Después de innumerables demostraciones públicas de acercamiento a esa forma de extremismo que es el judaísmo ortodoxo durante la campaña electoral y de haber realizado su primer viaje como presidente electo a rendirles tributo a los judíos neoyorkinos de la secta Jabad Lubavitch, Javier Milei siguió avanzando con la intensa difusión de un mensaje raro: el de su misterioso intento de conversión a una religión que es ajena y extraña a la cultura de la enorme mayoría —al 99,6%, concretamente— del pueblo al que el propio Milei pretende gobernar. En los últimos días del 2023 Milei hizo más referencias al judaísmo que a la teoría económica liberal, lo que en sí llama mucho la atención. ¿Qué cosas estarán ocultas detrás de este súbito fanatismo religioso en un credo muy minoritario, casi inexistente, para los argentinos?
Desde la evocación extraída del libro de los Macabeos a unas “fuerzas del cielo” como método para crear una mística militante propia hasta la visita frecuente a sinagogas y rabinos —todas y cada una de dichas visitas siempre muy bien documentadas y luego difundidas—, Milei parecería estar tratando de comunicar su interés en orientar hacia el judaísmo su praxis política. Y la pregunta es por qué. ¿Por qué habría de querer un dirigente político quedar asociado a una religión profesada por aproximadamente un 0,4% de su electorado potencial? ¿Qué rédito político habría en ubicarse junto a un grupo minoritario que no supera en cantidad los 200 mil individuos sobre una población total de más de 46 millones de habitantes?
La lógica indicaría que es correcta la tendencia radicalmente opuesta. En su momento, Carlos Menem se alejó del islam y abrazó fervorosamente el catolicismo mayoritario, siendo criticado entonces por ello. Menem lo hizo con la convicción de que eso sería más provechoso para su carrera en la política, aunque desde luego los musulmanes son significativamente muchos más que los judíos en Argentina. Y si Menem debió abjurar del islam para pasarse al credo de las mayorías en el país, es realmente extraño que un cristiano como Javier Milei recorra el camino opuesto y voluntariamente se convierta a una religión incluso menos numerosa, haciendo encima de ese proceso una cosa de altísimo perfil, un permanente dejarse fotografiar y filmar con los símbolos y junto a los referentes de esa fe minoritaria.

Entonces está claro que no se trata de un simple cálculo político en un sentido electoral, no es una cuestión de mimetizarse con las mayorías para abrochar su voto. Detrás de la insistencia de Milei en mostrarse judío debe haber alguna otra razón de índole política en lo que se refiere a las alianzas con ciertos sectores del poder fáctico. En una palabra, Milei no hace alarde de su confusa conversión al judaísmo para hacerse querer por el 0,4% de la población argentina, no pasa por ahí. En ese misterioso abrazo al judaísmo lo que hay no es un Milei jurando simbólicamente lealtad a la religión en sí, sino a los poderes fácticos que muchas veces, o casi siempre, se ocultan detrás del rito religioso para disimular sus zancadillas en la lucha por el poder.
En la práctica ocurre que el judaísmo en un sentido comunitario es mucho más grande y poderoso que la simple suma de las ovejas en su rebaño, tanto aquí en Argentina como en otros lugares del mundo. La llamada comunidad judía en nuestro país está largamente sobrerrepresentada en todas las actividades que mueven el amperímetro del poder, desde la banca hasta la academia, pasando por la función pública y fundamentalmente por el periodismo. Es precisamente en la actividad de llevar la narrativa donde esa sobrerrepresentación se ve más clara y abiertamente: siendo tan solo unos 200 mil o un 0,4% del total de habitantes del país, los judíos ocupan buena parte de los lugares destacados en los medios de comunicación. No hay canal de televisión, diario o radio donde los judíos no estén en gran número y con enorme visibilidad.

