Un siglo después del triunfo de la revolución burguesa en Europa la vieja aristocracia del antiguo régimen estaba definitivamente derrotada y la burguesía, avanzando céleremente con la industrialización propiciada por la consagración de la seguridad jurídica de la propiedad privada, estaba bien instalada en el lugar de clase dominante. No había lugar para la restauración ni posibilidad de vuelta atrás en los países centrales y lo único que faltaba a fines del siglo XIX era el símbolo cultural fuerte no claramente originado por la política. El irlandés probritánico Bram Stoker habría de producir ese símbolo al publicar una de las novelas más leídas y luego interpretadas por la televisión y el cine a lo largo del siglo posterior. Esa novela fue Drácula y esta es la historia de cómo la caracterización monstruosa de una parcialidad política ha dado los más auspiciosos resultados para el que hace esa caracterización y, a la vez, las consecuencias más nefastas para el que es caracterizado.
Como se sabe, de acuerdo con la pluma prodigiosa de Stoker, Drácula fue un vampiro, aunque en la realidad fáctica comprobable en la documentación histórica fue tan solo un aristócrata y probablemente, según sea el cristal con el que se lo mire, un criminal de lesa humanidad para los estándares de la actualidad. El príncipe Vlad III de Valaquia fue un sujeto que quedó conocido por varios nombres y sobre todo por la macabra costumbre de empalar a sus desafectos y/o enemigos políticos una vez que los capturaba. Allá por fines del siglo XV, el príncipe Vlad III reinaba en Valaquia, una región vecina a la famosa Transilvania y una especie de provincia del centro del país que hoy se llama Rumania. La referencias geográficas aquí son para la anécdota. Lo importante es que Vlad III empalaba gente en ese lugar de Europa oriental y eso le iba a valer el apodo de “Tepes”, que en rumano significa “empalador”.
Vlad Tepes hizo de las suyas mientras lo dejaron hasta que un buen día se le terminó y lo decapitaron. Al parecer la “rosca” de Vlad Tepes era contra el invasor otomano, razón por la que hoy se lo considera un héroe nacional de Rumania, pero mucho antes de este reconocimiento la reputación de Vlad Tepes iba a inspirar los más escabrosos relatos de empalamiento, narrativas que por la tradición oral habrían de recorrer Europa por los próximos siglos hasta llegar, evidentemente muy modificadas a lo largo de unos 400 años, al conocimiento de Bram Stoker. Vlad Tepes llegó a la cultura de Irlanda como un aristócrata sangriento cuyo patronímico era Dracul o Drăculea. Fue lo suficiente para que Stoker se imaginara el ahora universalmente conocido personaje del conde Drácula.

Está claro que Vlad Tepes III de Valaquia no tenía colmillos como los de un lobo ni se alimentaba de sangre humana o vivía de noche sin poder ver la luz del día, eso es lo que agrega Bram Stoker en la interpretación que habría de ser un best-seller en una época, observe bien el atento lector, en la que las novelas eran lo equivalente en la actualidad a las llamadas plataformas de streaming, pues no existían la televisión, la radio ni medio de comunicación electrónico alguno y leían los privilegiados que sabían hacerlo. Vlad Tepes III de Valaquia solo existe hoy fuera de Rumania como el conde Drácula y eso es gracias a la enorme difusión obtenida por la obra de Stoker. Toda la idea en Occidente y aquí en las colonias de lo que podría ser un vampiro se basa en la novela Drácula de Bram Stoker, todas las versiones posteriores son de una manera o de otra adaptaciones de esa originalidad. He ahí el poder de esta novela.
Pero hay mucho más poder porque para fines del siglo XIX, que es cuando se publica Drácula por primera vez en Londres (más precisamente en 1897), la opinión pública recibió la obra de la única forma posible y esperable que es como la caracterización de una clase social que estaba derrotaba y que iba a verse en lo sucesivo como un hato de vampiros. La consolidación última del triunfo de la burguesía sobre la aristocracia se da ahí, podría decirse, se da cuando los sectores populares quedan fulminantemente convencidos de que un aristócrata es un vampiro que se alimenta de sangre. Ese es un triunfo cultural de los que duran para siempre porque al quedar instalada en el subconsciente colectivo, que es más profundo que el sentido común pues es uno de los elementos que lo forman, una idea es irreversible.
Este es un contenido exclusivo para suscriptores de la Revista Hegemonía.
Para seguir leyendo, inicie sesión o
suscríbase.