Este no es ni pretende ser un artículo similar a los que solemos publicar en la presente columna. A menudo nos dedicamos aquí a explorar algún evento o personaje, indagando en la interpretación que el revisionismo histórico suele hacer de ellos en contraste con la interpretación canónica propia de la historiografía tradicional, representada en nuestro país por la línea mitrista.
Como historiadores o aficionados a la historia, entonces, estamos familiarizados con determinadas categorías y procesos, a la vez que a menudo nuestra valoración de los hechos viene teñida por nuestra subjetividad, resultándonos algunos sucesos más atractivos que otros. Y una de esas categorías que se repiten en el análisis historiográfico es sin lugar a dudas el concepto de revolución, entendida como un proceso que viene a cambiar el paradigma en un determinado momento y lugar, o por lo menos lo que se entendía como el statu quo hasta la ocurrencia del fenómeno estudiado.
Cierto es que los historiadores nos referimos mucho a revoluciones pasadas, como la revolución industrial, la revolución burguesa de Francia, la revolución bolchevique en Rusia, la revolución cubana, incluso nuestras criollas revolución de Mayo y la revolución justicialista encabezada por Juan Perón a partir de 1943. También es cierto que a menudo tomamos partido en favor de alguna o algunas de ellas, pues el de revolución es un concepto que suele gozar de una valoración positiva por su dimensión refrescante de aquello que se consideraba en decadencia.
La palabra revolucionario tiene en general un tono elogioso, ponderable, meritorio y sin embargo merece la pena preguntarnos por qué la revolución como posibilidad parecería haberse terminado para pasar a pertenecer de manera exclusiva al pasado. Es como si las nuevas generaciones dieran por cierto el postulado de Francis Fukuyama acerca del fin de la historia y se resignaran a la imposibilidad de ser artífices y protagonistas de una nueva revolución. No obstante, los tiempos que corren deberían movilizarnos a la rebelión pues como sociedad estamos mayoritariamente de acuerdo en que nuestra época se caracteriza por el imperio de la injusticia y la inmoralidad.

La pregunta que nos hemos propuesto responder en este artículo es entonces por qué las nuevas generaciones parecerían permanecer impávidas ante una realidad posmoderna que aceptan sin cuestionarla, o por lo menos sin que los cuestionamientos que se plantean posean la fuerza y el dinamismo que se requieren para que se consideren como revolucionarios en el sentido de modificar el paradigma reinante.
Una respuesta posible a ese interrogante es que la revolución requiere de sangre, tripas y coraje ―no diremos “cojones” por respeto al pudor ― y quizás esos elementos no abunden en tiempos de individualismo y apatía generalizada. Esto puede decirse de la generación de quien escribe, aquí nadie pretende señalar con el dedo a terceros, pero también resulta llamativo observar cómo el fenómeno se acentúa generación tras generación, resultando cada vez más en la cristalización de un sistema injusto que nadie parecería intentar modificar.
Y esa quietud resulta una novedad sobre todo en la juventud, protagonista histórica de las revoluciones pretéritas. Mientras los jóvenes se ocupen en el consumismo y la futilidad no existirá un proceso verdaderamente revolucionario que cambie de raíz una estructura vacía, caduca, estéril y en ocasiones inhumana que se vanagloria de su propia inmoralidad.
No obstante, es tal el grado de infamia que impera en la sociedad posmoderna que se puede ser revolucionario con muy poco, todos los días y sin necesidad de tomar las armas. Si no estamos dispuestos a organizarnos para dejar la sangre en el suelo en defensa de un bien que nos supere y nos trascienda, de todas formas podemos ser revolucionarios en nuestro quehacer cotidiano.

