En un encendido discurso pronunciado en España la nueva primera ministra de Italia Giorgia Meloni le propinó en los últimos días del mes de febrero un duro golpe a la hegemonía ideológica dicha progresista. Allí, hablando un muy buen castellano frente a una nutrida audiencia de “fascistas” y otros “conservadores”, la famosa “derecha” española, Meloni dio públicamente y quizá por primera vez en niveles tan altos de la política internacional unas definiciones que hace ya algún tiempo revoloteaban el sentido común del ciudadano de a pie sin encontrar repercusión entre los dirigentes políticos. Y al no ser objeto de un linchamiento mediático ni de una cancelación después de sus palabras, de paso, Meloni dejó al descubierto aquello que ciertos observadores ya venían sospechando desde hace algún tiempo: luego de casi tres décadas de formación, ascenso, auge e indisputabilidad en Occidente la hegemonía ideológica “progre” de las élites globales está resquebrajada al perder sus capacidades de consenso y coerción sobre los díscolos.
“Si van más allá de los eslóganes, fácilmente se darán cuenta de que el objeto de la ideología de género no es la lucha contra la discriminación ni la superación de las diferencias entre hombres y mujeres”, decía Meloni en su discurso. “El verdadero objetivo no declarado, pero trágicamente evidente, es la desaparición de la mujer y, sobre todo, el fin de la maternidad. El individuo indiferenciado al que se tiende con la ideología de género no es tan indiferenciado: es masculino. El hombre hoy puede ser todo, padre y madre, en un amplio rango que va desde lo femenino hasta lo masculino, mientras que las palabras más censuradas por lo políticamente correcto son ‘mujer’ y ‘madre’. ¿Por qué? Porque la maternidad tiene una fuerza simbólica extraordinaria. En el vientre de la madre aprendemos a ser de a dos, del amor de la madre descubrimos la abnegación. La madre es la humanidad misma y esa es la razón por la que defenderemos a las mujeres y a las madres, porque es su tiempo dentro y fuera de la familia”, agregaba.

Pero Meloni no se detuvo en la crítica corrosiva a la ideología de género con la que las corporaciones del globalismo están socavando la estabilidad del núcleo familiar, base de la sociedad moderna. Avanzando contra toda la agenda dicha progresista, la flamante ministra italiana denunció también la ideología racial sobre la que buena parte de Europa occidental ha basado su política migratoria en los últimos años. “Defender a las mujeres significa también no callarse ante la inseguridad de nuestros barrios frente a la creciente violencia étnica”, decía Meloni, agregando: “Hace unos días, en Italia, cientos de jóvenes norafricanos destrozaron una ciudad turística y en un tren abusaron sexualmente de seis niñas al grito de ‘las mujeres blancas no pueden venir aquí’ (…) Una vez más todos callan porque la izquierda defiende a la mujer hasta que se encuentra con un criminal extranjero. En ese momento, por reflejo ideológico, el criminal extranjero vale más que la mujer”, sentenciaba Meloni.
En su argumentación, Meloni no ubica a esos jóvenes provenientes del norte de África en el lugar del refugiado, sino en el de mano de obra esclava. “En estos años, sin embargo, solo nos han llegado (a Italia desde el norte de África) hombres solteros en edad de trabajar. La izquierda, que es el brazo armado de los intereses de las grandes concentraciones económicas, les ha tendido alfombras rojas sabiendo que esa mano de obra barata competiría a la baja con nuestros trabajadores. Eso no es solidaridad. Para ellos (los inmigrantes) son nuevos esclavos para explotar”. Desde que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) bombardeó el territorio de Libia y derrocó violentamente a Muamar Gadafi, las migraciones hacia Europa se descontrolaron pues los libios actuaban como factor de estabilidad en la región y ese factor ya no existe. Entonces en Europa hoy el problema de la inmigración masiva es social, pero también económico. Eso denuncia Meloni, una crítica contumaz del imperialismo, sobre todo francés, que no les permite a los africanos vivir con dignidad en sus países.

