Las fotos de familia de las conferencias de Yalta y Potsdam son documentos históricos de inestimable valor pues en ellas los líderes de aquellos países que ganaron la II Guerra Mundial quedaron inmortalizados en el momento de repartirse el mundo después de dicho triunfo. Al mirarlas con atención, el observador puede hacer volar la imaginación pensando en los diálogos que tuvieron lugar en las mesas chicas más tensas de la historia del siglo XX, puede figurarse el encuentro entre el soviético Stalin y quienes habían sido sus socios occidentales durante el conflicto y luego habrían de ser sus enemigos al empezar inmediatamente la Guerra Fría. La Conferencia de Yalta tuvo lugar en febrero de 1945 y fueron de la partida, además de Stalin, el británico Winston Churchill y el estadounidense Franklin Roosevelt. Aquellas conversaciones iban a continuar en Potsdam entre julio y agosto del mismo año, pero ya con Clement Attlee reemplazando a un Churchill que en el interín había perdido insólitamente (y por paliza) las elecciones y con Harry Truman en lugar del recientemente fallecido Roosevelt.
Todo eso pasó en Gran Bretaña y en los Estados Unidos en los casi seis meses transcurridos entre Yalta y Potsdam. Los conservadores de Churchill fueron vapuleados en las urnas por los laboristas con Attlee a la cabeza y Roosevelt dio su último suspiro después de haber gobernado por tres periodos consecutivos —fue el único que sirvió más de dos mandatos en toda la historia de su país— y de haber ganado nada menos que la guerra mundial. Solo los soviéticos iban a presentarse sin cambios de liderazgo en ambas conferencias, con un Stalin vibrante y muy exigente en la certeza de que el Ejército Rojo había ganado prácticamente la guerra al capturar Berlín mientras sus socios occidentales se entretenían en las playas de Normandía con batallas escenificadas para Hollywood. Stalin quería incorporar la totalidad del territorio alemán a la zona de influencia de la Unión Soviética, cosa que Truman con las bombas atómicas sobre Japón no iba a permitir.
Claro, Truman no podía ni iba a permitir eso. La incorporación de Alemania con su muy desarrollado aparato industrial a la zona de influencia de una Unión Soviética que tenía literalmente todos los recursos energéticos y las materias primas para hacer andar esa industria habría resultado, en el cortísimo plazo, en la formación de la primera potencia mundial por lejos. Yalta y Potsdam son el testimonio de esa rosca geopolítica trascendental. El reparto del mundo que se discutió en ambas conferencias se resume entonces a la partición del territorio alemán, o en manos de quién iba a quedar el que en aquel momento era el complejo industrial más avanzado y sofisticado del mundo. Como se sabe hoy a casi ochenta años de esos hechos, Alemania iba a quedar particionada en cuatro sectores formales que en la práctica eran dos: los sectores estadounidense, británico y francés para el liberalismo occidental y el sector soviético —lo que luego sería la Alemania Oriental— para el socialismo de Oriente.

No casualmente la casi totalidad del aparato industrial de los alemanes se había instalado en el oeste del país, justo dentro de las zonas que luego iban a asignarse a las potencias occidentales. Podría decirse entonces que la Unión Soviética ganó la guerra invadiendo Berlín y luego la perdió a manos de sus aliados en las mesas de negociaciones de Yalta y Potsdam. La Guerra Fría empezó allí y eso todo el mundo lo sabe, pero hace falta un poco más de poder de abstracción para saber, entonces, que ya arrancó con el resultado puesto de antemano: disminuida económicamente respecto a sus rivales occidentales por lo que le tocó a cada bando en la partición de Alemania, la Unión Soviética iba a quedar condenada a “remar” contra la corriente en las siguientes décadas con el fin de equilibrar esa balanza, sin llegar nunca a estar ni cerca de lograrlo. La economía industrializada del capitalismo occidental floreció y la del socialismo soviético se estancó hasta plasmarse políticamente esa situación, 46 años más tarde, en la disolución del campo socialista en el Este.
He ahí la importancia exacta de las conferencias de Yalta y Potsdam en las que los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética formatearon el mundo para lo que quedaba del siglo XX. Todo el nuevo orden global posterior a la II Guerra Mundial se definió en Yalta y Potsdam y la conclusión inevitable frente a esta realidad histórica es que en las fotos de familia de ambas conferencias falta alguien. ¿Por qué Francia, siendo unas de las tres potencias occidentales en el bando aliado que ganó la guerra no estuvo sentada en las mesas chicas de Yalta y Potsdam? La percepción presente no suele advertir esta contradicción al haber naturalizado ya las imágenes de Churchill/Attlee, Roosevelt/Truman y Stalin representando ahí a sus países como si estos fueran las únicas potencias ganadoras. Nadie se acuerda de Francia, aunque Francia desde luego estaba y sigue estando por lo menos a la misma altura de Gran Bretaña tanto política como económicamente.

