La incursión del grupo militante Hamás a la parte del territorio palestino ocupado por Israel el pasado sábado 7 de octubre fue el disparador o el pretexto que el tambaleante gobierno de Benjamín Netanyahu necesitaba para iniciar una guerra contra un fantasma, esto es, ninguna guerra en absoluto. Durante la semana subsiguiente al ataque de Hamás el mundo asistió más o menos pasivamente a la construcción en el plano de lo simbólico de un genocidio contra el pueblo-nación palestino por parte de los israelíes y con el “argumento” de destruir a los “terroristas” de Hamás.
Todo eso es retórica israelí al sonar los tambores de guerra que Netanyahu necesitaba escuchar para sostenerse en el cargo. No hay guerra alguna, Palestina no es un Estado militarmente organizado ni tiene capacidad de defensa. En realidad, Palestina es un entramado de campos de refugiados en un territorio minúsculo, aunque muy densamente poblado. Israel no puede hacerle la guerra a Palestina y dice que se la hace a Hamás, lo que ya permite concluir que bajo la máscara de esa “guerra” los israelíes no hacen más que avanzar sobre población civil.
Es más o menos la misma operación que hicieron los estadounidenses después del 11 de septiembre de 2001: caerles a países subdesarrollados como Afganistán aduciendo como objetivo la caza de los terroristas que supuestamente habían atentado contra su territorio. En ese sentido, la incursión de Hamás al territorio palestino ocupado por Israel funciona en la narrativa exactamente igual que el 11-S en su momento, como un pretexto para una invasión territorial y un genocidio contra civiles desarmados.

De hecho, hay más de un analista cuestionando al propio Hamás por sus vínculos conocidos con Netanyahu y preguntándose, con razonable duda, si Hamás aquí no fue mínimamente funcional a los intereses de Israel o si directamente no se trató de un atentado de falsa bandera, práctica en la que tanto israelíes como estadounidenses son maestros. Con Netanyahu en la necesidad de agredir a Palestina los supuestos atentados perpetrados por Hamás al cumplirse el medio siglo de la guerra de Yom Kippur le vendrían como anillo al dedo.
A los halcones belicosos de Israel les encanta la agresión para suscitar en el relato el recuerdo del Holocausto y así movilizar no solo a los israelíes, sino además a los judíos y sus accesorios no judíos en todo el mundo. Durante una semana entera y hasta el momento de escribir estas líneas, todos los medios de comunicación que sirven a los intereses de Israel —que son la casi totalidad de los medios del mundo Occidental y de las colonias— insistían en repetir que hay similitud entre los eventos actuales y la Shoá.
Es una verdadera gansada, sin lugar a duda, pero a los operadores a sueldo del sionismo israelí les gusta llenarse la boca para pronunciar esas palabras mágicas que son “Holocausto”, “Shoá” y afines, es como si eso les diera algún tipo de autoridad moral que desde luego no tienen al ser meros corruptos de la operación mediática. Para darse cuenta de que eso es así basta ver cómo inflan el pecho aquí en nuestro país delincuentes del relato como Eduardo Feinmann y Alfredo Leuco, entre otros, al decir esas palabritas místicas.
Entonces la gansada se hace narrativa, los incautos empiezan a ver nazis en Palestina y empiezan asimismo a asociar la fugaz incursión de Hamás con una blitzkrieg de las Wehrmacht. Y ahí se produce el primer truco: el de transformar a la víctima en victimario. De pronto, a partir de la prestidigitación discursiva, un pueblo que vive hacinado en unos campos de concentración pasa a ser la Alemania nazi y una amenaza existencial real al régimen que lo oprime.

Es la ingeniería social, una especialidad de los israelíes y de sus amigos los yanquis, quienes nunca dicen la verdad. Hay actualmente una minoría más bien numerosa aquí y en todo el mundo creyendo que una guerrilla como Hamás estuvo a punto de borrar del mapa a los judíos el pasado sábado 7 de octubre. Claro que son otarios los que creen en esa patraña, aunque conviene no minimizar la fuerza ciega de una opinión pública estupidizada por la ingeniería social.
No conviene minimizar, sino preguntarse por qué los estadounidenses y los israelíes están interesados ahora en pintar esvásticas en la frente de los palestinos. Y la respuesta será la obviedad ululante si se tiene en cuenta esa verdad absoluta de la política en todos los tiempos, la de que un proceso político nunca prospera sin el antecedente de una narrativa previamente instalada. Para invadir Afganistán los yanquis necesitaron el 11-S y antes de eso necesitaron un supuesto genocidio de Saddam Hussein contra Kuwait para invadir Irak.
Y así con todo. Puede remontarse hasta el ataque japonés a Pearl Harbor que fue el pretexto para que los Estados Unidos se metieran en la II Guerra Mundial, satisfaciendo los intereses de un complejo industrial-militar que quería hacer negocios y los hizo abundantemente entonces. También hay quienes están convencidos de que Pearl Harbor fue un atentado de falsa bandera, que ahí no hubo japoneses, aunque no importa. El hecho es que siempre hay un pretexto antes de la acción y no puede ser de otra manera.
A propósito del supuesto genocidio con armas químicas de Hussein contra los kuwaitíes está el espeluznante episodio de los 40 bebés arrancados de sus incubadoras y arrojados a morir en el piso frío del hospital por los iraquíes malvados. Al momento de lanzar esa operación, la opinión pública en los Estados Unidos estaba dividida entre apoyar o rechazar esa campaña de George Bush en Oriente Medio que finalmente fue la Guerra del Golfo. Pero el “hallazgo” de los 40 bebés masacrados terminó con esa indecisión.

