Como Chesterton, pero con carpa

En el escándalo por las declaraciones de Ramón Díaz tras el partido de Vasco da Gama contra Bragantino por la segunda fecha del torneo de Brasil quedó expuesta una cloaca que hasta aquí estuvo tapada por el temor a contradecir lo establecido por la hegemonía: el daño social que está generando la práctica del “póngale mujer a todo”. Sin tener las categorías para razonarlo y por lo tanto de un modo más bien brutal, Ramón Díaz expresó lo que muchos piensan y nadie se atreve a decir. Los espacios y las instancias propias de la masculinidad les están siendo quitados a los hombres, cerrándose así el último canal por donde podía manifestarse la agresividad natural del animal macho. Las consecuencias de ese despojo y de ese cierre van mucho más allá del fútbol en sí y constituyen un problema social en ciernes con potencial de romper el frágil equilibrio de la sociedad.
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Ramón Ángel Díaz es un exfutbolista y director técnico de fútbol argentino que hasta el último fin de semana de abril dirigía el fútbol del club brasileño Vasco da Gama. Adorado aquí por la parcialidad de River Plate como un ídolo tanto por sus glorias de jugador como por las de entrenador, Ramón Díaz protagonizó en Brasil un episodio que fue caracterizado como “escandaloso” por la prensa de ese país y como “polémico” por la nuestra, esta quizá algo menos contaminada por la agenda dicha “progresista” que las élites globales venden para alcanzar objetivos inconfesables. Cuestionando una decisión del llamado VAR o arbitraje de video en un partido, Ramón Díaz apuntó contra la mujer que tomó esa decisión diciendo que “(…) una señorita, una mujer interpretó un penal de otra manera, que el fútbol es diferente. Y principalmente que el VAR lo tenga que decidir una mujer me parece y creo que es bastante complicado para ella. Porque el fútbol es tan dinámico”.

Lo que hizo Ramón Díaz fue reeditar aquel famoso “querida, no podés estar acá” con el que Alfio Basile alguna vez expulsó de un vestuario a la notera Sofía Martínez haciéndole ver a esta que ese no era el lugar más adecuado para una mujer. En otras palabras, Ramón Díaz reivindicó a su manera el fútbol practicado por hombres como un espacio exclusivo de los varones y no fue colgado por ello en plaza pública solo porque es Ramón Díaz, aunque desde luego fue socialmente reprimido, mediáticamente censurado y extorsionado por la dirigencia del club a pedir disculpas por sus dichos. Como Basile en su momento, Ramón Díaz puso en palabras vulgares y hasta brutales una idea que habita en el sentido común, aunque está prohibida: la de que no debe haber presencia femenina en el fútbol masculino.

La idea es polémica y hasta escandalosa solo en los criterios de “corrección política” de esta posmodernidad, según los que no existe lugar inadecuado para las mujeres y estas pueden estar donde quieran. “El fútbol es un deporte, las mujeres tienen el derecho a participar y el que no esté de acuerdo con eso es un machista”, dicen, sin aclarar que el deporte femenino ya existe como espacio idóneo para ellas y sin reparar en que el fútbol de varones es mucho más que un simple deporte. El fútbol es diferente, ahí tiene toda la razón Ramón Díaz. El fútbol de varones trasciende lo deportivo funcionando más bien como una instancia social que puntualmente sirve para resolver y canalizar tensiones sociales con el fin de que estas tensiones no exploten por lugares inconvenientes respecto a los intereses colectivos del grupo. Y, por lo tanto, cuando al fútbol de varones se le aplica el “póngale mujer a todo” que los hipócritas usan para lavar sus culpas de género las consecuencias sociales pueden ser nefastas.

Contaminada por el ambiente cultural posmoderno en el que se formó, Sofía Martínez creyó que era oportuno invadir un vestuario donde había varones en la intimidad típica del fútbol. La discusión se centró en si eso era bueno o no para Martínez, pero la cuestión pasaba por otro lado: al meterse en esa intimidad, Martínez obligaba a los que ahí estaban a cambiar su comportamiento, esto es, les usurpaba una instancia que a ellos les pertenecía. El “póngale mujer a todo” rompe un equilibrio social existente hace milenios y eso es lo que no supo expresar Alfio “Coco” Basile en su momento ni Ramón Díaz en tiempos más recientes. Ellos no lo saben explicar y lo expresan en términos vulgares, pero intuyen que están sufriendo un despojo.