Si Churchill y luego Attlee fueron invitados y representaron a Londres, ¿por qué no lo fue asimismo Charles de Gaulle en representación de los intereses de París? La historiografía dominante pretende resolver esta contradicción explicando prosaicamente que Francia estuvo invadida por el enemigo y que, en consecuencia, habría luchado en la guerra por su propia liberación, esto es, no en el bando de los tiburones y más bien dependiendo de estos para salvarse. Esa es una explicación bastante simplona que solo puede imponerse en el sentido común por la fuerza brutal de la difusión y de la repetición del discurso hegemónico. El territorio de la Unión Soviética también fue profundamente invadido —las tropas nazis estuvieron a unos quince quilómetros del centro de Moscú y sitiaron durante meses la ciudad de Stalingrado, actual Volgogrado— y no por eso a nadie se le ocurrió la brillante idea de negarle a Stalin un asiento en Yalta y Potsdam. ¿Por qué se lo negaron entonces al general Charles de Gaulle?
Terribles sutilezas de la geopolítica que solo pueden dilucidarse mediante un profundo análisis de la documentación histórica explican esa que es una de las mayores contradicciones del siglo XX. En el momento cúlmine del reparto del botín de guerra los ganadores excluyen de su mesa chica a uno de los socios en el negocio sin que, véase bien, esa exclusión impacte negativamente en el propio reparto. Al momento de particionar Alemania, un extenso sector del territorio fue efectivamente asignado a Francia: las regiones de Renania, Sarre, Baden y Wurtemberg-Hohenzollern quedaron bajo ocupación de los franceses, además de los distritos de Reinickendorf y Wedding en la partición de la ciudad de Berlín. Esta es la evidencia de que, aun sin muchas ganas de hacerlo, estadounidenses, británicos y soviéticos reconocían a los franceses como socios en la empresa de descuartizar el territorio alemán en beneficio propio. ¿Y entonces por qué no invitaron a Charles de Gaulle a la mesa de negociación?

Aquí hay una cuestión ideológica que la historiografía oficial ha querido ocultar debido al carácter corrosivo que representaba para la unidad del liberalismo occidental de cara a la Guerra Fría. Dicho de otro modo, los aliados se percataron ya durante la II Guerra Mundial de que el general Charles de Gaulle no compartía los valores liberales de estadounidenses y británicos y tampoco era dócil, por lo que probablemente iba a causar problemas en el bloque occidental. Los aliados reconocían a Francia como miembro pleno del grupo de potencias dominantes, pero no querían tener cerca a De Gaulle y por eso lo borraron de Yalta y Potsdam. Roosevelt y especialmente Churchill, quien debió padecer la presencia del francés en Inglaterra durante meses porque allí fue a exiliarse, lo conocían bien y sabían que era anticomunista y antiliberal en la misma medida. En la opinión de Washington y Londres el problema de Charles de Gaulle era su tercera posición.
Católico, conservador popular y profundamente nacionalista, en todos sus valores ideológicos y morales el general De Gaulle contradecía tanto a los comunistas ateos e internacionalistas de la Unión Soviética como a los liberales anglosajones y sionistas de los Estados Unidos y Gran Bretaña. He ahí la parte de la historia que la narrativa oficial ha ocultado durante décadas con la estúpida explicación de que De Gaulle no estuvo sentado en Yalta y Potsdam porque Francia había sido invadida por los nazis. No hay nada de eso, como se ve. Charles de Gaulle no fue invitado a la mesa chica del reparto del mundo después de la II Guerra Mundial porque de haberse sentado en esa mesa iba a cuestionar a Stalin, obviamente, pero también y en igual medida a sus aliados occidentales. De Gaulle pertenecía a un Occidente que los liberales querían enterrar junto a Hitler y Mussolini.