Y en ambos lados de la grieta, claramente. Si por una parte la narrativa la hacen Alfredo Leuco, Jonathan Viale/Goldfarb, Eduardo Feinmann y Aarón “Ari” Paluch, entre muchos otros, por la otra la cuentan Horacio Verbitsky, Pedro Brieger, Ernesto Tenembaum, Ingrid Beck, Raúl Kollmann y compañía. Eso sin hablar de la enorme cantidad de periodistas criollos que acompañan y siguen al dedillo la agenda que baja directamente de Tel Aviv, como Luis Novaresio, Cristina Pérez, María Laura Santillán, Gustavo Sylvestre y Pablo Duggan, por ejemplo. La pregunta que nadie se anima a hacer por miedo a ser tildado de “antisemita” es por qué ninguna de las innumerables comunidades identitarias existentes en Argentina, salvo una, tiene semejante cantidad de repetidores en los medios de comunicación al servicio de la representación de sus intereses.
La sobrerrepresentación es aún mayor en el sector financiero y de la banca en general, lo que no es una novedad para nadie. Lo mismo ocurre en Wall Street y en la City londinense y es hasta proverbial la presencia dominante de los judíos en dicho sector del poder fáctico. Desde Marcos Galperín hasta el último escalón de los banqueros y los tiburones de la timba financiera los judíos son la primera minoría y son muy numerosos. Eso es concentración de poder y es lo que podría estar mirando Javier Milei al hacer su cálculo. En su conversión al dogma religioso que comparten individuos encumbrados puede haber un interés en hacerse del favor solidario de esos individuos o, mínimamente, en evitar ser apaleado por simple simpatía haciendo que sus embates no sean todo lo duros que podrían ser de otro modo.
Todo eso es cierto y fácilmente verificable mediante la observación del extraño comportamiento de los operadores mediáticos frente a un acto de cinismo del presidente Milei que tuvo lugar el martes 12 de diciembre y en cualquier otra circunstancia habría sido motivo de escándalo en los medios. Mientras millones de argentinos se angustiaban hasta el límite del dolor con el mensaje grabado en el que el ministro Luis Caputo anunciaba un verdadero atentado económico contra los intereses colectivos del pueblo-nación, Milei se hacía el distraído en una celebración de cierta tradición judía en el barrio porteño de Recoleta. Lo que los periodistas evitaron decir —algunos porque son judíos y naturalmente simpatizan con el contenido de esa celebración y otros por miedo a ser tildados de “antisemitas”— es que Milei estaba “en un cumpleaños” mientras su gobierno le aplicaba al pueblo el peor ajuste en décadas, quizá el más duro desde el “Rodrigazo”.

Esa crítica no se vio en ningún medio, nadie se atrevió a decir que era poco adecuado para un presidente participar de una ceremonia religiosa en un momento de tanta tensión política. Y la profundidad de esta omisión, que es un absurdo por donde se la mire, se ve claramente si se le aplica un ejemplo contrafáctico: ¿Qué comportamiento habrían tenido los periodistas en los medios tradicionales si al momento de imponerse desde el Estado un ajuste fiscal brutal el presidente de la Nación no se encontrara participando de una ceremonia religiosa judía, sino católica, musulmana, ortodoxa o del dogma que fuere? ¿Y si hubiera estado en un evento social, deportivo, cultural o en una simple reunión de amigos? ¿Cuál habría sido la intensidad de la crítica periodística en cualquiera de esos casos hipotéticos?
La crítica habría sido infinitamente mucho más intensa, por supuesto, los periodistas habrían “matado” al presidente y habrían estado hablando del escándalo durante días al hilo. Pero nada de eso ocurrió. ¿Y por qué? Pues porque Milei estaba entre quienes son inmunes a la crítica y así se hace él mismo inmune, logra la inmunidad por simple asociación. He ahí un solo ejemplo de los beneficios que tiene Milei en su conversión religiosa, pero también hay pálidas. De hecho, la amistad o la simpatía correligionaria de los operadores mediáticos, de los banqueros y los tiburones de las finanzas tiene en contrapartida un precio muy alto: el de alinearse automáticamente con los intereses geopolíticos del Estado de Israel, el que en este momento impone un genocidio en Medio Oriente contra el pueblo-nación palestino.
Milei va a quedar implicado y va a implicar al país en ese genocidio, serán “facturadas” en el futuro todas sus expresiones de apoyo a quienes están llevando a cabo los crímenes de lesa humanidad que en estos momentos son denunciados y cuestionados por el gobierno de Sudáfrica —con el respaldo de un nutrido grupo de otros países— en la Corte de Justicia Internacional de La Haya. Y si la denuncia sudafricana prospera hasta resultar en una condena a Israel, no serán los Estados Unidos, que financian abiertamente la campaña genocida de Tel Aviv, los que van a ser señalados como los “malos de la película”. Washington es poderoso y siempre se sale con la suya. El reproche se dirigirá contra países periféricos cuyos gobiernos hayan optado por alinearse con los criminales.