Al igual que el rugby, que es su precursor, el fútbol no da exactamente con la definición estricta de lo que es un deporte. Las evidencias de ello abundan, empezando por el hecho de que el fútbol jamás fue admitido en el programa olímpico de manera integral: durante décadas solo podían participar jugadores no profesionales, luego se impuso una limitación por edad y en la actualidad se admiten tres jugadores mayores de 23 años por equipo, todo eso para evitar lo que sería la desvirtuación del carácter deportivo de la competencia olímpica. El caso del rugby es aún más claro, porque solo muy recientemente la disciplina empezó a formar parte del programa olímpico y en su versión edulcorada de siete jugadores en vez de los quince de un equipo clásico completo. En la comprensión precisamente de que ninguno de los dos es un deporte como podrían ser la natación, el atletismo, el tenis y demás modalidades deportivas en un sentido estricto, el Comité Olímpico Internacional (COI) no quiere ni al rugby ni al fútbol en su familia.

¿Entonces qué cosa son tanto el rugby como el fútbol? Pues son, desde sus orígenes, instancias creadas por la modernidad para que el hombre moderno pudiera canalizar su agresividad sin la necesidad de tirar tiros y de matarse en la guerra. Alguien podrá argumentar que hubo juegos similares al fútbol en la antigüedad y en la edad media como, por ejemplo, el calcio florentino de la península itálica —el “juego más violento del mundo” en la opinión de quienes presumen de entender del asunto— y el fútbol gaélico de los irlandeses y los escoceses, entre otros, por lo que el fútbol ya no sería una creación de la modernidad. Todo eso es atendible y aun así persiste el denominador común de todas esas modalidades antiguas, medievales y modernas que es la canalización de la violencia en un campo de juego para evitar que se exprese en un campo de batalla.

El ‘calcio’ florentino, reputado como “el juego más violento del mundo”, es un probable precursor del fútbol moderno y es una evidencia histórica de que el juego con el balón ha sido desde tiempos inmemoriales una instancia de canalización de la agresividad natural de animal macho que el varón lleva inscrita en su naturaleza. Al transformar el fútbol en una actividad dicha “civilizada” y al agregarle el componente femenino, lo que la sociedad hace es cerrar esa instancia y arriesgar a que la agresividad explote en la forma de violencia no lúdica en otros ámbitos de la convivencia. La posmodernidad plantea un desafío a la naturaleza humana y los resultados de dicho desafío pueden ser o directamente serán catastróficos para el grupo.

Es la agresividad natural del animal macho en un sentido ya zoológico lo que motiva la creación del rugby y del fútbol, o la necesidad de canalizar dicha agresividad en un evento gobernado por reglas en el que no necesariamente el resultado final sea la muerte de los implicados. Durante los casi dos siglos de su existencia el fútbol y el rugby le han servido a la comunidad como esa instancia de canalización y es probable que hayan evitado desgracias aquí y allí, son unos doscientos años en los que el fútbol y el rugby evolucionaron en sus reglas sin dejar jamás, he ahí lo esencial, de ser para el hombre moderno ese espacio de expresión de su agresividad natural. Durante dos siglos tanto jugadores como hinchas han ido a las canchas de fútbol y de rugby en todo el mundo a “descargar” simbólicamente una parte de la violencia natural acumulada en el cotidiano.

Cualquier antropólogo podrá dar testimonio de que la falta de instancias de canalización de esa violencia natural y cotidiana ha dado los resultados más funestos para el grupo. Y también de que el hombre como animal macho necesita válvulas de escape para la violencia que está en su naturaleza. Así, por ejemplo, no es infrecuente ver casos de varones que durante la semana en su vida laboral y/o familiar son perfectos caballeros, pero que al pisar un estadio de fútbol se transforman en bestias maleducadas. Insultan al otro porque el otro simpatiza con colores que no son los suyos y hasta parecerían estar dispuestos a irse a las manos para “defender la camiseta”. ¿Por qué eso ocurre? Pues naturalmente porque para ese trabajador, marido y padre de familia ejemplar el fútbol es esa válvula de escape para toda la violencia que va acumulando en su vida.

Los hinchas “cabeza de termo”, siempre dispuestos a cualquier imbecilidad con prosaico fin de “defender la camiseta”. Salvo en el caso de los barrabravas —que son vulgares delincuentes y viven del negocio de ser barrabravas mediante una serie de actividades ilícitas—, por lo general el “cabeza de termo” suele portarse muy bien y pacíficamente en su vida cotidiana. Y la razón de ello es que tiene una instancia en la que puede canalizar algunas horas por semana su agresividad natural. ¿Adónde irá a explotar esa agresividad si se suprime la instancia del fútbol?