En efecto, Roosevelt toleraba mucho mejor a los bolcheviques estalinistas que a De Gaulle y los nacionalistas franceses. Los toleraba, se sentaba entre ellos y hasta se reía con ellos en una relación de camaradería típica de los aliados en la guerra. Puede parecerle extraño al atento lector debido a que la II Guerra Mundial ya es historia vieja y los bandos se ven ahora cristalizados, se ve a Francia y a Alemania en directa oposición mutua, pero desde el punto de vista de los liberales de Washington y de Londres el nacionalismo francés con De Gaulle a la cabeza tenía cultural y moralmente mucho más en común con el nazismo alemán y aún más con el fascismo italiano que con el liberalismo anglosajón. El hecho de que Francia haya sido invadida por los nazis es un accidente de la historia que otro general, el mítico George Patton, describiría como un pelearse contra el enemigo equivocado. En términos ideológicos y morales el enemigo real de los nazis alemanes y los fascistas italianos no eran los nacionalistas franceses, sino los liberales sionistas y los bolcheviques soviéticos. Y tanto Churchill como Roosevelt lo sabían.
Al saberlo, hicieron todo lo que estaba a su alcance para que De Gaulle no figurara y lo lograron, lo que evidentemente enfureció al francés y agudizó su antiliberalismo. De Gaulle antagonizó con los liberales después de la guerra y paulatinamente, mientras se fortalecía en su política doméstica, fue aumentando su hostilidad hacia Washington y Londres en plena Guerra Fría, o sea, teniendo enfrente a la Unión Soviética planteó igualmente el quiebre en el bloque occidental. Al llegar finalmente a la presidencia en 1959 —14 años después del fin de la II Guerra Mundial, de Yalta y de Potsdam—, De Gaulle planteó un eje geopolítico París-Madrid, por ejemplo, buscando empalmar con un Francisco Franco cuyo régimen se reputaba precisamente como una especie de fascismo sobreviviente a la caída de Hitler y Mussolini. De hecho, apenas dejó el gobierno de Francia en 1969, una de las primeras cosas que hizo De Gaulle fue irse de visita a España a entrevistarse amistosamente con Franco y a confirmar que nunca fue parte de la familia liberal de Occidente.

Ese intento de constituir un eje geopolítico París-Madrid como alternativa a la sumisión ante Washington y Londres siempre fue una suerte teoría de la conspiración, puesto que todo se hizo en el más absoluto secreto y no hubo encuentros públicos entre De Gaulle y Franco que oficializaran la existencia de la operación. Fue el rey Hassan II de Marruecos, durante una entrevista a mediados de 1964 al diario estadounidense The New York Times, quien reveló que el plan para crear un “eje vertical” París-Madrid-Rabat (capital de Marruecos que aparece en la conversación por la parte que supuestamente le iba a tocar a Hassan II) era real. Hassan II dio estas declaraciones después de visitar a De Gaulle en París y a Franco en Madrid. Sea como fuere, hoy parece quedar claro que dichas conversaciones tuvieron lugar y asimismo el interés por parte del general De Gaulle en el eje París-Madrid-Rabat a modo de alternativa tercerposicionista a la hegemonía bipolar de la Guerra Fría.
Entonces De Gaulle estuvo intentando asociarse transversalmente con países cuyos regímenes eran considerados “fascistas” tanto por los Estados Unidos como por la Unión Soviética. El eje propuesto nunca se realizó, quizá por el sabotaje de ambos polos hegemónicos, pero De Gaulle no habría de darse por vencido y dos años más tarde, en 1966, directamente retiró a Francia de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la alianza militar creada dos décadas antes por los Estados Unidos para pelear la Guerra Fría contra sus nuevos enemigos soviéticos y, de paso, controlar a los europeos. De Gaulle siempre supo que la OTAN era la bota liberal estadounidense en suelo europeo y se retobó aduciendo la necesidad de construir un sistema defensivo independiente y a la vez evitar el control colectivo sobre sus fuerzas armadas nacionales. En una palabra, De Gaulle se negó ser carne de cañón de los Estados Unidos en su guerra contra la Unión Soviética o un gendarme en Europa de los intereses de Washington.

