Desde 1946 a la fecha la oligarquía argentina se ha dedicado a resolver un solo problema político, ha estado en las últimas siete décadas largas ocupada en dar con la solución al único problema que políticamente la desvela de verdad: el cómo destruir al peronismo. Habiendo tenido el control absoluto del país desde 1852 con la derrota de Juan Manuel de Rosas en Caseros, nuestra oligarquía se vio nuevamente desafiada a mediados del siglo XX por un proyecto político nacional-popular al advenir Juan Domingo Perón y, en consecuencia, ha hecho desde entonces todo lo que estuvo a su alcance para darle al peronismo el mismo fin que tuvo el rosismo, con el objetivo de volver a ser dueña y señora de un país del que desea disponer como si de una de sus estancias se tratara.
En 1946 el peronismo era aún incipiente y también lo era lógicamente el gorilaje, porque este es el antiperonismo en un sentido estricto. Surge el peronismo, la oligarquía se hace gorila y todo es una novedad, razón por la que esos inicios son tiempos de mucha inocencia. Y así, todavía inocentemente, la oligarquía intenta llevar a cabo la destrucción del peronismo naciente por el prosaico método de reunir a todos los gorilas de aquel momento de la mano del embajador Spruille Braden en la embajada de los Estados Unidos para formar un frente electoral, ganar las elecciones y cortar por lo sano.
Ese frente electoral fue la Unión Democrática y allí concurrieron todos los antiperonistas por derecha y por izquierda. A la mesa de Braden fueron a sentarse los gorilas blancos de la Unión Cívica Radical, los gorilas rojos del Partido Comunista y del Partido Socialista y los gorilas indefinidos del Partido Demócrata Progresista, gorilas de los más variados pelajes con la única finalidad de frenar al General Perón antes de que pudiera arrancar, destruyendo así ese conato de organización popular. No podían permitir que despegara otro Rosas representando los intereses reales y permanentes de las mayorías populares trabajadoras y medias y allí fueron con la Unión Democrática a intentar destruir ese conato en las urnas.

Pero el General Perón era bicho, como suele decirse en la jerga. Y con esa viveza criolla que lo caracterizaba dio con la fórmula dicotómica de “Braden o Perón” para hacerle entender rápidamente al pueblo que en su contra se habían unido los intereses antipopulares de la oligarquía a los intereses antinacionales del imperialismo yanqui. Así Perón pudo ganar las elecciones de 1946 y el peronismo pudo despegar, pudo existir de hecho como proyecto político real y aplicable más allá de las buenas intenciones expresadas en el discurso ideológico. Perón se hizo con el poder político en el Estado y desde allí desplegó sus políticas, creando la praxis peronista. Perón “durmió” a los gorilas primigenios, arrodilló al embajador estadounidense y el peronismo empezó entonces a existir. La oligarquía ya no reinaba absoluta en la Argentina.
Habiendo cometido el error de permitir el nacimiento de otra fuerza de orientación popular después de Juan Manuel de Rosas, la oligarquía ahora gorila pronto comprendió que por la vía electoral no iba a poder desplazar a Perón y que iba a ser necesario otro Caseros, esto es, que no había otra forma que la guerra para recuperar el control del país al que el gorilaje quería convertir en colonia y manejar como estancia. Esa guerra fue el bombardeo a Plaza de Mayo en junio de 1955, el que resultó poco después en el golpe y la destrucción del gobierno nacional-popular. Perón se fue al exilio y allí parecía que se terminaba todo: la oligarquía iba a imponer un esquema de sucesivos golpes y “democracias” tuteladas con el peronismo proscripto y hasta prohibido, todo eso con el fin de instalar la idea de una normalidad sistémica que legitimara el coloniaje oligárquico.
La oligarquía cipaya iba, no obstante, a equivocarse otra vez en su cálculo golpista, pues Perón habría de volver después de 18 años de exilio a romper el mito del retorno del caudillo, a frustrar los planes del gorilaje. El retorno del General Perón no es importante por el tercer gobierno peronista que formó y no pudo concluir, porque antes lo encontró la muerte como hecho irremediable del hombre, sino porque al romper el mito de que una vez exiliado el caudillo se terminaba para siempre un proyecto político Perón dejó consolidado al peronismo para los años por venir. Y el resultado fue el siguiente: a partir de ahora quedaba claro que la fuerza política de las mayorías populares no podía ser derrotada en las urnas, pero tampoco mediante la guerra. Iba a ser necesaria una tercera estrategia de demolición.

