Hace ya muchos años, en pleno auge de la idea de superioridad en términos de calidad de vida en los países occidentales, un buen amigo que analizaba la política internacional con criterios que en ese momento solían considerarse como mínimo heterodoxos daba la sentencia: Canadá no es un país serio. Eran los años de la caída del Muro de Berlín, de la desintegración de la Unión Soviética y de la hegemonía unipolar de Occidente con los Estados Unidos a la cabeza, razón por la que aquí en las colonias se había instalado con mucha fuerza la idea de que en países como Canadá existía una total perfección social, política y económica. Entonces el argumento del amigo analista de la geopolítica a menudo se tomaba por el oyente para la chacota. ¿Cómo no va a ser Canadá un país serio?
Pero el amigo fundamentaba muy sólidamente su observación y la conclusión que se desprendía de esta. Lo hacía notando lo obvio ululante, o el hecho de que no puede ser serio un país que tiene por jefe de Estado un monarca extranjero, por jefe de gobierno un individuo cuyo poder no resulta del voto directo y una relación de dependencia económica con un tercer país extranjero. Ese es el caso de Canadá, donde la reina de Inglaterra es la jefa de Estado, el primer ministro no surge del voto directo del pueblo y, en la práctica, la economía existe como un apéndice de la de los Estados Unidos. Nada de esto era entonces, ni es ahora, una disquisición vacía de contenido: Canadá es una semicolonia estadounidense y un poco inglesa a la vez, aunque los canadienses viven en la ilusión de una abundancia que por cierto no les es propia. Dicho de otra forma, los canadienses son prósperos porque se les permite serlo, jamás porque esa sea su voluntad soberana.
Lo que precisamente no existe en Canadá es soberanía, empezando por el hecho de que el país sigue atado a una mancomunidad de naciones que impone como forma y sistema de gobierno la monarquía constitucional y el parlamentarismo. El resultado de esa imposición es que, en primer lugar, a los canadienses no se les permite elegir directamente por el voto popular al primer ministro. Los canadienses votan en elecciones distritales a sus representantes en el parlamento y estos, por su parte, eligen corporativamente al primer ministro. El poder ejecutivo surge del poder legislativo y no de la voluntad nacional-popular soberana, cosa que ocurre también en Gran Bretaña, en Australia, Nueva Zelanda y por lo general en todos los demás países de la llamada Commonwealth of Nations, la mancomunidad con la que los ingleses mantienen bajo su órbita a los países que alguna vez fueron parte de su vasto imperio. No existe de hecho la soberanía popular en Canadá, ni siquiera para darse un gobierno propio.

Entonces el poder ejecutivo en Canadá resulta del poder legislativo sin que eso escandalice a ninguno de los “demócratas” que suelen rasgarse las vestiduras por la división de los tres poderes. No se le permite al pueblo elegir al jefe de gobierno, pero es “democracia”. Claro que esa es la característica del parlamentarismo —ya sea en su versión republicana o monárquica— y es el contrato social que los canadienses se dieron a sí mismos, ya sabían de entrada que el poder político iba a definirse en una camarilla de dirigentes y no en el barro de la realidad social, allá ellos. El tema es que aquí nuestro amigo empieza a tener la razón en eso de que Canadá no es un país serio. Desde el punto de vista de los demás americanos y nuestro sistema presidencial de voto directo —en Estados Unidos el voto no es tan directo y el poder ejecutivo surge de un colegio electoral con distintas características—, no puede ser serio un país donde las mayorías eligen a una minoría para que esta, a su vez, elija quien va a gobernar.
Eso es difícil de entender para un argentino, para un brasileño o para cualquier americano que no sea canadiense, estadounidense o de esas islas del Caribe que permanecen en la Commonwealth. En nuestras latitudes al presidente lo pone el pueblo y solo el pueblo puede, de no mediar algún tongo, removerlo de su cargo. El que manda lo hace porque su poder unipersonal resulta de la voluntad nacional-popular soberana expresada en las urnas y eso, para la mayoría de los americanos, es un criterio para definir si un país es serio o si no lo es. ¿Qué es eso de no dejar elegir al pueblo, si todo poder emana precisamente del pueblo?