Claro que nunca hubo bebés masacrados, ni genocidio de Hussein contra los pobres kuwaitíes y tampoco armas químicas y biológicas, todo eso fue relato del gobierno del viejo Bush con la finalidad de persuadir al contribuyente estadounidense para que este financiara con sus impuestos y con alegría otra invasión imperialista contra un país subdesarrollado y rico en recursos naturales en algún lugar del mundo que el estadounidense promedio es incapaz de ubicar en un mapa.
¿A quién le importa que la verdad haya aparecido posteriormente, si la invasión ya había tenido lugar y los objetivos militares y económicos ya se habían logrado? Por eso conviene preguntarse hoy por qué los israelíes quieren instalar y en buena medida instalan la delirante idea de que los palestinos son unos nazis poderosísimos y a la vez atroces. ¿Por qué esa demonización súbita de un pueblo-nación subalterno que vive hacinado, privado de la libertad y a la buena de Dios en un gueto?
En ese sentido es curioso observar que la sucia operación de los 40 bebés asesinados volvió a aparecer en el relato y además como un calco, repitiendo incluso la cantidad supuesta de víctimas, aunque aquí los palestinos los habrían arrancado de sus incubadoras para luego degollarlos salvajemente. Son los mismos 40 bebitos (hay algo ahí con ese número redondo), pero con la vuelta de tuerca del macabro degüello a frío cuchillo. Una fábula de horror.
De más está decir que si hubiera 40 bebés decapitados debería haber también 40 papás y 40 mamás llorando su indignación en los medios, pero no están. ¿Quiénes son? ¿Cómo se llaman? ¿No habrá ni un solo abuelo o pariente que salga a decir con nombre y apellido la identidad de uno de esos recién nacidos supuestamente masacrados? Nada. ¿Quién puede creer que un musulmán practicante, temeroso del castigo divino como ningún otro ser humano, va a degollar a un recién nacido?

Alguien lo cree y a base de repetición se instala al palestino como un nazi sangriento, capaz de cualquier atrocidad contra el enemigo. Eso finalmente va a resultar en la legitimación de lo que se sigue, que es la supresión del otro indeseable. Si los palestinos son unos salvajes capaces de degollar por odio racial o religioso a bebés recién nacidos, entonces cualquier cosa vale contra ellos. Literalmente cualquier cosa y ahí tiene que estar el objetivo de esta sucia operación de sentido.
Desde el punto de vista de los israelíes, que se ven a sí mismos como el “pueblo elegido” —una forma de decir “raza superior” disimulando el contenido nazi de la categoría—, Gaza es una parte del territorio de Israel que está ocupado por gente indeseable, los palestinos. Los israelíes ya olvidaron que es precisamente al revés, que ellos están ocupando tierra de los palestinos. Y ahora quieren integrar la totalidad del territorio bajo su control, para lo que es necesaria una limpieza étnica.
Como se sabe o debería saberse, una limpieza étnica es la expulsión o la supresión de grupos étnicos, raciales y religiosos de una zona determinada con el fin de lograr la homogeneidad cultural en dicha zona. En una palabra, lo que quieren es que todo el territorio históricamente palestino sea de Israel y además sea ocupado únicamente por israelíes. Para que eso ocurra, es preciso “limpiar” a los palestinos de Gaza, arar el terreno y luego llenarlo de colonos propios.
Ahora bien, en la práctica la Franja de Gaza es un pequeño territorio de unos 360 kilómetros cuadrados en el que sobreviven apretujados más de dos millones de palestinos en condiciones poco dignas. Gaza ha sido descrita por observadores internacionales como la cárcel a cielo abierto más grande del planeta porque de allí los palestinos no pueden salir y tampoco pueden recibir asistencia de sus vecinos sin que medie la intervención deshonesta de los israelíes, que aquí son los carceleros.