La inteligencia yanqui —que es de donde salen los planes estrambóticos de golpe, fraude y guerra luego ejecutados por nuestros cipayos locales— aprendió al fin aquella verdad que pertenece desde siempre al sentido común de las mayorías criollas, a saberla, la de que las cosas cuando están bien hechas no pueden voltearse desde fuera, solo desde dentro. Era del todo inútil armar frentes electorales gorilas para pelear por el voto e igualmente inútil aplicar la fuerza brutal de las armas contra el peronismo. La primera opción siempre es inviable porque el pueblo en su mayoría tiende a votar por el proyecto que representa sus intereses y la segunda resulta contraproducente en el tiempo, puesto que el movimiento popular al ser golpeado se reorganiza, resiste y más temprano que tarde vuelve fortalecido por el honor del martirio.
Las cosas cuando están bien hechas solo pueden destruirse desde dentro, por implosión. Y entonces el gorilaje y la inteligencia yanqui dieron con la fórmula para destruir a un peronismo que estuvo desde siempre muy bien hecho al representar cabalmente los intereses de la mayoría del pueblo-nación argentino. La fórmula sería copar al propio peronismo, llenarlo con cuadros gorilas que condujeran al movimiento hacia su destrucción como en una implosión controlada. Esos dirigentes gorilas, lo sabemos hoy, tuvieron desde entonces como único objetivo el quitarle al peronismo la verdad, esto es, hacer que el peronismo deje de decir la verdad y deje, por lo tanto, de representar los intereses de quienes aman y necesitan la verdad.
De un modo muy sintético, podría decirse que el General Perón triunfó e instaló al peronismo como representación fiel de los intereses de las mayorías populares simplemente porque en medio a la decepción y al fraude Perón se atrevió a decir la verdad. Desde la derrota de Rosas en Caseros las clases dominantes oligárquicas se habían dedicado a construir una narrativa falsificada, o a decir oficialmente que el pasto es azul. En el largo periodo que va de 1852 a 1943/46 —casi un siglo de nuestra historia, como se ve— la oligarquía hizo a sus anchas en Argentina una explotación del territorio y del pueblo-nación mediante el vulgar método de la estafa, diciendo que el pasto es azul y prohibiendo que nadie diga lo contrario. Rosas había dicho que el pasto es verde y en 1946 llegaba Perón a retomar ese atrevimiento.

Por lo tanto, el peronismo es lo que es porque restaura la verdad, que es precisamente la razón por la que a Juan Manuel de Rosas se lo conoce como “El Restaurador”. El rosismo y el peronismo tienen en común la cualidad de desafiar a un statu quo fundado sobre el fraude, de gritar que el pasto es verde y de bancarse las consecuencias de ese atrevimiento. Y si el poder fáctico intenta destruir por la fuerza al que dice la verdad, lo único que logra es fortalecer al atrevido, cosa que ya debieron haber aprendido nuestros oligarcas de la historia universal del cristianismo en Roma. La oligarquía tardó, pero aprendió que un movimiento que dice la verdad no puede destruirse por la fuerza, que la única forma de hacer esa destrucción con éxito es logrando que los dirigentes del movimiento no digan la verdad.
Y así la oligarquía fue copando al peronismo desde la muerte de Perón y el golpe a Isabelita, fue infiltrando a sus dirigentes en las filas del movimiento nacional justicialista para que estos dirigentes, desde allí, se pusieran a gritar que el pasto es azul. Progresivamente el peronismo fue llenándose de verdaderos gorilas camuflados sin que los peronistas se dieran cuenta del truco, puesto que el sentido de pertenencia es una cosa irracional y se fija mucho más en las formas que en los contenidos. En vez de exigirles a los nuevos dirigentes peronistas que se aferraran a la doctrina de Perón, la militancia les exigió siempre la liturgia de los símbolos: peronista es el que canta marcha y pone los dedos en V, sin importar mucho, poco o nada la praxis política concreta del dirigente en cuestión. He ahí la descripción del famoso pejotismo, que es la forma institucional de ignorar la doctrina peronista y de hacer gorilismo con la chequera de Perón.
El problema es que la militancia es tonta, pero el pueblo no lo es tanto. El pueblo-nación se percata de que hay algo llamado peronismo y que esa cosa es cada vez menos sinónimo de verdad, que los voceros de la cosa dicen cada vez más frecuentemente que el pasto es azul allí donde sus predecesores se habían ganado el favor del pueblo gritando contra viento y marea que el pasto es verde. El resultado es que las mayorías populares empiezan a identificar al peronismo como uno más entre los que no dicen la verdad y, en consecuencia, empiezan a retirarle su apoyo, con lo que se disuelve la base social. ¿Y qué hace la militancia frente a esa destrucción, que normalmente es irreversible?