Ese es el caso de la Argentina, un país periférico al que le conviene siempre la neutralidad y, en todo caso, el acompañamiento de lo justo en el repudio a una injusticia manifiesta. Pero no, el gobierno de Javier Milei no hace nada de eso. Lo que hace es alinearse ideológicamente con Israel y arriesgarse (o más bien arriesgar al país) a quedar expuesto a las consecuencias negativas de esa alineación, las que pueden incluso venir en la forma de atentados terroristas como los de 1992 y 1994 contra la embajada de Israel y la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), respectivamente. Nadie va a hacerse el distraído y fingir que esos atentados no tienen relación alguna con la alineación diplomática del gobierno de Carlos Menem a partir de su adhesión al Consenso de Washington.
La Argentina se dio entonces un gobierno que optó por hacer el seguidismo a los Estados Unidos en esa agresión imperialista que fue la Guerra del Golfo y en consecuencia quedó, como eslabón más débil de la cadena, expuesta a todo tipo de operaciones en su territorio. Sean quienes fueran los autores de las explosiones de 1992 y 1994 en Buenos Aires —incluso si se trataran de atentados de falsa bandera, la hipótesis más fuerte para quienes conocemos el modus operandi de los israelíes—, lo cierto es que la Argentina quedó “regalada” a raíz de una decisión de aquel gobierno menemista, la de ir a meterse en asuntos que le son ajenos con la sola finalidad de caerle simpático a Washington y, por extensión lógica, a Tel Aviv.
Otra vez tenemos un gobierno así, el gobierno profundamente antiargentino de Javier Milei que va a meterse en el lío histórico de Oriente Medio para darles a los estadounidenses y a los israelíes una prueba de amor. Ese es un proceder que lesiona los intereses colectivos del pueblo-nación pues por una alianza ideológica el gobierno de Milei está dejando expuestos a todos los argentinos, incluso a los que lo votaron, por supuesto, a las consecuencias de esa alianza con fines bélicos, que pueden ser nefastas para lo colectivo. El gobierno de Milei no solo es antiargentino porque impone la desesperación y el hambre mediante sus medidas económicas de shock, sino que lo es además porque expone a los argentinos a futuras represalias.

Todo por tomar partido en un conflicto sobre el que la Argentina no puede tener incidencia y tampoco tiene ningún interés en juego, ese simplemente no es el asunto de los argentinos. Pero si el atento lector quiere hilar un poco más fino en el análisis de la alineación ideológica del gobierno de Milei, lo que va a encontrar allí es que, además de ser antiargentino, ese gobierno es profundamente antisemita. Y eso por una razón práctica muy sencilla, que es verificable en cualquier enciclopedia: al alinearse con el Estado de Israel, Milei se alinea con una secta de jázaros cuyo origen está en Europa del este y, por lo tanto, nada tiene de semita. En una palabra, los actuales israelíes que profesan o no la religión judía, lo que es irrelevante aquí, no son semitas.
Eso significa de entrada que la acusación de “antisemitismo” que se lanza contra quien se atreva a denunciar a Israel y al sionismo imperialista de un modo general es una patraña. El que se opone a los israelíes sionistas se opone a los jázaros y estos no son semitas, razón por la que ahí no puede haber antisemitismo alguno. El “antisemitismo” aquí funciona como una especie de blindaje simbólico con el que los jázaros israelíes y sionistas han cometido las peores barbaridades y tropelías alrededor del mundo en las últimas casi ocho décadas, es una licencia para cometer crímenes de lesa humanidad y hacer expansionismo territorial a costilla de otros sin que sea posible para todos los demás denunciar esos atropellos.

Crímenes de lesa humanidad y expansionismo territorial, véase bien, delitos internacionales atribuidos a los nazis. Mientras gritan que “antisemitismo” para silenciar a sus críticos, a sus detractores y fundamentalmente a quienes exigen justicia, los jázaros israelíes sionistas van calcando a la perfección el proceder de los nazis que en el siglo XX victimaron a los judíos en Alemania, en Polonia y en Europa de un modo general. ¿Se trata de una paradoja, de una contradicción? No, sino más bien de una ironía del destino por la que los jázaros israelitas y sionistas, en nombre del judaísmo y de los judíos, se han convertido en el nazismo del siglo XXI. Dicho de otro modo, con el fin de supuestamente “defender” a los judíos se mimetizaron con el que en el pasado los martirizó.
Y con una vuelta de tuerca final que es como la frutilla del postre, la locura última en una narrativa de locos que solo prende porque tiene el apoyo del aparato mediático global. Los medios de comunicación en todo el mundo pertenecen a las corporaciones y estas están bajo el control de sinarcas que se identifican como judíos, pero son jázaros sionistas. Y así el relato vende, tiene adeptos, posibilitando este delirio: los palestinos a los que el Estado de Israel está masacrando desde 1948 —solo desde el último 7 de octubre han sido 24.000 esas víctimas, casi la mitad de ellas criaturas— son árabes y los árabes son semitas. Al descender de Sem y al estar históricamente en esa región desde tiempos inmemoriales, los árabes son los verdaderos semitas.
El que mata a los árabes mata a los semitas, eso es lo que el Estado de Israel hace en su locura expansionista y la conclusión es que los jázaros israelíes y sionistas son antisemitas. Y también lo es por extensión el actual gobierno argentino de Javier Milei. Al vincularse voluntariamente con los genocidas y darles su apoyo en el genocidio que están llevando a cabo contra los árabes semitas, el gobierno de Milei es antisemita además de ser antiargentino por las razones anteriormente expuestas. El gobierno de Milei es un error de la historia y es un peligro para los argentinos que pueden terminar en el peor de los infiernos por haberlo tenido. Dios quiera que ese peligro dure poco y sean leves las consecuencias del daño que está produciendo, porque en este momento, sin conducción política ni esperanza de tenerla en el corto plazo, la suerte de los argentinos es literalmente un Dios proveerá.