Por otra parte, los canadienses tienen como jefe de Estado a un monarca extranjero, aunque solo simbólicamente. La reina de Inglaterra es la reina de Canadá y en teoría puede intervenir en cuestiones de la política del país más allá de que no lo haga con la finalidad de no agitar un avispero que suscitaría cuestionamientos populares a este verdadero mamarracho. La reina de Inglaterra —que, de nuevo, es la reina de Canadá en un sentido estricto, pues se trata de la misma persona con distintas coronas— también elige al llamado gobernador general, cuyo trabajo es el de “unir a los canadienses” y el de representar diplomáticamente al país en el extranjero. Esto es, Gran Bretaña se reserva para sí la representación diplomática de esta semicolonia suya que es Canadá.

Pero si Canadá es una semicolonia de los británicos en lo político, lo es mucho más de los estadounidenses en lo económico. La casi totalidad de la economía de este país que es la segunda extensión territorial del mundo, pero apenas el 37º. en población, depende íntimamente del humor de la economía de los Estados Unidos. Según los últimos datos disponibles, el 85,8% de las exportaciones del país tiene como destino los Estados Unidos, eso sin considerar el contrabando y el comercio informal a lo largo de una frontera de casi 9.000 kilómetros de extensión. También el 61% de las importaciones de Canadá viene de los Estados Unidos y, para que se tenga una idea de la magnitud de esta dependencia, Canadá es uno de los pocos países del mundo y quizá el único sin característica telefónica internacional propia, utilizando el prefijo de su vecino ubicado al sur. Y si bien eso parecería ser un dato de color, es más bien el símbolo de la enorme integración técnica y, por ende, económica existente entre canadienses y yanquis. Si el sistema colapsara en un país, pues colapsará en ambos al mismo tiempo. Y eso es depender de la suerte de otros.
Es cierto que los canadienses tienen un muy elevado estándar de vida, con un índice de desarrollo humano de 0,929 y solo por debajo de países como Noruega, Suecia, Dinamarca y demás paraísos con mucha riqueza a ser distribuida entre muy poca gente. Y es precisamente esa la razón por la que los canadienses viven en la abundancia. Sentados sobre ingentes recursos naturales entre los que reina el petróleo, los canadienses viven básicamente de las regalías: Canadá es el cuarto mayor productor de crudo y el quinto mayor en términos de gas natural, con una producción diaria entre cinco y seis veces superior a la de Venezuela. Todo el posterior desarrollo agrícola e industrial del país se debe a esa abundancia en recursos naturales, cuyas regalías multimillonarias fueron inteligentemente invertidas en los sectores de la economía. En este sentido, Canadá ha sido un país mucho más serio que los nuestros, en la voluntad de su clase dominante para la inversión en un sistema capitalista realmente existente. Como en los demás países occidentales, existe en Canadá una burguesía nacional que supo defender sus propios intereses en el uso de los recursos naturales y eso resultó en el bienestar social que tiene hoy el pueblo-nación canadiense.
Oh, Canadá…
Entonces Canadá es un país dependiente en lo económico y en lo político, pero un país muy grande, muy rico y muy poco poblado. Es un país donde el pueblo-nación no participa en las decisiones y, a decir verdad, nunca quiso participar demasiado. El canadiense acepta la dependencia semicolonial respecto a los Estados Unidos y a Gran Bretaña y acepta el hecho de que no puede elegir su propio gobierno sin chistar, siempre y cuando tenga la pancita bien llena y nadie lo moleste. De ahí viene la conclusión de que ese no es un país serio: por más bienestar que tenga, no puede ser serio políticamente un territorio semicolonial en el que los que están dentro no participan del destino colectivo. Y así es el canadiense, quien se deja llevar por una ola en la que ha estado históricamente muy cómodo, en una posición de sumisión sin maltrato. Hasta hoy las potencias globales y las corporaciones les han permitido a los canadienses vivir en la opulencia y en libertad. Hasta hoy.