Cabría preguntarse, contrafácticamente, qué sería de la vida de ese varón de no existir el fútbol como instancia de manifestación de la violencia que va acumulando en el día a día. ¿Sería tan ejemplar en su trabajo y en el trato con su familia? La evidencia indica que no, que sin una instancia lúdica en la que pueda expresar su agresividad el hombre tiende a expresarla de un modo no metafórico, esto es, literalmente violento. El hombre como animal macho necesita instancias como el fútbol donde pueda expresarse en toda su naturaleza precultural, si se quiere, sin perjudicar a los demás con dicha expresión. En una palabra, el hombre tiene la necesidad de espacios donde pueda emerger su animalidad haciendo la correspondiente catarsis y luego volviendo a ser un perfecto caballero para que no se pierda el equilibrio social.

Ramón Díaz probablemente no lo sepa, aunque lo intuye, pues se dedica al fútbol y no a la filosofía, pero en su expresión vulgar que según los estándares de moralidad actuales se califica como “machista” lo que hay es la exigencia de la instancia propia de la masculinidad. Lo que Ramón Díaz y cualquier futbolero de raza en Brasil, en Argentina y prácticamente en todas partes intuyen sin saber explicarlo es la sensación angustiante de que el sistema les está quitando poco a poco, paso a paso, el único espacio donde estaba permitida la expresión de aquello que no puede reprimirse y que, de no poder canalizarse de alguna forma, termina explotando por otro lado. La percepción del despojo sin la capacidad de manifestarlo racionalmente conduce a la vulgar expresión “esta señorita acá no tiene que estar” con la que Ramón Díaz terminó embarrándose hasta el cogote.

En la previa de la conferencia de prensa fatídica en la que dijo lo que piensa y luego se vio obligado a retractarse, Ramón Díaz tenía en Vasco da Gama el estatus de un héroe que había salvado del descenso seguro al club. Pero Vasco da Gama es un club que actualmente está hegemonizado por los mal llamados “progresistas” y la consecuencia es que allí el resultado deportivo es menos importante que la ideología. La relación de Ramón Díaz y el club carioca terminó ese día porque el entrenador argentino demostró no comulgar en lo que hay de más sagrado para los dirigentes de Vasco da Gama: la ideología de género en particular y lo ‘woke’ en general.

El sistema, véase bien, es el sistema de la posmodernidad el que ha tomado la decisión de transformar el fútbol en un espacio aséptico orientado más bien a la publicidad y al negocio de las grandes corporaciones que a ser una instancia de canalización de las necesidades biológicas del hombre. En los últimos treinta años esa transformación fue ocurriendo lentamente para que nadie se percatara de ella: primero se impusieron las limitaciones a la asistencia de público visitante con el fin declarado de evitar altercados entre hinchas, luego se pasó a la prohibición de expresiones agresivas por parte de esos mismos hinchas con criterios de “corrección política” absolutamente incompatibles con el fútbol y, finalmente, se llegó a la feminización de la actividad, la inclusión de mujeres en roles de arbitraje, reportaje y narración que durante dos siglos les correspondieron a los varones.

Pues claro, el que es un perfecto caballero en su vida cotidiana solo puede transformarse en una bestia salvaje si está entre otras bestias igualmente salvajes y, sobre todo, si no hay mujeres mirando. Aquí está el punto del que nadie quiere hablar, el asunto prohibido por la moralidad actual: cuando Ud. mete a una mujer en un campo de juego lo primero que logra es que todos los varones decentes cambien su comportamiento. Solo un mentecato o un total energúmeno cuya personalidad se corrompió en un ambiente social degenerado es capaz de comportarse de la misma forma entre varones que en presencia de una mujer. El hombre normalmente no hace eso, algo en su conciencia o por debajo de ella le indica que no debe hacerlo. Y no lo hace, cuando una mujer está presente el hombre bien resuelto no se atreve a expresar la totalidad de lo que el mal llamado “progresismo” llama “masculinidad tóxica” y nada más es que la agresividad natural del animal macho.