Mientras todo eso se decía en Europa y se formaba una alianza política de tipo antiprogresista que probablemente será liderada por Giorgia Meloni, aquí en el continente americano ocurría otro tanto al conocerse imágenes de la concreción de la política de seguridad de Nayib Bukele en El Salvador contra el crimen organizado que allí se conoce como pandillas o “maras”. Nayib Bukele inauguraba también a fines de febrero con el traslado allí de los primeros 2.000 presidiarios el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), una cárcel de máxima seguridad en la que el gobierno salvadoreño promete encerrar a los criminales por tiempo indeterminado y en las más duras condiciones de disciplina. Mientras en Europa empezaba la rebelión contra la hegemonía progresista en materia de ideología de género y racial, en El Salvador Bukele asestaba un durísimo golpe contra el progresismo dicho “garantista” que pondera los derechos humanos de los delincuentes, criminales y terroristas más sangrientos.
Al empezar su cruzada contra el crimen organizado en 2022 y mucho antes de inaugurar el CECOT, Bukele había amenazado con matar de hambre a los pandilleros detenidos si estos ordenaban represalias desde el penal: “En un total tenemos 22.000 pandilleros detenidos, a los que tenemos sin colchonetas, durmiendo en el suelo, hacinados, con dos tiempos de comida y en condiciones que, estoy seguro, ninguno de los pandilleros que están afuera quieren ir a tener adentro. Y es importante que sepan que si tratan de pasarse de vivos vamos a bajar de dos tiempos a cero tiempos de comida y vamos a ver cuánto tiempo duran”. Y en un discurso subsiguiente fue aún más directo: “Voy a aprovechar la oportunidad para enviarles un mensaje a los criminales. Por ahí circulan rumores de que quieren empezar a vengarse de la gente honrada al azar. Hagan eso y no va a haber un tiempo de comida en las cárceles. A ver cuánto tiempo duran ahí adentro. ¡Les juro por Dios que no comen un arroz! (…) Uds. desatan una ola de criminalidad y nosotros quitamos la comida en las cárceles”, concluyó.

Al parecer la amenaza fue tomada en serio por los jefes de las pandillas que estaban entonces detenidos, puesto que de ese momento a la fecha en El Salvador ha habido un periodo de 300 días consecutivos sin la incidencia de homicidios perpetrados por las maras. Claro que los organismos de derechos humanos —cuya opinión fue expresamente descalificada por el propio Bukele— pusieron el grito en el cielo por todo el mundo. La chilena Michele Bachelet, quien por esos días se desempeñaba en el cargo de alta comisionada de las Naciones Unidas (ONU) para los derechos humanos expresó su “preocupación” por la “mano dura” de Nayib Bukele en su guerra contra las pandillas y otro tanto hicieron oenegés globalistas como Human Rights Watch, pero todo fue en vano. Bukele siguió adelante con su política, la que a fines de febrero quedó consolidada y consagrada al inaugurarse el CECOT.
¿Por qué? Porque Bukele tiene un nivel de aprobación popular superior a un asombroso 90% y su gobierno, al menos mientras dure ese extraordinario clamor por parte del pueblo, es indestructible. Y ese es el dato de la realidad que habla a las claras de un cambio de época: en tiempos pasados, la sola expresión de preocupación por parte de la ONU o la censura de las oenegés globalizadas de derechos humanos era suficiente para desestabilizar y hacer retroceder a cualquier gobierno en los países de nuestra región y mucho más en las pequeñas naciones como El Salvador. ¿Qué ha pasado aquí para que Nayib Bukele se haya vuelto invulnerable a la presión de los “think tanks” del poder global y su prédica progresista? Pues probablemente haya pasado una formación definitiva de la opinión pública en los términos opuestos a los que hasta aquí fueron hegemónicos, es decir, por la fuerza de las circunstancias el sentido común se ha convencido de que la “mano blanda” y el “garantismo” no van a resultar en más seguridad para la gente, sino más bien en todo lo contrario.
Concretamente, lo que ocurrió en El Salvador fue que, con una estrategia propagandística de primer nivel sumada a una gestión política real, Bukele ha logrado meter en una trampa al progresismo para salir airoso con sus métodos de resolución de un problema. Bukele no avanzó con la supresión física de los pandilleros (o lo que sería la “mano dura” real) y tampoco ha instituido una tortura verdadera sobre los apresados, pero asimismo hizo algunas cosas que contradicen la regla hegemónica de lo “políticamente correcto”. Nayib Bukele jugó al límite y con eso creó una situación en la que los organismos de derechos humanos tenían que reaccionar negativamente, pero esa reacción iba a ser luego percibida como inoportuna por el sentido común de las mayorías. Aunque agobiadas por la inseguridad, esas mayorías quedarían fácilmente horrorizadas por un relato mediático de torturas, fusilamientos y desapariciones de pandilleros si algo de eso tuviera cierto correlato en la realidad.