Ir en contra de lo que el sistema promueve ya es una forma de rebeldía. En ese sentido, algo tan sencillo como creer en Dios sin avergonzarnos de nuestra fe es un modo de hacer frente al espíritu reinante que el poder nos propone en su afán de doblegarnos. No permitir al poderoso hacernos sentir solos e incapaces de grandes hazañas y correr el foco de nuestra praxis desde lo inmanente hacia la trascendencia es un acto revolucionario, antisistema y por lo tanto es parte de nuestra batería de armas contra el statu quo.
Amar a la patria es entonces revolucionario, pues el amor al terruño y a la comunidad que lo habita son resultantes necesarias del amor al prójimo que viene dado por la fe. Quizás en otra época no fuera extraordinario amar a la patria, como no era extraordinario amar a Dios, pero hoy sí lo es. De hecho, lo esperable es lo contrario, renegar de Dios entendiéndolo como superstición y de la patria por resultar contraria al modelo de sociedad abierta que nos propone la globalización. El discurso del “país de eme” viene asociado a ese imperativo de rechazo por lo propio y abrazo de lo ajeno.
El odio al prójimo hace parte de ese proceso, por eso resultan frecuentes las expresiones del orden de “la Argentina es un gran país, lástima los argentinos”. Dejar de ver en el otro a un adversario, un competidor, para volver a ver en él a un hermano es un ejercicio revolucionario que como pueblo nos debemos si de verdad queremos desarrollarnos plenamente en concordia como comunidad.
Por todo eso, porque amar a Dios, a la patria y al prójimo son actos que hoy podemos considerar revolucionarios, es que el acto más revolucionario que podemos acometer es nada menos que el más hermoso de los desafíos: elegir una pareja, casarse, elegir el suelo de la patria como hogar y tener hijos a quienes heredarles los propios bienes y los propios valores.

Ser padres de familia, formar una familia fuerte y sólida y permanecer con ella y para ella a lo largo de los años a pesar de las veleidades y las contingencias, eso es revolucionario. Parece algo tan fácil y tan natural, sin embargo el sistema promueve lo contrario: el ideal de ser humano propuesto por las élites actualmente es el de un individuo asexuado, solo, arrojado a una existencia vacía que se valga del consumismo bobo y de la ideología para sobrellevar su propia frustración e infelicidad.
Entonces, si bien es cierto que la revolución requiere sangre, podemos pensar que nuestro aporte a ella no sea a través de la violencia sino mediante el enorme acto de fe que implica traer sangre nueva a este mundo, proyectando en nuestros hijos el espíritu revolucionario.
Hemos afirmado también que la revolución requiere de tripas. Y esto es así porque para modificar el paradigma social es imprescindible que mantengamos intacta nuestra capacidad para indignarnos ante la injusticia. Debemos ser capaces de una indignación visceral, que nos revuelva las tripas y nos mueva a la acción a través del coraje de sabernos del lado de la verdad.
Pero también se requiere de lágrimas. Uno no puede llamarse a sí mismo revolucionario si no es capaz de conmoverse hasta lo más íntimo. Ante la belleza, ante la bondad, incluso ante la injusticia. Un revolucionario debe ser capaz de practicar la ternura y el asombro, sentimientos que no parecerían encontrarse en la batería de emociones que caracterizan a una generación cuya capacidad de sorpresa y de sobresalto parecerían haber sido completamente apaciguadas.
La naturalización de lo antinatural y la prédica por el individualismo parecen conducir a esta apatía generalizada. Nadie está dispuesto hoy a perderlo todo (el patrimonio, la familia, el honor o incluso la propia vida) en la defensa de una causa superior al individuo, porque no existen causas que se consideren superiores. Claro, esto viene naturalmente de la mano de la campaña en contra de Dios, de la patria y de la familia, pero también está emparentado con la naturalización de la barbarie.

El cálculo frío de las consecuencias individuales ante una posible actitud rebelde termina disuadiendo a los individuos de involucrarse, cuando claramente esto no ha sido así en el pasado. De hecho, si de prestigio o ganancia personal hubiera dependido, muchos de los revolucionarios del pasado se hubieran visto tentados a deponer su actitud. Ser revolucionario implica ir en contra de la corriente y por lo tanto acarrea a nivel personal un costo mucho más caro que el beneficio alcanzado. He ahí la importancia de creer en la dimensión trascendente del hombre.
El quehacer revolucionario implica necesariamente la convicción irrevocable respecto de los propios preceptos de la revolución y en ese sentido se requiere de los sujetos revolucionarios una actitud sumamente ética que choca de frente con el relativismo moral imperante. Es por eso que a menudo las actitudes revolucionarias son caracterizadas de “intolerantes”, “irrespetuosas de la diversidad” o ajenas al respeto del proyecto de vida del otro.
Lo cierto es que ese discurso no es más que una falacia cuyo objetivo es fomentar la inacción a través de la censura. La generación que se vende a sí misma como la más “tolerante” con el otro no es tal, la palabra que la define en rigor de verdad es la indiferencia. Aceptar de brazos cruzados las conductas inmorales o autodestructivas de parte del otro no es tolerancia, es indiferencia y constituye una de las formas más nocivas del suicidio social.
La prescindencia ante la inmoralidad es inmoral y es una manifestación de cobardía y egoísmo. Si no me importa la infelicidad del prójimo porque yo soy feliz difícilmente pueda formar parte de un proceso de cambio del paradigma social. Pero si por temor a las consecuencias o por mera apatía consiento al prójimo actitudes pecaminosas, tampoco. Si yo no tomo drogas pero respeto la “voluntad” de autodestruirse de mi hermano estoy pecando por omisión. Si yo no aborto pero en virtud de una presunta legalidad no defiendo la vida del inocente por nacer, estoy haciendo parte del proceso de destrucción de mi comunidad.