Los canadienses son poquitos, menos de 40 millones. Son menos que los argentinos y en un territorio tres y hasta cuatro veces más extenso, razones por las que el poder fáctico global puede darse el lujo de permitirles existir con un nivel de consumo similar al de los Estados Unidos sin que eso mueva demasiado el amperímetro. Pero a partir de la pandemia del coronavirus hubo un cambio en los planes de las élites y será necesario, por una parte, reducir las expectativas de quienes hoy tienen un bienestar elevado, habrá que acostumbrarlos a consumir menos. Por otra, como condición para que ese acostumbramiento se dé, deberá haber un ajuste feroz en las libertades individuales, que es para que tengan disciplina. Y es aquí donde empieza el problema de unos canadienses que nunca se metieron en política porque siempre lo tuvieron todo, a los que nunca les hizo falta pelear por nada y que ahora se encuentran, no obstante, frente a un proceso que no pueden comprender.
Como se sabe, la política es la lucha por el poder en el Estado con la finalidad de introducir desde allí, desde el poder político, cambios en la forma como una sociedad administra y distribuye la riqueza del territorio sobre el que está sentada. En otras palabras, la política es una pelea para definir quién va a tener el cuchillo que corta el jamón. Y allí donde el jamón es demasiado grande para las bocas que lo quieren comer esa pelea suele ser de baja intensidad. He ahí el por qué los canadienses solo se meten en “política” (lo que hacen no es política en el sentido de nuestra definición) para discutir el sexo de los ángeles. En su debate nacional, el canadiense suele entretenerse muchísimo con discusiones bizantinas sobre cuestiones de moral sexual, racial y religiosa, sobre asuntos que no tienen que ver con el reparto de la riqueza. La “política” de un país como Canadá, donde ni siquiera existe el voto directo, se reduce a los aspectos morales del ordenamiento social.

Y en eso llegó Justin Trudeau, cuya plataforma “política” se limita a la defensa de la igualdad de género, al medioambiente, al aborto, a los derechos de la comunidad LGBT y la legalización de la marihuana, como informa Wikipedia en la versión en castellano de su artículo dedicado al actual primer ministro de Canadá. En ese archivo de Wikipedia también puede enterarse el atento lector de que Trudeau mide casi un metro noventa, que tiene ojos azules y cabellos castaños. ¿Detalles irrelevantes sobre la personalidad de un dirigente político? Ciertamente, pero no quedaba otra. Frente a la ausencia de política real en el discurso y en la praxis de Trudeau, lo único que puede hacerse para llenar el espacio es llenarlo, precisamente, con lo bizantino. Pero esa frivolidad no debería atribuirse al propio Trudeau y mucho menos a quienes construyen de buena fe esa fuente de conocimiento libre que es Wikipedia, sino a los canadienses. Al no meterse en una “política” que no es política para que lo sea, la sociedad de Canadá queda expuesta frente al resto de mundo como una sociedad frívola. Trudeau es a la imagen y semejanza del pueblo al que gobierna, como suele ser en todas partes. Un pueblo frívolo tiene dirigentes igualmente frívolos, puesto que los dirigentes nacen del seno del pueblo y se desarrollan también allí.