De nada de eso se puede hablar y el resultado es que no se construyen los razonamientos necesarios para explicar el proceso. Otro resultado necesario es que a varones clásicos como Ramón Díaz no se les ocurre mejor idea que decir “esta señorita acá no puede estar” tan solo para tener que disculparse a los cinco minutos y frustrarse todavía más por ello. Nadie creyó en el pedido de disculpas de Ramón Díaz y no podía ser de otra forma: Ramón Díaz no se arrepiente de lo que dijo ni podría arrepentirse, Ramón Díaz piensa así y así piensan millones, seguramente miles de millones de varones en todo el mundo. Lo que Ramón Díaz y esos varones no saben porque la construcción del razonamiento está prohibida y ellos no tienen quien les enseñe es decirlo, es explicar lo que piensan y lo que sienten. Ellos piensan y sienten que se les está despojando de algo que les pertenece y no lo saben decir.

Al momento de escribir estas líneas y ya con Ramón Díaz fletado de Vasco da Gama, la televisión de Brasil celebraba el hecho histórico de que una terna compuesta por el 100% de mujeres dirigía un partido de primera división, además con mujeres en el VAR, en los relatos y en los comentarios. La gentrificación ha sido completada al naturalizarse la expulsión de los varones de su propia actividad. Y de aquí en más habrá asepsia, porque en presencia de mujeres solo un mentecato o un energúmeno se comporta de la misma forma que entre varones. El fútbol como última instancia de expresión de la naturaleza del animal macho ya no existe. Jugadores y entrenadores saben que eso es así, no lo saben expresar y entonces callan para no ser reprimidos por la hegemonía.

Algo que les pertenece y que necesitan para seguir viviendo, véase bien. De haber sido solo la represión social en la forma de “Ud. no puede decir eso porque eso es de machistas” vaya y pase, no habría mayores consecuencias más que la propia represión en sí misma y la bronca que debe masticar el que es reprimido. Pero hay mucho más y es que la idea del despojo sigue ahí intacta, cada vez más instalada en la conciencia de los varones. Se le quita al hombre un espacio de expresión de su naturaleza, no se le enseña a razonar esa injusticia y además se lo reprime cuando intenta protestar de una forma irracional, que es lo único que le sale precisamente porque no está permitido racionalizar la cosa. No hay salida, no hay nada que hacer más que agachar la cabeza y aceptar el despojo en silencio para evitar sufrir las consecuencias de la represión social.

El fútbol va a ser aséptico y va a haber mujeres implicadas para garantizar esa asepsia, razón por la que ir a un estadio de fútbol será muy pronto exactamente lo mismo que ir al teatro o al cine. Habrá mujeres con el silbato, con los banderines y con los micrófonos, mujeres dirigiendo y relatando para garantizar la asepsia en el fútbol. Eso es lo que aspiran los cultores de las costumbres posmodernas de ese continente de eunucos que es Europa: el estadio de fútbol como un teatro al que para ingresar uno paga una entrada carísima, se sienta en una butaca y aplaude moderadamente mientras consume publicidad por los cuatro costados. “Una maravilla”, dirán esos cultores en estas latitudes de los usos y costumbres de una sociedad vieja y decadente como la europea. “Así erradicamos la violencia del fútbol y somos civilizados como los franceses y los ingleses”, agregan. Y es probable que no haya habido estupidez más grande que esa en toda la historia de la humanidad, por lo menos desde la revolución burguesa a esta parte.

Una estupidez monumental como casi todo lo que este “progresismo” de la posmodernidad presenta como progreso y en el fondo es una barbaridad, por cierto, empezando por sus consecuencias. ¿Adónde creen que va a ir a parar la violencia que ya no va a canalizarse por el fútbol? Impedido de portarse como una bestia salvaje durante dos o tres horas por semana, privado del único espacio que tenía para expresarse por fuera de la vista de las mujeres —a las que no puede ni quiere agraviar—, vigilado allí donde solía ser libre y obligado a consumir un producto milimétricamente planificado con el fin de no ofender a nadie, así es el hincha convertido en espectador dentro de un fútbol transformado en teatro. ¿Dónde va a expresar el animal macho la agresividad que acumula en su vida cotidiana, si en el único espacio que tenía para hacerlo sin consecuencias ahora hay mujeres, hay asepsia y solo cabe portarse bien?

El fútbol femenino existe y es un espacio idóneo para que las mujeres practiquen este deporte, pero al que se atreva a decir que los varones deben estar entre varones y las mujeres entre mujeres se le impone el mote de “machista” y/o “misógino” y lo cancelan. ¿Por qué simplemente no se recurre al sentido común para evitar el conflicto? Pues porque el conflicto es precisamente lo que se busca como instrumento de disolución social. La ingeniería del poder opera en lugares que son muy difíciles de ver para el ojo no entrenado.

