hayan exagerado en presentarlo como un apóstol laico venido a traer las luces de la razón al Río de la Plata.

Sí sabemos por el volumen de fuentes que lo confirman que a partir de aquel episodio de 1812 el exsecretario del Triunvirato forjó una formidable enemistad con San Martín, la que vendría a durar por años a pesar de los denodados esfuerzos de parte de los historiadores liberales por disimular esa relación de hostilidad.

El busto de Bernardino Rivadavia que está expuesto en la Casa Rosada. Por una cuestión ideológica del actual gobierno “libertario”, que en realidad es un régimen neocolonial, cipayo a todas luces, Rivadavia está emplazado en un lugar de privilegio del Salón de los Próceres Argentinos de dicha casa de gobierno. Rivadavia y Milei representan claramente el mismo proyecto político en distintos tiempos históricos.

De hecho, varios autores coinciden en citar una anécdota que describe cómo en un determinado evento social de la crema de la época San Martín y Rivadavia estuvieron a punto de irse a las manos, movidos por los desacuerdos circunstanciales, teniendo que intervenir doña Remedios de Escalada, esposa del Libertador, para calmar las aguas. Lo cierto es que ambos tenían personalidades muy opuestas, pero más allá de eso, el origen de su enemistad se hallaba en los distintos proyectos políticos que representaba cada uno de los dos hombres.

Rivadavia volvería a la función pública entre 1821 y 1824 como ministro de Gobierno en la provincia de Buenos Aires, en ausencia de una autoridad nacional, resultando más tarde presidente de la República o más precisamente presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata desde su elección azarosa en 1826 por el voto de un Congreso controlado hábilmente por el unitarismo, hasta su renuncia en 1827.

Pero para conocer mejor a este personaje debemos valernos de documentos y en ese sentido resulta interesante el libro de José María Rosa, Rivadavia y el imperialismo financiero en el que el autor caracteriza al “más grande hombre civil” de nuestra historia como un verdadero agente local del imperialismo financiero, en esa época procedente de la city de Londres. Allí, Rosa enumera una serie de acciones que pintan a Rivadavia de cuerpo entero, como por ejemplo el fomento a la creación del llamado Banco Nacional. Este fue un banco privado con la potestad de emitir moneda y que de nacional tuvo en sus objetivos poco y nada. El amigo “Pepe” Rosa lo describe con palabras sencillas para que se entienda su funcionamiento y a través de esa descripción nos brinda lateralmente una noción de los intereses que Bernardino Rivadavia estaba ocupado en defender.

Dice José María Rosa: “Los bancos son empresas que reciben dinero en depósitos para prestarlo al comercio y la industria con un módico interés. Movilizan así las reservas improductivas de capital en beneficio de la comunidad. Cuando existe un monopolio bancario o el banco es uno solo, se convierte en dueño exclusivo de las reservas de capital y por lo tanto en árbitro único del crédito. Si además tiene la facultad de emitir la moneda circulante en forma de billetes, su dominio en la economía de una plaza es total.

José María Rosa, el popular “Pepe”, quien como historiador revisionista tuvo la valentía de cuestionar la historiografía oficial mitrista respecto a la valoración dada por esa escuela a la figura de Rivadavia, siempre mediante la presentación de documentos que corroboraron totalmente esos cuestionamientos. Gracias al “Pepe” Rosa hoy el argentino puede saber quién fue realmente Rivadavia más allá del panegírico militante del mitrismo.

“Si este monopolio bancario y emisor lo ejerce el Estado, pueden hablar los liberales de régimen totalitario; si lo ejerce una institución particular, estaríamos ante una oligarquía del dinero dueña del país. Si estos particulares se encontrasen atados a intereses extranacionales, sería una oligarquía que favorece la intromisión imperialista. Si el grupo dominante de particulares monopolizadores del crédito y fabricantes de la moneda corriente ni siquiera fuese nativo, podríamos hablar de un coloniaje que linda en la factoría y si finalmente el grupo extranjero dueño de la economía de una plaza ajustase su acción a las órdenes del gobierno de su metrópoli, solo podríamos decir que es el tipo más impúdico de imperialismo. Esto ocurrió con el banco inglés que funcionó en Buenos Aires con el nombre de Banco de Buenos Aires primero y Banco Nacional después”.

Otro hito de Rivadavia, en este caso uno más públicamente conocido, consistió en haber tomado un crédito endeudando a la Argentina en términos internacionales. Y en este caso vale decir la “Argentina”, puesto que, si bien Rivadavia endeudó a las Provincias Unidas como tales, de todas maneras el empréstito contraído en 1822 con la Baring Brothers se dejó de pagar en 1828 y fue cancelado recién ochenta años más tarde, cuando nuestro país tenía ya la organización política que hoy le reconocemos como República Argentina.