Pero el problema está planteado, el poder fáctico del globalismo quiere imponer la “nueva normalidad” sobre un planeta cuyos recursos naturales se agotan, pero sin modificar sustancialmente el sistema capitalista basado en la propiedad privada. La consigna es lograr que las mayorías populares en todas partes consuman menos y se reproduzcan menos para no tener que recurrir a la alternativa, que es la supresión directa de esas mayorías. Y en países como Canadá, donde la gente consume muchísimo porque es libre para hacerlo, va a ser necesario disciplinar a las mayorías, ponerlas en caja para que vayan aceptando lo que se viene. Ese es el problema que tiene Justin Trudeau entre manos, el de implementar la agenda de unas élites y unas corporaciones a las que el propio Trudeau debe su lealtad. Ese es el problema de los canadienses, que si bien lo presienten, no entienden todavía de un modo colectivo que su actual primer ministro es tan solo una etapa en la imposición de una nueva disciplina.
La disciplina es innecesaria en países como el nuestro y menos aun en los de nuestra región, puesto que el hispanoamericano de un modo general está acostumbrado ya al infraconsumo y se supone que frente a la “nueva normalidad” que se quiere imponer no va a presentar demasiada resistencia. Pero en los países centrales eso es mucho más problemático. El hombre occidental tiene un estilo de vida basado en el consumo excesivo y asocia culturalmente ese sobreconsumo al bienestar social y a la libertad, se ha adiestrado así desde el fin de la II Guerra Mundial y la introducción del Estado de bienestar social en Occidente. Pese al avance del neoliberalismo en los países centrales desde principios de los años 1980 y con más intensidad en los 1990, el canadiense de hoy conserva aún la idea cultural del consumo como sinónimo de bienestar y consume, en consecuencia, mucho más de lo que necesita.

Eso tiene que terminar y allí está Justin Trudeau, cumpliendo no el mandato de un pueblo que ni siquiera lo votó porque no está habilitado para hacerlo, sino el mandato de los poderes fácticos del globalismo a los que Trudeau debe toda su carrera en la política. Trudeau existe porque los poderosos del mundo tienen interés en que exista, es un peón del globalismo en el territorio. Por lo tanto, si esas élites quieren imponer una “nueva normalidad” que les sea útil para reordenar un mundo que necesariamente debe cambiar de base, Trudeau debe ejecutar esa imposición en la práctica y es ahí donde la política canadiense empieza súbitamente a ser de muy alta intensidad. Hasta la explosión de las protestas que paralizaron al país en las últimas semanas y tuvieron su máxima expresión en la toma de Ottawa, la capital administrativa de Canadá, por parte de unos camioneros absolutamente sublevados, no existía en el país de la hoja de arce la conflictividad social. El canadiense siempre protestó con cartelitos frente a la casa de gobierno, ordenadamente y sin pisar el césped. Y ahora está a punto de hacer una Plaza Maidán en la capital del país más “aburrido” del mundo.
La política de Canadá se puso intensa de golpe cuando más y más canadienses empezaron a comprender que eran excesivas las exigencias del Estado bajo la categoría de prevención sanitaria. Los canadienses entendieron que la administración de la pandemia se había mutado de cuidado de la salud a control social puro y duro cuando se vieron en una situación en la que incluso lo cotidiano se había vuelto inviable, cualquier trámite de poca monta requería del canadiense la presentación de permisos que la burocracia estatal extiende a discreción y eso para la idiosincrasia profundamente liberal —en el sentido que ellos mismos le dan al liberalismo, que es igual al que le dan en los Estados Unidos— del canadiense de pronto se hizo intolerable. En ese momento los canadienses tomaron la calle y lo hicieron de modo desordenado, con serios disturbios y una amenaza a la estabilidad social del país. Y así Justin Trudeau, que para colmo pertenece al Partido Liberal y está en una situación de mucha precariedad ideológica, ordenó la represión brutal contra el pueblo, con cargas de caballería contra civiles y la confiscación de las cuentas bancarias de sus opositores en el marco de la aplicación de una Ley de Emergencia que estaba prevista, pero que jamás se había utilizado.

