La figura de Juan Manuel de Rosas siempre invita a un análisis o un estudio desde diversos ángulos, pues se trata de un personaje magnético que ha despertado pasiones desde su derrota en Caseros, el 3 de febrero de 1852, en sentidos opuestos pero de intensidad similar. En esta oportunidad nos vamos a detener a estudiar no aspectos propios de la administración por parte del que fuera gobernador de la provincia de Buenos Aires, sino más bien a la figura de Rosas como objeto de análisis historiográfico.
Para ello vamos a valernos de la obra de algunos historiadores cuyo origen intelectual se remonta a la tradición mitrista, o bien se les considera ajenos en sus comienzos o su formación a la escuela del revisionismo histórico. Veremos de esta manera cómo a partir de la premisa sencilla de la rigurosidad profesional la imagen del Restaurador como tirano sangriento comienza a matizarse tempranamente, a pesar de las intenciones de sus detractores.
Para comenzar nos valdremos de Ensayos históricos, obra de Julio Irazusta, un conocido historiador del revisionismo histórico y del nacionalismo quien, junto a su hermano Rodolfo, posee la particularidad de haber sido de los primeros historiadores en revisar la figura de Rosas y otorgarle una valoración positiva, a pesar de ser oriundo de la provincia de Entre Ríos. Es decir, pese a haber sido influenciado desde su nacimiento y su formación por la línea Mayo-Caseros, en tiempos en los que reivindicarse rosista en la tierra natal del traidor Urquiza podía valerle a un intelectual el ostracismo académico y la muerte civil, sin exagerar en la valoración.
En su libro, Irazusta analiza a figuras como Juan Bautista Alberdi, Estanislao López, el General José María Paz o el propio Juan Manuel de Rosas. Y a este último lo describe haciendo un paralelo con las figuras políticas de la antigüedad clásica, llegando a afirmar que, de acuerdo con su comportamiento y las características de su construcción de poder, el Restaurador de las Leyes se adecuaría más a la definición de dictador romano que a la de tirano, entendiendo que la dictadura en Roma fue un remedio para terminar con la anarquía y devolver la salud a la república.

Pero nos interesa mucho más en este espacio la obra de un historiador que ya hemos mencionado anteriormente en nuestra Revista Hegemonía: Adolfo Saldías, a quien Irazusta dedica un capítulo.
Merecería este intelectual un artículo por sí solo, pues se trata de uno de los primeros historiadores que podemos considerar revisionista a partir de la lectura de su obra, aun tratándose de un intelectual formado en la tradición más antirrosista, apenas décadas luego de la caída del gobernador. Saldías se destaca entre sus contemporáneos debido a la honestidad intelectual que caracterizó a su labor, la valentía que demostró al publicar los cuatro tomos de su Historia de la Confederación Argentina. Rosas y su época y el rigor científico aséptico de valoraciones ideológicas con el que recogió las fuentes y los testimonios presentes en su trabajo.
Hasta la publicación de los cuatro tomos de Saldías, el periodo de gobierno de Juan Manuel de Rosas se estudiaba a partir de la obra de Bartolomé Mitre y en, menor medida, de Vicente Fidel López, aunque esta se remontaba apenas hasta 1820 o 1830. Otros escritos de la época carecían de todo rigor analítico y apenas superaban el estatus de mero panfleto.
Paradójicamente, fue el propio Mitre quien apadrinó a Saldías en su gesta, aunque luego de publicados los volúmenes repudió al pupilo a través de una carta que fue publicada en su diario, condenando así a Saldías a una virtual muerte social. No obstante, lo verdaderamente notable del caso fue aquello que nos cuenta José María Rosa: a lo largo de los años la obra continuó reeditándose y a pesar de pertenecer a la pluma de un historiador maldito, misteriosamente seguía agotándose en las librerías.
A partir de la consulta de los archivos de la época, Augusto Saldías reconstruyó entre otros episodios la guerra del Paraná, documentando mediante fuentes cómo durante cinco años los ilustres unitarios no dudaron en venderse a cambio del oro francés y británico, perjudicando el interés nacional con tal de conspirar contra Rosas. Lo llamativo de este intelectual es que la lectura de sus tomos en orden cronológico permite observar la evolución del autor, pasando de un entusiasmo rivadaviano al rosismo más desembozado. El único vicio que se le puede achacar, acaso, es una cierta ingenuidad fruto de su estricto compromiso con la verdad histórica. Una obra tan objetiva resultó anacrónica para su época y debió ser duramente repudiada por los vencedores de Caseros.