Pero nada de eso ocurrió, sino todo lo contrario. Bukele aprovechó el apoyo mayoritario en el parlamento salvadoreño para endurecer las leyes y luego procedió a capturar masivamente a los miembros de las maras. Después construyó un complejo penal de enormes proporciones para encerrar a los delincuentes —ahora denominados “terroristas” por el propio gobierno de El Salvador con el fin de consolidar en la opinión pública la imagen de un enemigo ideal— y, finalmente, anunció que se les iba a cobrar unos 170 dólares mensuales a las familias de los detenidos para solventar la estadía de esos presos. En una palabra, Bukele lo hizo todo dentro de la ley y así el llanto de los organismos de derechos humanos quedó siempre en un lugar de oposición al sentido común. El CECOT es una cárcel modelo, con altos estándares de limpieza y sanidad, un penal donde los reclusos están en condiciones mucho mejores que el promedio de la región. Y además están allí porque la ley lo ampara, no se los mata ni se los tortura. Pero frente a las cámaras son obligados a desfilar agachados y duermen sin colchoneta.
Era cantado que los organismos de derechos humanos iban a agarrarse de esto último para criticar a Bukele, que iban a alegar la “humillación” y la “deshumanización” de los detenidos. Pero es una nimiedad: tratándose de criminales que se encuentran presos por haber descuartizado o prendido fuego a sus víctimas, el ponerlos de rodillas, hacerlos dormir sobre un catre de metal, darles comida insuficiente o cobrarles a las familias los gastos de su alojamiento no va a ser percibido como malos tratos, tortura ni mucho menos. Para quienes han vivido décadas bajo el terror de las maras no es demasiado castigo a los terroristas un poco de “deshumanización” y algo de “humillación”. “¡Tendrían que dar las gracias a Dios por tener comida en la cárcel!”, grita el salvadoreño de a pie. Y así quedan funcionando en el aire los organismos internacionales de derechos humanos.
Tanto el caso de Nayib Bukele en El Salvador como el de Giorgia Meloni en Italia pueden y deben analizarse no por el contenido puntual de su discurso y su política, sino porque ambos tienen en común el representar en el nivel de la política la rebelión del sentido común contra la hegemonía ideológica que nunca crece desde el pie. Durante décadas se ha instalado una narrativa progresista que muchas veces no se correspondía con la realidad del día a día de los pueblos, pero que no podía realmente contradecirse al estar expresada en términos formales de justicia universal y de reparación para grupos sociales que habían sido oprimidos en el pasado. El discurso del “feminismo” al que Meloni está enterrando en Italia y el del “garantismo” que Bukele destruye en El Salvador siempre fueron formalmente considerados como el bien y, por supuesto, como el mal todo aquel que expresara algún desacuerdo con esos discursos, aunque los resultados prácticos de estos fueran nocivos incluso para los sujetos los que se pretendía reivindicar.

En concreto, nadie pudo nunca hacerle una crítica al “feminismo” sin ser automáticamente ubicado en el lugar del “machista”, del mal y del paria, aunque hubiera evidencias abrumadoras de que ese “feminismo” cantado y fomentado por las corporaciones, los Estados y los medios de difusión hegemónicos iba en contra de los intereses de las mujeres profundizando los problemas sociales en vez de resolverlos. Y lo mismo sucedió con el “garantismo”, que de tanto observar celosamente los “derechos humanos” de los delincuentes y de los criminales terminó empoderándolos hasta instalar la inseguridad pública en niveles insoportables. Es la propia lógica de la naturaleza humana, en la que el paroxismo de una idea, en el tiempo, resulta en el triunfo de la idea opuesta sin que necesariamente alguna de las dos sea la solución para el problema referido. Así, el machismo exacerbado de tiempos pasados condujo a un “feminismo” que terminó siendo más bien un machismo al revés y la “mano dura” de ayer dio el “garantismo”, el que confunde derechos humanos con libertinaje.
