Aparece la 52ª. edición de la Revista Hegemonía y nuevamente poniendo el dedo sobre la llaga. Mientras todos los dirigentes, los “periodistas” operadores en los medios de difusión y buena parte de los politizados siguen la huella de lo establecido para que el juego no se salga de su cauce, la Argentina arde en el fuego de una crisis sistémica a la que nadie parecería dispuesto a afrontar seriamente. Los problemas reales de la sociedad se multiplican, van perpetuándose ante la mirada pasiva de los dirigentes teóricamente encargados de resolverlos, pero en la agenda del debate sobre lo público esos problemas apenas figuran en un lugar de escasa importancia.
En la sociedad humana lo que no se discute no se resuelve, ese es un principio de visibilidad de las problemáticas, una cosa que pertenece al campo de la realidad fáctica. En la metáfora biológica, una enfermedad no diagnosticada adecuadamente no puede tratarse porque no está del todo visible para quien la padece. Uno sufre de los síntomas a diario y, no obstante, no actúa contra el origen de esos síntomas al no saber de qué se trata. Algo parecido pasa con las sociedades en general y con la sociedad argentina en particular: al no diagnosticar correctamente en el debate público la enfermedad del país, los argentinos sufrimos de los síntomas sin ninguna perspectiva de mejorar.
Eso pasa y ahí están los dirigentes de la política enfrascados en debates ideológicos bizantinos. Se dice que en el siglo VII en Constantinopla la sociedad se dedicaba al debate teológico mientras los otomanos ponían cerco a la ciudad, o que discutían el sexo de los ángeles con el enemigo a las puertas. Esa es la definición genérica de una discusión bizantina, es ignorar un problema real y concreto para dedicarse al debate ideológico que podría muy bien postergarse para otro momento. Hoy la Argentina es Bizancio: con los otomanos a punto de invadir el territorio, nuestros dirigentes se dedican a la ideología en vez de resolver el problema del sitio, que urge.
Otra característica de la discusión bizantina es que, por definición, todo el debate además de contraproducente es inútil al no existir la posibilidad de que una de las partes convenza a la otra. El debate ideológico no es una argumentación lógica en la que alguien va a demostrar que tiene la razón hasta lograr el reconocimiento de la contraparte. En realidad, en el debate ideológico todos ya entran absolutamente convencidos de su verdad relativa —de ahí la convicción ideológica, precisamente— y no hay nadie dispuesto a cambiar de opinión. La discusión bizantina es inoportuna y a la vez inocua, no sirve para cambiar la realidad de nadie.
Esos debates se dan todos los días en la política de nuestro país. Cuando no es alrededor de la ideología de género o cualquier otra cuestión moral sobre la que es imposible convencer a alguien, es por ejemplo con el asunto de la libre portación de armas de fuego que analizamos en esta edición de nuestra Revista Hegemonía. Con la finalidad de embarrar más la cancha y de fidelizar un núcleo duro electoral, los llamados “libertarios” lanzan al tapete el “proyecto” (no hay ningún proyecto, véase bien, es solo una provocación) para que su contraparte que es el progresismo de izquierda salte enloquecido a contradecir.
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