Una clásica insubordinación fundante, sin lugar a duda, un acto de valentía de los que no abundan en la historia y que junto a las conversaciones con el fin de establecer un eje geopolítico transversal por fuera de la órbita de los Estados Unidos confirman las sospechas de Roosevelt y Churchill sobre el antiliberalismo del general De Gaulle. Un artículo del Diario Clarín firmado por la redacción el 6 de enero de 2000 da cuenta de la revelación por esos días de documentos clasificados que demostraban la existencia de una conspiración real entre Washington y Londres cuyo fin fue el de “eliminar políticamente” a De Gaulle. “Él odia a Inglaterra y ha dejado una estela de anglofobia detrás de él”, se quejaba un resentido Churchill en un telegrama enviado a Roosevelt durante la II Guerra Mundial. En otro mensaje, también dirigido al presidente estadounidense, Churchill denunciaba que De Gaulle tenía “tendencias fascistas”, aunque “coquetea con los comunistas”.
Churchill no lo sabía (o a lo mejor lo sabía muy bien), pero en sus telegramas a Roosevelt no hacía otra cosa que ubicar al general De Gaulle en una tercera posición. Las “tendencias fascistas” son la confirmación de las naturales coincidencias entre el nacionalismo francés, el nazismo alemán y el fascismo italiano, o la cultura política europea que el liberalismo destruyó después de la II Guerra Mundial. Y el “coqueteo con los comunistas” es el equilibrio suficiente para determinar que De Gaulle no era nazi ni fascista, sino más bien un antiliberal. Es la propia descripción del peronismo en estos pagos, es esa cosa que los anglosajones nunca entendieron y por eso mandaron a un Spruille Braden a gritar que Perón era “nazi” y era “fascista” mientras por otro lado lo acusaban de ser “comunista”. Charles de Gaulle y Juan Perón se dan la mano allí, empalman en esa tercera posición que no se somete al liberalismo anglosajón y tampoco al socialismo soviético, aunque “coquetea” con ambos por razones estratégicas cuando hace falta.

Los liberales anglosajones no lo entienden porque es nacionalismo y no lo pueden comprender quienes no tienen patria ni nación. La tercera posición es por definición una cosa sutil que no encaja en las categorías maniqueas del liberalismo filosófico, para el que todo es blanco o es negro y solo existen el bien (siempre del lado propio) y el mal. Aunque había sido un aliado en la guerra, De Gaulle no calificaba para estar del lado del “bien” por su simpatía ideológica con el proyecto político anticomunista y a la vez antiliberal de Hitler y Mussolini, era un poco el bien y otro poco el mal y ante la duda fue puesto en la segunda categoría al no existir una escala de grises. Churchill y Roosevelt optaron por resolver brutalmente, al estilo maniqueo de los liberales, el problema que significa Charles de Gaulle y en consecuencia lo borraron intentando además eliminarlo políticamente imponiéndoles a los franceses otro líder mejor alineado con el liberalismo occidental.
El primer títere impuesto por Occidente para lograr esa supresión política de Charles de Gaulle fue el también general Henri Giraud, un sujeto privado de carisma al que Roosevelt y Churchill sentaron —junto al propio De Gaulle— en la conferencia de Casablanca en 1943. Allí Roosevelt y Churchill intentaron hacer entrar en razón a De Gaulle imponiéndole un doble comando que tenía por finalidad desplazarlo paulatinamente y luego reemplazarlo en el mediano plazo por Giraud, una personalidad más dócil desde el punto de vista del liberalismo occidental. De Gaulle comprendió la maniobra e hizo el saludo protocolar con Giraud (le dio un apretón de manos con frialdad) en Casablanca, aceptó esa extrañísima foto de familia en la que se ve a dos generales franceses junto a un inglés y un estadounidense, pero a partir de eso le hizo la guerra a Giraud hasta suprimirlo del mapa político. De Gaulle no caería en la trampa del doble comando que le habían puesto Churchill y Roosevelt para eliminarlo políticamente.