Pero además resulta imprescindible enmarcar ese endeudamiento en el contexto de una política fríamente calculada por parte de Inglaterra, consistente en someter a las incipientes naciones americanas a un nuevo régimen de sujeción colonial, en un antecedente del accionar del Fondo Monetario Internacional contemporáneo. Así, los bancos ingleses ofrecían créditos cuyo objetivo no era su cancelación sino precisamente la morosidad, con la finalidad última de sujetar a los Estados al dominio político y económico de Inglaterra.

Espectacular viñeta británica titulada “¡Otra vez lo mismo!” e ironizando un nuevo rescate por parte del Banco de Inglaterra a la Baring Brothers, que volvía a quebrar por su “especulación excesiva”, según se lee en el epígrafe. Hasta en la opinión de los liberales ingleses la Baring Brothers era demasiado buitre y esos son los amigos de Rivadavia.

Con respecto a este proceso nos explica José María Rosa: “A principios de 1822 los hábiles agentes de Mr. Planta en Méjico, Lima, Bogotá, Guatemala, Santiago de Chile y Buenos Aires habían conseguido que los seis Estados votasen leyes de empréstitos curiosamente semejantes en sus montos ―entre uno y dos millones de libras―, tipos de colocación ―al 70% o 75% ― y cuantía de interés ―entre el 5% y 6%― aunque diferirían en el objeto de sus inversiones”. Mr. Planta, hombre de un curioso apellido, era el diplomático de cancillería británica dedicado a negociar esos empréstitos con intermediarios locales, entre los que se contaba por supuesto Rivadavia representando a las Provincias Unidas.

“En total los seis estados hispanoamericanos ―continúa Rosa― quedaron obligados entre 1822 y 1824 por 18 millones de libras esterlinas (exactamente £18.542.000), debiendo cubrir anualmente intereses por un millón de libras a cuyo servicio hipotecaban los producidos de sus rentas y en algunos casos ―como el de Buenos Aires― su tierra pública y territorio”.

En ese sentido, nos advierte el autor, Inglaterra no podía hacerse ilusiones sobre el pago regular de los intereses y amortizaciones de los préstamos. “Bien debía saber ―sugiere Rosa―, por los inteligentes informantes de Mr. Planta, la insolvencia presente o futura de los deudores. Pero el objeto de los empréstitos no era terminar la guerra con España (ni un penique se gastó en ello), ni levantar fortificaciones, ni construir obras públicas; menos aún que los ahorristas ingleses gozaran de una renta segura del 5% o 6% en sus inversiones. Poco le interesaban los ahorristas londinenses, cuya clientela electoral se reclutaba exclusivamente en los propietarios de tierras. El objeto, como lo demostraría el tiempo, era solamente atar a los pequeños estados hispanoamericanos al dominio británico mediante un firme lazo.

“Si no pagaban ―que no podían hacerlo―, mejor. Entre 1822 y 1827, casi toda Hispanoamérica se ha convertido en deudora morosa de Inglaterra por 85 millones de libras: 18 por empréstitos impagos y el resto por deudas con empresas exportadoras de sus riquezas naturales. ‘Resulta de este hecho ―dice Chateaubriand― que en el momento de su emancipación las colonias españolas se volvieron una especie de colonias inglesas’”.

Busto del gobernador Pedro Ferré que se encuentra expuesto en la casa de gobierno de la provincia de Corrientes. Ferré amagó con aplicar políticas proteccionistas en su provincia, tan solo para ser amenazado por Buenos Aires con la ‘manu militari’ de los ingleses. Típica mentalidad cipaya y neocolonial que lamentablemente predomina en nuestro país.

Como consecuencia de todo este proceso de sujeción, nos dice Rosa, toda vez que alguna provincia intentó llevar adelante una política proteccionista de sus propias industrias ―tal fue el caso de la provincia de Corrientes con Pedro Ferré como gobernador― el gobierno de Buenos Aires se encargó de presentar toda clase de protestas, aludiendo a la posible ejecución de penas por parte de Inglaterra, entre las que se contaba la intervención militar para la que la metrópoli, por supuesto, contaba con medios más que suficientes.

Finalmente podemos mencionar la ley de enfiteusis propuesta por el propio Rivadavia, ley que a menudo se nos presenta como una suerte de reforma agraria y cuyo resultado no termina siendo otro que el latifundio. Pero siempre de acuerdo con el trabajo de “Pepe” Rosa, las consecuencias de la aplicación de la ley de enfiteusis se extienden más allá, implicando acciones violentas como el desalojo de los “intrusos”.

Dice Rosa: “Las tierras ganadas a los indios estaban desiertas, pero no ocurría igual con las localizadas dentro de la primera línea de fronteras. Eran baldíos ocupados por criollos sin más título que una larga posesión, un rancho y algún rodeo de vacas. Muchos de ellos eran propietarios por posesión larga, pero no habían gestionado el título. El 28 de septiembre de 1825 el gobierno de Las Heras dispuso que quienes sin previo aviso se hallasen ocupando terrenos del Estado, en seis meses gestionasen su concesión en enfiteusis bajo amenaza de desalojo. Ninguno lo hizo, posiblemente se creyeran propietarios o no leían el registro oficial. No tenían la extensión mínima de una estancia o carecían de padrinos para sacarles adelante el expediente”.