Esos 360 kilómetros cuadrados en la costa del Mediterráneo podrían ser, por ejemplo, un hermoso balneario de lujo de 40 kilómetros de largo, pero está lleno de palestinos. Árabes, pobres, salvajes. Gaza es un gueto en un lugar deseado y lleno de indeseables, no sirve así. Y desde ese punto de vista la limpieza étnica aparece como una “solución final” más bien lógica. ¿Por qué los israelíes, ricos y poderosos, habrían de tolerar que 40 kilómetros de su hermosa costa mediterránea esté ocupada por árabes?
Hasta aquí Israel ha sostenido la precaria situación de Gaza sin resolverla y no permitiendo tampoco que los palestinos vivan con dignidad, los ha sometido a humillaciones sistemáticas, bombardeos periódicos, escasez de agua, alimentos y medicamentos. Israel los ha tenido como prisioneros en un gueto como el de Varsovia y los ha tenido así durante años a la espera del pretexto que les permita ingresar allí reduciendo la cosa a escombros como preludio de la reconstrucción proyectada.
Entre los años 1940 y 1943 la Alemania nazi mantuvo entre muros en el gueto de Varsovia a unos 400 mil judíos, población que en esos tres años fue reduciéndose por las enfermedades derivadas del hacinamiento, el hambre y el exterminio hasta llegar a 50 mil. En algún punto, ya viendo que de allí no iban a poder salir y que allí habrían de morir, los prisioneros restantes iniciaron un levantamiento o sublevación que a los nazis les vino como el pretexto óptimo para entrar arrasando al gueto y suprimirlo.
Se estima que 13 mil judíos murieron luchando en la sublevación y que los 37 mil restantes fueron deportados al campo de exterminio de Treblinka, donde luego serían liquidados. No quedó nada en pie en el gueto de Varsovia y esa fue una “solución final” localizada, es decir, no para todos los judíos del mundo, sino para los que allí estaban. Las similitudes históricas, máxime considerando que no todos los palestinos están en Gaza, son evidentes. La Franja de Gaza es el gueto de Varsovia de nuestros días.

El que profundice en la historia del gueto de Varsovia verá que allí los prisioneros intentaban sostener cierta normalidad cotidiana: funcionaban escuelas, comedores, hospitales y orfanatos, todo autogestionado por los propios internos y prácticamente sin ningún recurso más que los ya existentes dentro del gueto. Es la propia metáfora de Gaza, pero con una diferencia sustancial: en Varsovia los que estaban dentro eran los judíos, quienes hoy se constituyen en israelíes para hacerles a los palestinos lo que los nazis les hicieron a sus antepasados.
Muchos judíos, tanto en Israel como en la diáspora, no quieren entender eso y no ven que están quedando implicados como cómplices en crímenes de lesa humanidad demasiado parecidos a los que ellos mismos les adjudican a los nazis de Alemania en su tiempo. Ni un siglo ha pasado desde aquello y hoy tenemos la increíble paradoja de la víctima asumiendo la totalidad de los métodos del victimario para repetir la historia con otra identidad y otros símbolos, pero con el mismo odio a la humanidad.
La mala noticia para esos judíos es que terminarán corriendo la misma suerte de los nazis cuando caiga la hegemonía de los Estados Unidos, lo que al parecer está a punto de ocurrir. Al ser los estadounidenses quienes sostienen a Israel contra la voluntad de prácticamente todos los demás países de la región de Medio Oriente, los israelíes quedarán en una situación precaria de indefensión y deberán abandonar de urgencia el territorio si no quieren sufrir represalias de sus vecinos.
Eso en el caso de los que están en Israel. A los de las diáspora les espera el reproche internacional por los crímenes de lesa humanidad cometidos en su nombre y con su complicidad. Y la pérdida de la condición simbólica de víctimas, la que los ha protegido en todo el mundo por décadas, pasando a ser identificados como victimarios. Los privilegios que hoy tienen en sus países de destino se perderán y se cambiarán por hostilidad constante: ya no estará socialmente prohibido denunciarlos a viva voz por sus maldades.

En países más amigables y naturalmente pacíficos como los de América en general los judíos perderán el estatus privilegiado de intocables y poco más que eso. Pero en lugares históricamente más hostiles como en Europa, entre las consecuencias puede estar la reedición de viejas prácticas de persecución a manos de europeos ultraideologizados que hace décadas están esperando el momento para hacer su vendetta. A judíos de la diáspora, como se ve, no les conviene aplaudir un nuevo Varsovia contra los palestinos.
Nunca conviene quedarse implicado como perpetrador o como cómplice en crímenes de lesa humanidad ni en genocidios, pues estos no prescriben judicialmente y tampoco socialmente en la memoria colectiva de los pueblos. Para cualquier judío de bien, por lo tanto, lo mejor sería soltarle la mano a Benjamín Netanyahu y empezar a denunciar activamente los crímenes del sionismo israelí. No vaya a ser cosa que por intentar legitimar la limpieza étnica contra los palestinos terminen justificándola en contra de sí mismos.
A mediano y a largo plazo pararse del lado del mal nunca es un buen negocio para el que lo hace dejándose confundir por un poder temporal que siempre se esfuma más temprano que tarde. La historia suele ser implacable con quienes se drogan con ese estupefaciente ideológico de supremacía racial o religiosa cuyas expresiones son el “pueblo elegido”, la “raza superior”, el “destino manifiesto” y otros mesianismos afines. Conviene bajarse del poni.