Dicen los mal llamados “conspiranoicos” que a través de la televisión y el cine de Hollywood el poder fáctico global hace un correlato de sus estrategias para revelarlas e incluso explicarlas al detalle, todo eso mientras las mismísimas estrategias se despliegan o poco tiempo después de que hayan dado los resultados esperados por el poderoso que las hace. Magnicidios, golpes de Estado, invasiones militares, epidemias y pandemias, autoatentados, todos los chanchullos de la ingeniería social que las élites globales imponen sobre las mayorías con su doctrina del shock quedan al desnudo, expuestos frente a los ojos de la humanidad, ya sea en la pantalla grande o en la pantalla chica.
Eso dicen los “conspiranoicos” que saben unir los puntos entre lo que ven en la ficción y lo que se presenta en la realidad, razón por la que es lícito concluir que un “conspiranoico” no es otra cosa que un individuo con la extraordinaria capacidad de ver lo obvio, algo que la mayoría no suele hacer. El poderoso sabe que los muchos no van a relacionar el arte con la realidad y por eso se da el gusto —aquí está la clave de este asunto— de exponer su propio truco en películas y series de televisión, quizá para mejor presumir de su propio poder: lo hace y lo muestra, no oculta su jugada y se regocija en ello. “Puedo engañar a muchos y puedo además mostrarles a esos muchos cómo los engaño”, diría el poderoso. “Y aun así nadie va a rebelarse en mi contra simplemente porque muy pocos tienen la capacidad de entender bien lo que hago”.
¿Y por qué? ¿Por qué las mayorías no llegan a comprender esa obviedad ululante que el poder pone delante de sus ojos? Pues quizá porque las mayorías no tienen instalado en su sentido común el principio básico universal de que para cualquier cuestión la respuesta más sencilla normalmente es la respuesta correcta. Como en el cuento de Edgar Allan Poe La carta robada, en el que la solución al misterio es dejada muy a la vista de los investigadores mientras estos realizan exhaustivos allanamientos en cada rincón donde el ladrón pudo haber escondido la carta robada, menos en un tarjetero que siempre estuvo visible. Las mayorías hacen algo parecido, buscan las respuestas a los enigmas de su tiempo en las elucubraciones de los operadores mediáticos (cuya función es precisamente confundir todavía más) en vez de buscarlas en la ficción, donde la explicación aparece entera y cristalina, didácticamente expuesta.

El ladrón del cuento de Poe es el poderoso en la vida real, es el que roba la carta y no la esconde, sino todo lo contrario: financia la producción de sendas obras cinematográficas y televisivas para mostrarla. Ese es el caso ejemplar de House of Cards, serie de televisión protagonizada por un descollante Kevin Spacey en el rol de Francis “Frank” Underwood. En esta serie el poder deja a la vista del mundo entero lo que podría llamarse el método Underwood, esto es, la forma antidemocrática de torcer la voluntad popular mediante la acción de un individuo inescrupuloso que, a su vez, teje una paciente trama para hacerse con el poder político sin haber sido votado para ello. House of Cards se presenta como ficción, pero en realidad es la exposición de un manual de procedimientos. Es la carta de Poe en el tarjetero donde únicamente a un “conspiranoico” se le ocurriría buscar.
Como los “conspiranoicos” son muy poquitos y además ya han sido ubicados de antemano en el lugar del delirante, que es justamente para que nadie se ponga a escuchar con atención lo que dicen, la respuesta más sencilla seguirá siendo la respuesta correcta y nada de eso moverá en absoluto la aguja. En el caso puntual que nos atañe, el poder fáctico de las corporaciones creó en nuestro país a un Francis Underwood real en la figura de Sergio Massa, tejió en él una paciente trama antidemocrática durante años —mientras exponía el truco en televisión— y aún frente a esta obviedad ululante la mayoría prefiere creer que Massa/Underwood estuvo errando desorientado de espacio político en espacio político hasta que un día simplemente tuvo suerte y el poder le cayó del cielo como una dádiva. Es mucho más fácil ser un sistémico disciplinado y adherir al pensamiento mágico de los medios de comunicación que descubrir la carta robada en el tarjetero a la vista de todos y ser señalado por la sociedad como un conspiranoico.
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