Bartolomé Mitre, aquí representado por sus fanáticos en una épica grandiosa, fue quien como historiador y dueño monopólico de la palabra en su tiempo instaló las más grandes zonceras sobre la historia de nuestro país. Una de esas zonceras fue la de Rivadavia como el “más grande hombre civil de nuestra historia”, cuando toda la documentación indica que se trató de un vulgar cipayo.

En consecuencia, nos explica Rosa, siendo ya presidente Rivadavia y dueño de Buenos Aires por la ley de capitalización, el 15 de abril de 1826 dispone el desalojo irremisible por la fuerza pública a los intrusos y la entrega de las tierras resultantes a quienes las hubieran solicitado en enfiteusis. “Anotemos el primer efecto social de la enfiteusis ―reflexiona el historiador― el desalojo de quienes trabajaban la tierra para entregársela a quienes especulaban con ella”.

A modo de cierre de este breve repaso por la figura de Rivadavia, cuya apreciación en magnitud sabrá realizar el lector, vale la pena rescatar el capítulo final del libro de José María Rosa, en el que el autor lleva adelante una suerte de cierre bajo el título “Reflexiones sobre el imperialismo”. Sostiene entonces en sus conclusiones: “Imperialismo, dice el diccionario de la academia, es el dominio de un Estado sobre otro por medio de la fuerza. No es la acepción empleada entre nosotros. La acción del Estado dominante es directa y sutil y se apoya en la voluntad de los dominados, o por lo menos de la parte destacada de ellos. No es tanto una imposición desde afuera, es sobre todo una aceptación desde adentro. En apariencia el Estado sometido tiene las formas exteriores de la soberanía: la Argentina de Rivadavia ha declarado su independencia, tiene un gobierno reconocido en el exterior y un orden jurídico aparente. Usa bandera, escudo, himno nacional y demás símbolos nacionales y tiene sus contornos delineados en los mapas con colores propios”.

Sin embargo, afirma Rosa, “no podemos considerarla nación soberana porque no maneja su destino y su quehacer no se dirige a las conveniencias de la propia comunidad. Es una verdadera colonia manejada por una metrópoli, pero pocos tienen conciencia de este sometimiento, ni siquiera los federales, el partido nacionalista que tardará en darse cuenta del vasallaje. La relación imperialista entre una colonia y su metrópoli poco tiene que ver con la debilidad de esta y la fortaleza de aquella. Un país puede ser pequeño, subdesarrollado y ahora encontrarse sometido por las armas sin dejar de ser una nación si tiene una mentalidad nacional y obra dentro de sus posibilidades con la voluntad de manejarse a sí mismo y la finalidad de sus exclusivas conveniencias”.

El juicio histórico sobre Bernardino Rivadavia todavía es una tarea pendiente en la Argentina puesto que no existe ningún consenso entre dos bandos claramente definidos, cada cual en su postura. Y si bien el revisionismo se encuentra mucho mejor fundamentado en su hipótesis de un modo general, no solo sobre Rivadavia, el mitrismo sigue siendo la narrativa dominante.

Tampoco caracteriza a una colonia el hecho de producir materias primas o víveres o aceptar el capital foráneo si los intereses mercantiles o financieros extranjeros no tienen el control de su política. El autor nos presenta el ejemplo de Brasil en 1826: “Colonizada económicamente por Inglaterra, pero que tiene una mentalidad nacional expresada entre otras cosas por el conocimiento de este sometimiento material y la voluntad de liberarse. Solamente un país es colonia cuando quiere serlo, cuando hay una voluntad de coloniaje en sus gobernantes y en la clase social que los apoya. La fuerza no construye nada durable, el dominio de la metrópoli se basa en una coincidencia de intereses entre los metropolitanos y la clase dominante indígena.

“Aquellos producen manufacturas y estos víveres o aquellos exportan y controlan capitales que estos administran. También hay corrupción, pero no basta ese acuerdo de intereses ni la corrupción de los gobernantes para establecer el coloniaje, es necesaria una coincidencia de mentalidades, que a la voluntad imperialista de la metrópoli se pliegue una voluntad de vasallaje dominada en la colonia que haga aceptar a los nativos y aun reclamarla, la injerencia foránea”.

Rivadavia es el hombre que interpreta a esa clase social cuyo interés coincide perfectamente con la del Foreign Office y sobre todo con la city de Londres. Las pruebas documentales no nos permiten afirmar otra cosa. Quedará a gusto del lector decidir si la inclusión de Rivadavia dentro del panteón de próceres nacionales resulta siendo apropiada y también preguntarse qué clase de orientación tendrá un gobierno nacional interesado en ratificar al personaje en ese lugar de “más grande hombre civil” de nuestra historia.

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