En documentos que posteriormente fueron desclasificados es posible ver que Washington y Londres tenían la esperanza de que Giraud fuera un líder menos personalista que De Gaulle y aquí está la clave: los liberales de Occidente no querían que un general carismático, populista y católico fuera el líder de Francia en la posguerra. La cosmovisión de Charles de Gaulle debía morir con la caída de Hitler y Mussolini, debía reemplazarse por una ideología liberal con un liderazgo de tipo institucional para imponer en el continente europeo el nuevo orden mundial bipolar sin espacio para terceras posiciones disidentes. Giraud fue ese personaje dócil y no carismático que iba a funcionar como un títere aceptando todas las imposiciones. Roosevelt y Churchill eran conocedores de la historia y sabían perfectamente lo que es cierto hasta el día de hoy, a saberlo, que Francia es la caja de resonancia política para toda Europa y lo que se haga allí tiende a determinar los hechos en todo el continente.
Así había sido con la revolución burguesa que vulgarmente suele llamarse “revolución francesa” desde 1789 en adelante y más intensamente aún con Napoleón Bonaparte, un general carismático al igual que De Gaulle. Las ideas republicanas de Francia se expandieron por el Viejo Continente barriendo por toda Europa con los regímenes monárquicos. De modo análogo, creían Roosevelt y Churchill, no sin razón, el liderazgo de Charles de Gaulle podría inspirar en los demás europeos una insubordinación fundante respecto a lo que estaba por venir: el Plan Marshall y el atlantismo, los instrumentos geopolíticos con los que Washington pretendía poner a los europeos en su órbita y usarlos luego como peones para luchar contra los soviéticos en la que finalmente sería la Guerra Fría. De Gaulle no podía domesticarse, tenía inserción en el corazón de su pueblo en calidad de héroe de la patria y era, por lo tanto, una amenaza para ese plan atlantista.

Aunque no lo quieran decir para no ofender a nadie, los historiadores saben a partir del análisis de la documentación que la Unión Soviética y los Estados Unidos no hicieron la II Guerra Mundial para derrotar a Hitler y a Mussolini, sino para destruir la idea subyacente en sus proyectos políticos. El problema de los nazis y los fascistas no era, desde el punto de vista de Washington y Moscú, la forma en la que gobernaban en sus países. Ese era, en todo caso, el problema nacional de los alemanes y de los italianos, la idea de que la Unión Soviética y sobre todo los Estados Unidos hicieron la guerra para liberar a los europeos del peligro del nazifascismo y frenar el Holocausto es una de las mayores patrañas de la historia. Lo que se desprende de la documentación histórica es que los liberales estadounidenses y los socialistas soviéticos hicieron la gran guerra para impedir la existencia de una tercera posición en disidencia respecto a la bipolaridad ideológica que querían imponer y finalmente impusieron a partir de 1945 como nuevo orden mundial.
Cuando el atento lector entiende eso, entiende también por qué Roosevelt y Churchill hicieron de todo para bajar a De Gaulle de su bando, no tenía sentido destruir la tercera posición nazifascista tan solo para darle el triunfo a la tercera posición nacionalista y católica del gaullismo. Al fin y al cabo, aunque muy distintos políticamente entre sí, el nazifascismo y el gaullismo tenían en común la propiedad de ser disidentes tanto del liberalismo como del socialismo, ahí está el problema resumido. Y lo mismo vale en América para el peronismo, en África para el naserismo, etc., esto es, no importaban los contenidos programáticos de cada uno de esos proyectos políticos, sino más bien el hecho de que no estaban diseñados para ser satélites de Moscú ni de Washington. El “ni yanquis ni marxistas” de Perón, por ejemplo, es la expresión más acabada de esa idea, la de la tercera posición genérica.