El argumento de Trudeau para aplicar métodos de represión más bien típicos de las dictaduras en los países en desarrollo se reduce a gritarles “antivacunas” a los que protestan para descalificarlos frente al resto de la opinión pública, o la ideología sanitaria buena tanto para un barrido como para un fregado, aunque esa reducción es cada vez menos efectiva. A medida que avanza la represión y se difunden imágenes de la brutalidad de la policía contra el pueblo movilizado, aquella opinión pública timorata va definiéndose. Los gobernadores de las provincias y la Iglesia han expresado su desacuerdo y amenazan con quitarle el apoyo a Trudeau para evitar que los canadienses les retiren el apoyo a ellos mismos. Es un poco difícil de entender para un argentino acostumbrado a marchas y piquetes prácticamente todos los días, pero en Canadá una protesta masiva tiende a mover mucho la aguja en la política, justamente porque no es lo usual.
Los medios de comunicación de Occidente y también aquí en las colonias están haciendo de todo para invisibilizar lo que pasa en Canadá y les viene muy bien el potencial conflicto en Ucrania para tapar esa realidad. Canadá está en llamas y la prensa internacional apenas lo informa, eso sí, aclarando siempre que se trata de una minoría de “antivacunas” a la que un abnegado Trudeau intenta contener utilizando para ello —legítimamente, resaltan siempre los operadores mediáticos— el aparato represivo del Estado. Como se sabe, para el gusto de quienes tienen el poder de la palabra, existen represiones malas y existen las que son buenas. Si ocurren en Nicaragua, en Venezuela o en Corea del Norte son de aquellas, pero si ocurren en Canadá, pues bien, entonces las represiones son buenas, aunque llevarlas a cabo implique arrollar con caballos de la policía montada a unos ancianos, por ejemplo.

¿Y por qué? Porque, en principio, en todo lo que los medios de difusión de las corporaciones quieren ocultar existe un peligro para los intereses de esas corporaciones. Al igual que en Ucrania, donde Occidente intenta adelantar su frontera imperialista, en Canadá se juega hoy el futuro de la humanidad, aunque quizá de un modo aún más directo que en Ucrania. Si el canadiense logra recibirse al fin de pueblo-nación y le dobla la mano al tirano Justin Trudeau, habrá entonces esperanza para los demás pueblos del mundo en que es posible ganarles la partida a las élites globales y destruir la idea macabra de una “nueva normalidad” cuyo objetivo no es otro que la construcción de un mundo que está en el punto justo entre Orwell y Huxley. Por el contrario, si Trudeau se impone y derrota al pueblo, los ricos del mundo sabrán que la voluntad de cualquier pueblo puede ser torcida. Y luego vendrán por todos los demás.
Los canadienses protestan con la consigna de la “libertad”, pero ese es un error típico de la época. Lo que está en juego en Canadá no es la libertad en un sentido liberal, no es la libertad de hacer cada cual lo que quiere, es otra cosa. Lo que se juega hoy en las calles de Ottawa y en todas las ciudades y pueblitos de ese enorme y a la vez pequeño país semicolonial es el proyecto político que va a aplicarse de aquí en más en el mundo. En la última mitad del siglo XIX y en casi todo el siglo XX la discusión fue entre el proyecto liberal de Occidente y el proyecto socialista de Oriente, la alternativa se dirimió en la guerra clásica y también en la guerra fría o de baja intensidad aparente, pero todo eso cambió. Ahora la discusión está entre un proyecto de gobierno global centralizado y otro proyecto, el de la soberanía nacional-popular en el que cada pueblo-nación debe tener el poder de decisión sobre las cosas de su propio destino.
Pueblo o corporaciones, los de abajo contra los de arriba. Justin Trudeau es “de izquierda” y Emanuel Macron es “de derecha”, pero ambos juegan para los de arriba. Los de abajo tenemos que ponernos los pantalones largos en defensa propia, despejar el humo ideológico y luchar. Canadá no es un país serio y ahora veremos qué tan serios pueden llegar a ser los canadienses.