Todo eso es lo que perciben, cada cual a su manera, sin poder argumentarlo, los futboleros desde una eminencia como Ramón Díaz hasta el último hincha “cabeza de termo” del último cuadro de la división más baja de cualquier liga del mundo. Es un despojo, es la gentrificación inmobiliaria trasladada al fútbol como en el viejo barrio de siempre siendo ocupado por viviendas y tiendas “paquetas” hasta transformarse el propio barrio en un vecindario “bien”, libre de bárbaros y de olores fétidos. ¿Y los negros? ¿Debajo de qué alfombra van a barrer a los negros cuando ya no haya lugar para ellos en el barrio de siempre que ahora es una “paquetería”? Ah… pero el progreso, la civilización, el ser como los europeos que son deconstruidos, el no ofender a nadie para que nadie se sienta mal, la inclusión de las mujeres hasta en lugares que a las propias mujeres no les conviene ocupar porque al hacerlo subvierten el delicado equilibrio social que las protege. Todo eso viene primero en el actual orden de prioridades de los eunucos.

Es un despojo, al hombre el sistema le está quitando el último espacio donde estaba permitida la libre expresión de la naturaleza agresiva del varón y nadie vaya a sorprenderse si dentro de unos años algún sociólogo llega a la conclusión de que la sociedad en Occidente y aquí en las colonias colapsa porque en nombre del “progreso” se rompió el delicado equilibrio social con el que la humanidad tuvo relativo éxito durante milenios y que el aumento de la violencia en todos los ámbitos de convivencia humana se debe a que al animal macho se le ha quitado el espacio lúdico de canalización de su naturaleza agresiva, obligándolo a enloquecer en silencio hasta que un buen día no aguante más y explote en su lugar de trabajo o en su casa dirigiendo toda esa violencia mal contenida contra quienes tiene al lado, incluso contra su familia, su mujer y sus hijas.

Al filósofo británico y católico —una anomalía, pues en Gran Bretaña los católicos suelen ser marginados— Gilbert Keith Chesterton se le atribuye el haber previsto la necesidad de desenvainar una espada para decir la verdad absoluta. Esto es lo que pasa en los días de hoy: la solución lógica para los problemas ha sido prohibida y también se prohíbe el ejercicio intelectual de pensar en el problema. El que cuestione la locura del “póngale mujer a todo” debe desenvainar una espada pues en su contra caerá todo el peso de la represión hegemónica. Chesterton la vio venir.

Tal vez haya el llegado el día en el que sea preciso desenvainar una espada para decir que el pasto es verde, como pronosticaba el genial Chesterton en la frase que se le atribuye. Eso es un poco irónico en el caso de Ramón Díaz, quien se ha ganado la vida y se ha cubierto de gloria precisamente sobre un pasto verde y, no obstante, no pudo, no quiso o no supo desenvainar la espada para sostener lo que muchos piensan, lo que nadie se anima a decir y es simplemente la verdad. No pudo, no quiso o no supo, aunque se rebeló a su manera contra la injusticia: después de ser reprimido y obligado por el club que lo empleaba a pedir disculpas por decir la verdad, Ramón Díaz hizo pagar al club con dos derrotas durísimas —una en un clásico y otra por goleada, de local y a manos de un equipo enano— hasta ser despedido, porque seguramente había tomado la decisión de irse ya en el momento de ser reprimido por la dirigencia de Vasco da Gama.

Ramón Díaz no sabe expresarlo en palabras, prácticamente nadie lo sabe en medio a este oscurantismo, pero sabe demostrarlo no permaneciendo en un club de cobardes más interesados en la moralidad “progresista” posmoderna que en respaldar a los suyos. Quizá ese haya sido el método Ramón Díaz de desenvainar la espada porque lo dicho, al fin y al cabo, dicho está. Ramón Díaz es una especie de Chesterton con carpa, es un criollo valiente. Ahora les toca a los intelectuales que se dedican a explicar el mundo tener un poco de esa valentía poniendo en categorías el contenido de la cloaca que Ramón Díaz destapó al denunciar la injusticia de la gentrificación y del despojo que el sistema impone sobre el fútbol para romper el equilibrio social. ¿Tendrán los intelectuales ese coraje?


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