A esa indiferencia nos referimos cuando decimos que una revolución requiere de tripas. La indiferencia del que se mantiene cómodo en su lugar de quietud porque no le ha tocado enfrentarse con la peor cara del sistema es sinónimo de statu quo y por lo tanto, lo contrario a la revolución. No me importa si hay esclavos porque yo no soy esclavo, no me importa que exista el aborto porque yo nací, no me molesta que exista el asesinato burocratizado bajo el eufemismo de “eutanasia” porque a mí no me han matado. Por lo tanto, me quedo pasivo en mi lugar mirando al frente sin que me toque en lo más mínimo lo que sucede a mi lado.
En paralelo, se puede dar cuenta en este tiempo de una incapacidad para canalizar las energías en torno a causas nobles. Esto no significa que no existan excepciones dignísimas de reconocimiento, jóvenes que representan a su comunidad a través de obras de beneficencia, a través del arte, el deporte o cualesquiera otras actividades. Pero esas excepciones precisamente lo son porque no representan a la generalidad.
Por el contrario, no deja de sorprendernos la aparición en las páginas interiores de los matutinos de titulares que helarían la sangre de cualquier revolucionario de aquellos de otra época. Violaciones en manada, bandas de narcotraficantes, grupos de “amigos” que se juntan a supuestamente divertirse y terminan llevando a cabo una carnicería, asesinando a las patadas a un joven que ya estaba tendido en el piso.
Ese comportamiento tribal, barbárico, es una manifestación del grado de ruptura de las relaciones sociales y de la incapacidad de los individuos de organizarse en comunidad para contribuir a causas nobles, pero también sin duda responde a la ausencia de fe, una fe en una entidad superior que nos vigile y sea garantía de nuestra conducta ética.
En definitiva, para hacer una revolución hacen falta sangre, tripas y lágrimas, elementos que no parecerían abundar en nuestro tiempo. Sin embargo, parecería difícil no pensar en nuestros próceres como hombres capaces de poner el cuerpo y los cojones al servicio de la revolución.

Santiago de Liniers se decide reconquistar Buenos Aires en 1806 un día que como católico se dirige a la iglesia de Santo Domingo y es testigo de la profanación de las tropas invasoras anglicanas al culto católico. Eso es lo que le revuelve las tripas y es lo que lo emociona hasta las lágrimas, moviéndolo a encabezar a las milicias porteñas en defensa de la ciudad contra el enemigo inglés. ¿Acaso era un hombre de poco carácter Santiago de Liniers, que se vio tan profundamente conmovido por un acto de ofensa contra sus creencias? Difícilmente podríamos afirmar tal cosa del héroe de la Reconquista.
Lo propio podríamos decir de Juan Manuel de Rosas, quien debe de haber experimentado exactamente lo mismo, una consternación que le revolvió las tripas ante un país que estaba arrodillándose frente a los mismos que él, contando apenas 13 años había combatido valientemente en las calles de Buenos Aires. Rosas siendo un muchacho ya mostró esa tozudez del criollo bravo que pone el pellejo en juego por una idea superior: la idea de que en esta tierra mandamos nosotros. Aunque nos cueste la vida, pero nosotros vamos a mandar en nuestra tierra. Ya de adulto, el Brigadier General Rosas no olvidaría jamás quiénes habían sido sus enemigos en esa gesta y se pondría al frente de la defensa de la soberanía frente a la rapiña y la barbarie.
Dime qué te emociona hasta las lágrimas y te diré qué clase de hombre eres. Si es incapaz de emociones profundas, de entregar su vida, su libertad y su patrimonio persiguiendo el bien común, si no se puede quebrar en llanto ante la virtud o ante la vergüenza de verse sometido, un hombre no puede llamarse a sí mismo a encabezar un cambio de paradigma.
La revolución es necesaria, pero para que esta se concrete será necesario que volvamos a ponernos a nosotros mismos en el lugar de sujetos revolucionarios. Así y solo así las generaciones venideras podrán escribir la historia afirmando que en este tiempo también los hombres proclamaron y reafirmaron: “En esta tierra mandamos nosotros”.