Vivir en zapatillas: un alegato contra el confinamiento voluntario

La pandemia del coronavirus ha sido un divisor de aguas en la sociedad a nivel global, o al menos en Occidente y en las colonias. Esa “amenaza invisible” difundió el miedo a vivir en grupo y también la conveniencia del sedentarismo en su sentido más extremo, que es el de no salir de casa a menos que sea inevitable hacerlo. Y así se produce el fenómeno de una nueva pandemia: la de la agorafobia colectiva, repotenciada por las facilidades que brindan los medios electrónicos y la hipercomunicación (siempre virtual, donde lo presencial se prohíbe) de las redes sociales, los ‘streamings’, el teletrabajo y la posibilidad de comprar lo que sea con solo pulsar la pantalla de un teléfono celular. Los resultados de todo esto para la dinámica social se adivinan nefastos desde el prospecto.
2412 8 00 web

Oblómov, el personaje de aquella obra que Iván Goncharov publicara allá por 1859, es un hombre que vive acostado y al que cada decisión, incluso la más trivial, le implica un alto costo psicológico. Cada día duerme más y gracias a una cotidianeidad insignificante no sufre grandes turbaciones pues no conoce ni de grandes alegrías ni de grandes aflicciones. Su vida transcurrirá en horizontal y, naturalmente, morirá recostándose en el ataúd que creó con sus propias manos. En Vivir en zapatillas. Sobre la renuncia al mundo en la actualidad, el nuevo libro de Pascal Bruckner, editado por Siruela, la figura de Oblómov es la del Hombre pospandemia.

La razón es que la aparición del virus implicó, además de un movimiento de aceleración tecnológica al que hubiéramos arribado de todas maneras, la cristalización de un proceso que ya estaba en marcha: el del miedo al mundo de “allá afuera”. En este sentido, Bruckner considera que hay que temerle más al autoconfinamiento voluntario que a una “cuarentena eterna” impuesta por regímenes totalitarios. Antes que la “tiranía sanitaria”, el problema sería “la tiranía sedentaria”.

Porque incluso antes de la pandemia el estado de ánimo de nuestro tiempo era el fin del mundo. Todo tipo de catástrofes naturales, conflictos armados, terrorismo, inseguridad y, ahora, enfermedades “invisibles” en la que cualquiera puede ser el portador, aun el que parece sano, configuraban el escenario perfecto para el retraimiento. Si a eso se lo complementa con un avance tecnológico que nos permite una vida confortable controlada a través del móvil, lo que llamaría la atención es que alguien todavía quiera salir a la calle.

Asimismo, vivimos una época donde el contacto con el otro es peligroso y donde la piel no puede estar desnuda. Son tiempos de “cubrirse”. Empezó hace treinta años con el preservativo, pero ahora es la mascarilla, los guantes, el velo, el burkini, etc. Esto se complementa, según Bruckner, con la instalación de un clima de señalamiento, impulsado por el feminismo radical especialmente contra los varones blancos, de una presunción de agresividad sobre cualquier clase de vínculo, particularmente los heterosexuales. La consecuencia de ello sería no solo la baja de la natalidad en países europeos, sino una crisis en las relaciones humanas y un mayor aislamiento, pues son tantos los riesgos que implica el acercamiento a un otro que, tanto hombres como mujeres, prefieren la soledad o las conexiones virtuales.

La pandemia del coronavirus difundió la aversión al contacto con los demás seres humanos y aceleró los tiempos de la virtualidad, dando como resultado la generalización del sedentarismo. Eso podría calificarse como un trastorno de agorafobia muy extremo y además colectivo, una enfermedad social que surge como la mayor amenaza real a la existencia del hombre en la actualidad. Habiendo sido buscado o no, este resultado es el logro más rutilante de la ingeniería social en todos los tiempos.

La era de la búsqueda del placer ha acabado: “Ya no se disfruta con, se disfruta contra: los hombres, el patriarcado, el capitalismo, la camarilla rival (…) Los inquisidores del bajo vientre son legión, sea cual sea su credo, sus lealtades. (…) El deseo de disfrutar de todo lo bueno que la vida ofrece está prohibido o, incluso, condenado como un pecado contra el planeta, la nación, el pasado, la moral, las minorías”.


Este es un contenido exclusivo para suscriptores de la Revista Hegemonía.
Para seguir leyendo, inicie sesión o suscríbase.

No puedes copiar el contenido de esta página

Scroll al inicio
Logo web hegemonia

Inicie sesión para acceder al contenido exclusivo de la Revista Hegemonía

¿No tiene una cuenta?
Suscribase aquí

¿Olvidó su contraseña?
Recupérela aquí.

¿Su cuenta ha sido desactivada?
Comuníquese con nosotros.