Occidente le hizo la guerra a Perón y logró, aprovechándose de la condición colonial de Argentina, bajarlo ya en 1955. Pero Francia no era una colonia, era una potencia mundial y De Gaulle no pudo doblegarse. Después de bailar alrededor de la política durante 14 años sin terminar de asumir del todo el rol de dirigente, el militar De Gaulle llega a la presidencia de Francia en 1959 y, en plena Guerra Fría, empieza a generar en el seno del bloque occidental aquellos problemas que Roosevelt y Churchill, el uno ya fallecido y el otro retirado, habían previsto y querido evitar. Desde el vamos De Gaulle planteó una oposición a la presencia de los Estados Unidos en Europa que iba a materializarse en el cuestionamiento frontal al Plan Marshall y en la salida de Francia de la OTAN, aunque habría de haber más. En 1965, en los últimos años de su presidencia y de su vida, De Gaulle ordenó convertir en oro los 150 mil millones de dólares que Francia tenía en sus reservas y con ello dio el primer golpe letal a la hegemonía global del dólar estadounidense.
Ese golpe tuvo una profundidad enorme pues generó la inestabilidad en las finanzas mundiales que finalmente habría de obligar en el mediano plazo al presidente estadounidense Richard Nixon a abandonar, seis años más tarde, el patrón oro que hasta allí había regulado la emisión monetaria. A partir de ese momento los Estados Unidos empezaron a emitir moneda sin respaldo en ninguna reserva de valor duro y, como se sabe, en el largo plazo dicha emisión monetaria descontrolada habría de resultar en una situación insostenible. La confianza en el dólar estadounidense fue decreciendo en el tiempo y el mundo está hoy, seis décadas después, en vías de abandonarlo como moneda de intercambio universal, lo que políticamente significa el fin de la hegemonía unipolar de Washington. El intercambio entre Rusia, China, Arabia Saudita y otros países en sus respectivas monedas nacionales es la señal que indica la necesidad histórica de este desenlace.

Eso fue lo que finalmente hizo De Gaulle con su insubordinación fundante en Francia, su rechazo al liderazgo de los Estados Unidos y su oposición al atlantismo. De Gaulle fue un continentalista y además un descolonizador, un tercerposicionista que tampoco aceptó someterse a Moscú. Fomentó el desarrollo de la tecnología nuclear en su país tanto para fines bélicos como para la producción de energía, garantizando la autonomía de su industria nacional respecto al petróleo y el gas mundialmente controlados por los Estados Unidos y por Rusia. Se cumplió la profecía de Roosevelt y Churchill sobre los peligros de un liderazgo carismático en Europa, pasó lo que suele pasar cuando la voluntad nacional-popular representada en un conductor se impone por encima de los intereses globales. Y si Francia luego volvió a caer bajo las garras del atlantismo hasta funcionar otra vez como un peón de Washington en Europa occidental es porque a De Gaulle le llegó primero el tiempo de la política y luego el de la biología.
De Gaulle pagaría por su atrevimiento con aquel Mayo Francés de 1968, una clásica operación desestabilizadora de los servicios de inteligencia yanquis o soviéticos, probablemente de ambos. El golpe financiero a la hegemonía del dólar, la deserción de la OTAN y el insistente rechazo a la conducción impuesta por Washington fueron ofensas demasiado graves para quienes pretenden gobernar a control remoto. De Gaulle supo utilizar su carisma por última vez para sortear la intentona solapada en el Mayo Francés, salió del brete y ganó una vez más las elecciones contra todo pronóstico, pero su hora había llegado. Ya muy anciano a sus 78 años, De Gaulle buscó en un referéndum de poca monta el pretexto para retirarse sin darles a sus detractores el gusto de escribir en la historia que había sido depuesto por una revuelta estudiantil. Derrotó al Mayo Francés en 1968, ganó las elecciones con gran ventaja en 1969 y a los pocos días convocó al prosaico plebiscito sobre las autonomías regionales de las provincias con el fin de perderlo y poder renunciar inesperadamente por una nimiedad.
En el último año de su vida se dedicó a escribir sus memorias y a viajar sin vigilancia, como un simple civil, a entrevistarse con aquellos líderes a los que consideraba sus pares y nunca pudo visitar mientras fue presidente. Murió en su casa de Colombey les Deux Églises, en el nordeste de Francia, el 9 de noviembre de 1970 para pasar a la historia como uno de esos gigantes que expresan la voluntad de sus pueblos y defienden su interés nacional por encima de las veleidades globalistas y atlantistas. Fue el “Perón de Francia” aclamado por la vieja militancia peronista en los años 1960 y 1970, fue el general que no se dejó condicionar por la Guerra Fría y desafió a Washington y a Moscú al mismo tiempo haciendo de la consigna “ni yanquis ni marxistas” un principio. Fue un gigante de la geopolítica y no por sus casi dos metros de estatura, sino más bien por su obra y su legado nacional-popular. Herencia tercerposicionista, por cierto, de la que esta Francia genuflexa de los días de hoy reniega y parece haber olvidado.