Un duro para Francisco

Cristo fundó su Iglesia sobre un hombre frágil y no sobre un héroe, en una paradoja que escandaliza a los poderosos y sigue siendo el secreto de la indestructibilidad del catolicismo. Al igual que Pedro, Francisco no fue un hombre perfecto o sin fisuras, pero fue asimismo un pontífice conectado con el sufrimiento del mundo que finalmente despertó simpatías entre la grey católica y más de un rencor entre los ideologizados por izquierda y por derecha. Fue curiosamente tildado de “comunista” por los liberales, de “conservador” por ciertos progresistas arrebatados y despreciado en privado por muchos que en público lo elogiaban con hipocresía. Su pontificado deja una Iglesia más humana y fortalecida.
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Afirmaba Chesterton que “Cristo no eligió como piedra fundamental al místico Juan, sino a un pillastre, un fanfarrón, un pusilánime y en una palabra, un hombre. Sobre esa piedra construyó su Iglesia y las puertas del infierno no han prevalecido sobre ella. Todos los imperios y los reinos han perecido a causa de su debilidad inherente y continua, a pesar de haber sido fundados sobre hombres fuertes y sobre hombros fuertes. Sólo la iglesia cristiana histórica fue fundada sobre un hombre débil, y por esa razón es indestructible”.

La Iglesia, en efecto, ha sido fundada contando con la debilidad de los hombres. En esto se distingue de todas las instituciones humanas, que han sido fundadas sin contar con esta debilidad: y al no contar con ella, se condenan inexorablemente a la extinción, aunque recurran a los hombres más excepcionales, llámense Julio César o Napoleón. Mucho más modestamente, la iglesia elige como piedra fundamental a hombres débiles como Pedro o el recientemente finado Francisco (a quien no despacharemos con epítetos tan crudos como los que Chesterton asignaba a Pedro) y sobrevive a las tempestades más feroces. En estos días, Francisco disfruta de lo que Ruanito llamaba jocosamente la “semana del duro”, en alusión a esa porción de tiempo en que llueven panegíricos en la prensa sobre los muertos ilustres. La muerte embellece siempre una barbaridad, ablanda las reticencias y desata una oleada de unánime simpatía hacia el difunto. Así, en el caso de Francisco, hemos tenido ocasión de leer en estos días hasta tres ditirambos encendidos de amigos —dos procedentes del ámbito conservador, uno del ámbito progresista— que recientemente nos pusieron a Francisco como chupa de dómine en privado, obligándonos a intervenir en su defensa, por piedad filial.

Liberales y conservadores odiaron a Francisco desde la primera hora, presentándolo grotescamente a veces como un comunista, a veces como un peronista, pero aprendieron taimadamente a despellejarlo en privado, mientras en público le mostraban adhesión y obediencia hipócritas. En cuanto a los progresistas, no tardaron en comprender que todos los “aperturismos” que Francisco abanderaba no eran sino gallofas que les tendía astutamente para mantenerlos apaciguados y no acababan concretándose en nada: pero, a pesar de la decepción, decidieron seguir aplaudiéndolo públicamente, pues consideraban que la confusión sembrada por Francisco con sus guiños progresistas les servía para debilitar a la Iglesia y acaso para doblegarla en un futuro próximo, forzando al sucesor de Francisco a consumar los logros que Francisco sólo bosquejó a modo de señuelos retóricos. Pero las tartuferías de conservadores y progresistas no han bastado para mitigar la triste polarización ideológica existente hoy en el seno de la Iglesia, quizá el legado más doloroso del pontificado que ahora concluye, como ha señalado el perspicaz (y nada sospechoso de heterodoxia) Giovanni Maria Vian.

Francisco abrió el abanico de las inquietudes católicas, obsesivamente enclaustrado en la cárcel de la moral sexual; volvió a poner la apremiante cuestión social sobre el tapete, provocando los espumarajos de los liberales y nos enseñó que el respeto a la vida humana exige una economía al servicio del hombre y un dominio justo sobre la Creación. Fue un empeño benemérito que, sin embargo, Francisco acometió asumiendo argumentos sistémicos, en lugar de recurrir a la tradición del pensamiento católico. Así ocurrió, por ejemplo, en la cuestión climática, donde Francisco abrazó magisterialmente hipótesis cientifistas muy discutibles que acaso en el futuro le cuesten a la Iglesia tantos reproches como la actitud de Urbano VIII con Galileo. En general, Francisco ha buscado siempre el aplauso del mundo, para lo cual no ha vacilado en adoptar un lenguaje campechano un poco chanta (que diría un argentino) y un barullo o zurriburri aturdidor en cuestiones doctrinales sensibles, aprovechado con regocijo por los demoledores de la Iglesia.

Francisco aplicó hasta el paroxismo la parábola evangélica de la oveja descarriada, empresa de nuevo benemérita si no fuera porque la acompañó de desprecios y vejaciones a las ovejas dóciles, a las que a veces caracterizó como “pepinillos en vinagre”, otras veces censuró por parir como conejas y otras, en fin, tachó de gnósticos, neopelagianos, autorreferenciales y no sé cuántas enormidades más. A veces parecía que para congraciarse con esa oveja descarriada (a la que, por cierto, en general no logró devolver al redil), Francisco necesitaba denostar y vejar a las ovejas dóciles, actitud que no hallamos en el pasaje evangélico mencionado. Pero tal vez a un hombre tan propenso al lenguaje campechano se le deban disculpar estos excesos verbales, así como el zurriburri doctrinal aledaño. A mi juicio, las fallas principales de Francisco son las propias de una generación que se creyó llamada a protagonizar una “primavera de la iglesia” que a la postre devino invierno gélido y que, décadas después de aquel fracaso, seguía aferrada a ideas y conceptos por completo trasnochados, amén de erróneos. Anclado en un mundo que ya no existía (el mundo de su juventud en el la que Iglesia se aggiornaba para dialogar con el mundo), Francisco se empeñaba en combatir las rigideces de la iglesia, sin advertir que la gente que se aleja de la Iglesia no es porque la Iglesia sea demasiado “rígida” o dogmática, sino porque ha perdido la fe. Y la ha perdido, entre otras razones, porque una Iglesia que se mimetiza con el mundo y asume su lenguaje y sus argumentos deja de resultar atractiva para cualquier persona con inquietudes espirituales.


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