Indiferente a la persecución judicial emprendida en su contra y más bien “haciéndose el loco” como si nada de eso importara, que es una forma de minimizar el hecho, Donald Trump dijo presente el pasado 5 de mayo en el Gran Premio de Miami de Fórmula 1. Con el ya acostumbrado perfil alto, altísimo, Trump circuló libremente por el paddock mezclándose con los innumerables personajes de la farándula mundial que suelen frecuentar eventos de la máxima categoría del automovilismo. Desde que sus derechos y su gestión fueron adquiridos por la corporación estadounidense Liberty Media en 2017, la Fórmula 1 dejó de ser un mero evento deportivo y pasó a ser un lugar de sobrexposición en el que ricos y famosos simulan su afición al deporte motor para permanecer vigentes ante la opinión pública. Trump, en consecuencia y en plena campaña electoral de cara a los comicios del próximo 5 de noviembre, no habría de dejar pasar la oportunidad dorada de mostrarse en esa instancia.
La instancia es el “circo” de la Fórmula 1 que llegó a los Estados Unidos y más precisamente a la Florida, al patio trasero de Trump. Aunque es neoyorkino, el referente del populismo yanqui está radicado hace muchos años en Palm Beach, un concurrido balneario ubicado unos pocos kilómetros al norte de Miami. Y allí apareció el candidato a un segundo mandato no consecutivo de presidente cuyo mayor problema en la actualidad son las causas judiciales que debe afrontar. Como dato de color o quizá no tanto —no faltaron quienes le atribuyeron esa propiedad tan deseada que es la de traer suerte—, Trump tuvo acceso al autódromo internacional de Miami en calidad de invitado al paddock del equipo McLaren por el director ejecutivo de dicha escudería, el también estadounidense Zak Brown. El caso es que McLaren no ganaba una carrera de Fórmula 1 desde mediados de 2021 y ese domingo 5 de mayo, con Trump en su paddock, volvió a ganar después de casi tres años de sequía con el notable triunfo del joven piloto inglés Lando Norris. Fue lo suficiente para los supersticiosos le atribuyeran a Trump la cualidad de ser un amuleto.
Más allá del resultado deportivo que fue rutilante y sigue dando qué hablar en el mundillo de los coches de carrera, lo cierto es que Trump supo aprovechar muy bien la invitación de McLaren para demostrar una vez más que causa furor por donde pasa. Trump es hoy una especie de celebridad que trasciende la política, es un personaje de enorme carisma admirado y seguido por millones en los Estados Unidos y en todo el mundo que está a punto de afrontar en los próximos seis meses el desafío de una campaña electoral maratónica. Todo eso, véase bien, a sus 77 años. Trump deberá recorrer en 180 días el territorio del quinto país más extenso del mundo, tendrá que hablar en público prácticamente todos los días y casi siempre más de una vez al día, levantarse muy temprano, viajar, atender a sus electores y correligionarios, comer cuando dé e irse a dormir muy tarde, tan solo para reiniciar el ciclo nuevamente al día siguiente.

Es muchísimo para un anciano casi octogenario que, además, en paralelo, lucha en tribunales desde el lugar del banquillo de los acusados en una variedad de causas. Y si se observa el deterioro de un Joe Biden que parece caerse literalmente a pedazos a sus 81 años, tan solo cuatro más que Trump, se anuncia una campaña en la que ambos candidatos deberían manejar estratégicamente sus tiempos para llegar vivos, en un sentido literal, a las urnas. Biden es el actual presidente y podrá aducir compromisos propios de la gestión para moverse y exponerse un poco menos, pretexto que desde luego Trump no podrá esgrimir. El candidato del Partido Republicano tendrá que recorrer decenas de miles de kilómetros en seis meses, hablar en todos los actos y en todos aparecer lleno de energía, más joven de lo que realmente es y pleno de salud para gobernar hasta el 2028.
De hecho, uno de los argumentos centrales en la campaña de Trump es el de que Joe Biden no está en condiciones físicas de seguir siendo presidente. La simple observación indica que eso es cierto: prácticamente desde que le ganó las controvertidas elecciones de 2020 al mismísimo Trump, la figura de Biden oscila entre la de un anciano demente y la de un fantasma, sin que falten las hipótesis de que se hace representar por un doble en ciertas ocasiones y hasta de que ya no vive, de que ya murió y el doble lo representa más bien en todas las ocasiones. Casi todo eso pertenece al plano de la “conspiranoia”, pero es un indicativo de que la opinión pública estadounidense considera que Biden ya está demasiado anciano y no solo no debería postularse a una reelección, sino que además ya ni siquiera tendría que estar en la presidencia. Incluso las encuestas más favorables al Partido Demócrata indican que hay una desconfianza generalizada sobre si Biden está en plenas condiciones de gobernar.
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