Entonces el machismo y el “feminismo” —siempre entre comillas, por cierto, ya que no pasa de un machismo al revés y finalmente de una reivindicación simbólica de machos biológicos al transformarse en ideología de género— no resuelven un problema social, sino que lo profundizan generando odio además entre los sujetos de la problemática. La “mano dura” represiva es un peligro para la sociedad y también lo es el “garantismo” libertino, porque la una encierra el peligro del terrorismo de Estado y el otro, por su parte, hace inviable la correcta persecución penal a quienes hacen el mal, dándoles inmunidad a los delincuentes y criminales al considerarlos víctimas del sistema y, por lo tanto, no sujetos de castigo. “Son los extremos”, concluirá el lector con sentido común. “Y todo extremo es nocivo”. Esa sería una forma inexacta de describirlo, puesto que las antinomias son más bien dos caras de una misma moneda que extremos opuestos e irreconciliables, pero sirve para graficar lo que aquí se quiere exponer.

La inteligencia de Giorgia Meloni y Nayib Bukele les permite interpretar correctamente el pensar y el sentir de las mayorías en su cultura y en un determinado momento de su desarrollo, pero también hay en ello algo de fortuna por haberles tocado el tiempo histórico adecuado para lograr el éxito. Es incomprobable, todo lo contrafáctico siempre lo es, pero también sencillo concluir que Bukele y Meloni no habrían podido hacer lo que actualmente hacen de no haber llegado ya el paroxismo de la ideología de género y del “garantismo”. O, lo que es lo mismo decir, probablemente no habrían triunfado en la política de haberse postulado hace cinco, diez o veinte años, en pleno ascenso de las ideologías que hoy ellos pueden negar sin mayores consecuencias para su reputación. Hubo antes de Bukele y Meloni adelantados gritando las mismas convicciones o parecidas, pero todos ellos fueron derrotados, políticamente destruidos e incluso puestos en el lugar del paria. Bukele y Meloni parecen triunfar allí donde otros fracasaron porque tienen más habilidad, porque a sus ideas les llegó el tiempo o, lo más probable, por una suma de ambas.
“No hay nada más poderoso”, decía Víctor Hugo, “que una idea a la que le ha llegado su tiempo”. Y eso es verdad, es el fundamento de lo que solemos llamar revolución, aunque aquí la “revolución” en cuestión es más bien una restauración de valores previamente existentes y que, por razones que exceden esta exposición, fueron subvertidos. La “revolución” de Nayib Bukele en El Salvador contra la hegemonía progresista del “garantismo” y la de Giorgia Meloni en Italia contra la misma hegemonía, pero en sus términos de ideología de género, es más bien una reivindicación de aquella frase comúnmente atribuida a G. K. Chesterton: “Llegará el día en el que un hombre será abucheado por decir que dos y dos son cuatro, en el que se perseguirá la herejía de llamar triángulo a una figura de tres lados y una multitud enloquecida colgará de un puente a un hombre por afirmar que el pasto es verde”. Bukele y Meloni afirman todas esas verdades del sentido común, pero hasta el momento no fueron abucheados, no fueron perseguidos por herejes ni los colgaron de un puente. ¿Habrá pasado el día fatídico pronosticado por Chesterton?
Lo cierto es que la hegemonía “progresista” de las élites globales empieza a dar señales de desgaste, parece resquebrajarse en Occidente y en las colonias al encontrar díscolos allí donde antes solo había consenso unánime con silencio por parte de quienes estaban en desacuerdo, pero eran los menos y temían ser reprimidos. Una hegemonía, como se sabe, es una economía de la violencia que solo puede imponer la coerción sobre una pequeña minoría disidente mientras sostiene un consenso con la mayoría, no puede reprimir cuando los disidentes ya son demasiados sin convertirse en una dictadura abierta y clásica. Hoy los sublevados son muchos, están en el más alto nivel de la política y quedó demostrado que no pueden ser castigados. A partir de aquí las afirmaciones de que dos y dos son cuatro, de que una figura de tres lados es un triángulo y de que el pasto es verde ya no serán exclusividad de los Putin, de los Orbán y demás líderes de un Oriente al que las élites nunca pudieron engrupir. De aquí en más van a multiplicarse los enterradores de ideología por todas partes y habrá, al fin, un nuevo tiempo para la humanidad.