Otro caso curioso es el de Ernesto Quesada, hijo de un rabioso antirrosista como lo fue Vicente Quesada, unitario emigrado que regresó a Buenos Aires luego de la caída de Rosas. Lo peculiar es que en ocasión de viaje por Inglaterra, padre e hijo se dirigieron de visita a la granja de Juan Manuel de Rosas en Southampton, donde el Restaurador había fijado su residencia durante el exilio y donde finalmente moriría el 14 de marzo de 1877. La idea de entrevistarse con el “tirano” depuesto no dejaba de ser tentadora para un unitario veterano, quien se hizo acompañar por su hijo Ernesto, entonces un muchacho de catorce años.
Fue Vicente Quesada quien de regreso al hotel tras la entrevista le sugirió al muchacho que pusiera por escrito sus recuerdos e impresiones sobre la estampa de Rosas y esa suerte de bitácora constituye el origen del interés de Ernesto en la figura del viejo caudillo.
La obra de Ernesto Quesada señala cuestiones interesantes que incluso pueden considerarse de sentido común. Una de ellas es la paradójica pobreza de Rosas en Inglaterra. El hombre que había sido el más poderoso de toda la Confederación por más de dos décadas, un acaudalado estanciero cuyas riquezas parecían incalculables no se ocupó tras su caída en desgracia de recoger dinero o títulos de propiedad antes de huir, sino que hizo reunir en su equipaje todos los papeles oficiales que pudo y los llevó consigo al exilio.
Por el contrario, los detractores del presunto tirano no demoraron en incinerar los restos del archivo del gobierno en vez de preservarlos para demostrar los actos de corrupción de los que le acusaba. Extraño caso, nos señala Quesada, el del corrupto que busca conservar las pruebas de su culpabilidad y los pesquisidores que las destruyen.

Otro aporte interesante de Quesada es su caracterización de la Mazorca, la Sociedad Popular Restauradora que hemos estudiado en este espacio con anterioridad. Sin caer en el anacronismo, el autor nos recuerda que efectivamente la Mazorca fue una organización paramilitar destinada entre otras funciones a censurar a la oposición política al gobierno de Rosas incluso a través del recurso a la violencia.
Quesada, sin embargo, hace la salvedad de que otras figuras ilustres e incluso exaltadas por la historiografía mitrista también recurrieron a la violencia política sin que ello mereciera mayor indignación. Tal es el caso de Mariano Moreno, uno de los más reputados patriotas de Mayo, quien a lo largo de los cortos meses de su actividad ordenó fusilamientos y defendió la necesidad de represión a las ideas contrarias a la Revolución, implantando nada menos que un verdadero estado de terror político. Hay violencia política legítima y otra que debe repudiarse, nos plantea Ernesto Quesada.
Pero adelantándonos en el tiempo podemos citar brevemente el trabajo de Pacho O’Donnell, quien en el año 2001 publica Juan Manuel de Rosas: el “maldito” de nuestra historia oficial, libro de divulgación cuya riqueza consiste en haber sido escrito por un autor que inicia su recorrido como historiador sin ser rosista, para reconocerse como tal luego de finalizar sus investigaciones. Lo interesante de este trabajo es la capacidad de encuadrar a la figura en su tiempo sin caer en el anacronismo.
O’Donnell nos señala la obviedad más evidente: el gobierno de “mano dura” de Rosas no se diferencia en sus modos o sus métodos de otros gobiernos de mano dura que se suceden en la historia y que no adolecen no obstante de las mismas valoraciones negativas que el periodo rosista.

El gobierno de puño de hierro de Rosas no solo era lo que los pueblos de la Confederación demandaban para su subsistencia, sostiene Pacho O’Donnell, sino que no dista demasiado de la obra de Otto von Bismarck durante la unificación de Alemania, de Pedro el Grande en Rusia o de Isabel I de Inglaterra. Esta última, por cierto, no fue una damisela que trataba con guantes de terciopelo a sus detractores, sino que reiteró a lo largo de los más de cuarenta años de reinado en mandar a ejecutar opositores en tiempos, por ejemplo, de persecución a los católicos. La pregunta que nos plantea este autor, por lo tanto, es por qué hemos de medir a estos personajes con una vara distinta de la que usamos para caracterizar a Rosas, por qué se nos vende a Isabel I como lo más excelso de la historia y a Juan Manuel de Rosas como un tirano sangriento.
Para finalizar, llegamos hasta la actualidad con un nuevo estudio de la época de Rosas que no resulta novedoso por su contenido sino más bien por la pluma que lo firma. Pocos meses antes de fallecer, María Kodama publica un libro titulado La divisa punzó, en el que analiza junto a su coautora Claudia Farías la dimensión cultural del rosismo, orientada sobre todo a la cuestión literaria, como no podía ser de otra manera tratándose de un trabajo firmado por la reconocida mujer de letras, a la sazón viuda de Jorge Luis Borges.
Lo llamativo de esta obra es que, proviniendo de la heredera de un hijo de la oligarquía como Borges, insospechado de rosista, la reivindicación del Restaurador de las Leyes toma una fuerza insospechada décadas atrás. En el imaginario colectivo María Kodama es Borges y habla por él, de ahí la importancia de este libro que por otra parte fue publicado poco tiempo antes del fallecimiento de la autora, en plena enfermedad de esta, como si de un testamento se tratara.
Más allá de su impacto simbólico, el lector no va a encontrar en este libro afirmaciones demasiado arriesgadas u originales. No obstante, la obra resulta más que destacable por su dimensión disruptiva en el sentido de poner en cuestión los presupuestos del antirrosismo histórico a partir de las investigaciones de una autora que por su origen, formación y herencia literaria ha sido sindicada a lo largo de toda su trayectoria de antirrosista.