Pues aquí está el verdadero descalabro y es que, en vez de exigirles a sus dirigentes que paren de decir que el pasto es azul porque el pueblo se está enojando y eso es fatal para el movimiento, los militantes empiezan a defender a los dirigentes contra toda lógica y sentido común, empiezan a gritar también que el pasto es azul y que —esto es lo más trágico en esta tragedia— el que se oponga a eso es un gorila. Por sentido de pertenencia, como si de un club de fútbol se tratara, la militancia repite la mentira de sus dirigentes porque “hay que ganar el partido” contra los de enfrente, contra los gorilas que también dicen que el pasto es azul. Entonces toda la política deja de decir la verdad, no existe una fuerza de representación popular y el pueblo se percata de que lo dejaron a pata. De aquí surge el “son todos lo mismo”, porque en un sentido amplio es cierto que todos mienten y entonces hacen lo mismo.
Entonces el problema está en la militancia y no en la dirigencia, son los militantes los responsables por custodiar el legado de la doctrina que el conductor había dejado escrita para que nadie se aparte de ella. Pero la militancia no hace eso, permite que sigan entrando los dirigentes gorilas al peronismo y permiten que estos digan en nombre de Perón que el pasto es azul. Nada de eso puede resultar en otra cosa que en un gobierno “peronista” que maltrata y engaña a las mayorías populares trabajadoras y medias, en un dirigente como Carla Vizzoti, por ejemplo, que hace negocios muy turbios con el complejo industrial-militar-farmacéutico mientras declara públicamente que no puede revelar el contenido de los contratos porque las farmacéuticas quieren mantener eso en secreto.
¿La militancia pide la cabeza de Carla Vizzoti por decir que el pasto es azul? No, para nada. La militancia empieza a defender el secretismo en el negocio de la industria farmacéutica con el dinero y la salud del pueblo, con lo que automáticamente se pone al pueblo en contra. En ese justo momento la propia militancia ya dejó de ser peronista y pasó a ser, digamos, vizzotista o quizá militante de Pfizer, es irrelevante. Lo cierto es que pasó a defender los intereses del privado en desmedro del interés colectivo del pueblo-nación. En ese momento la militancia empezó a gritar que el pasto es azul y llegó finalmente al lugar donde el gorilaje la quería ubicar, que es el lugar del militante de la mentira y del defensor del poder. Sin comprenderlo, porque piensa en el sentido de pertenencia y no en la praxis, el militante peronista termina siendo un gran gorila y encima contra sus propios intereses.

El que una oligarca como Esmeralda Mitre sea invitada por una radical gorila como Carmela Moreau para que sea candidata por el Frente de Todos —por ese “peronismo” que custodia los símbolos e ignora la doctrina— no es entonces otra cosa que un desarrollo lógico del proceso de demolición del peronismo. Es la invasión de dirigentes gorilas consumándose con el ingreso de un Mitre, familia que literalmente impuso la narrativa falsificada después de Caseros y simboliza todo lo que motivó a Perón a luchar. Esmeralda Mitre o cualquier Mitre en las listas electorales de un frente que se declara peronista es el corolario de la estrategia de demolición que empezara a imponerse con el golpe de 1976 contra el peronismo, es el último golpe simbólico para dejar bien claro que la representación popular ya no existe en la política y que solo hay Mitre en todos los partidos para elegir. Como en la década infame.
Es preciso, no obstante, felicitar a Esmeralda Mitre por haber logrado aquello que sus antepasados intentaron y no pudieron lograr. El gran patriarca Bartolomé Mitre la contó cambiada, hizo toda la falsificación de la narrativa histórica para que sus descendientes tuvieran el control absoluto del país, pero sus hijos y nietos fueron derrotados por Perón y no pudieron luego destruirlo. Tenía que venir una tataranieta medio tilinga del patriarca a lograr lo que otros Mitre intentaron primero con la convocatoria de gorilas en la Unión Democrática y luego directamente con la guerra, sin éxito. Tenía que venir a enterrar al enemigo histórico de la oligarquía una oligarca de apellido Mitre y debajo de las narices de una militancia que no entiende nada de lo que le están haciendo.
La militancia no entiende el golpe y ya le está diciendo “compañera” a Esmeralda Mitre para darle la bienvenida al peronismo, está ponderando la inmensa conciencia social de una mujer valiente que reniega de su propia herencia para abrazar la causa de los pobres. El atento lector va a reírse, ciertamente, pero ese es el contenido aproximado de lo que grita hoy una militancia que sigue apoyando incondicionalmente a Alberto Fernández, a Sergio Massa y todos los gorilas que vienen detrás de estos a enterrar al peronismo gritando que el pasto es azul. La militancia tiene miedo al de enfrente y es rehén del sentido de pertenencia impuesto por el kirchnerismo, es cautiva de Cristina Fernández y no se atreve a sacar los pies del plato. Y así, por cobarde, será llevada puesta por quienes vinieron a destruir en la conciencia de las mayorías la asociación entre el peronismo, la verdad y la justicia. En la calle los de abajo les dirán que son lo mismo y obviamente tendrán toda la razón.