Toda la ciencia política desde Maquiavelo enseña como principio básico la relatividad de los conceptos de bien y mal en la lucha por el poder en el Estado. La síntesis de esa relatividad se expresa en la frase “el fin justifica los medios”, dicho que se le atribuye al mismísimo Maquiavelo y es más bien parte de su vulgata, no de su obra. Sea como fuere, si el fin en efecto justifica los medios, entonces estos no pueden ser malos en tanto y en cuanto aquel sea bueno. Dicho de otra forma, si en la política el objetivo es bueno los medios para obtenerlo también lo son más allá del juicio moral que pueda hacerse sobre ellos.
Entonces muchas veces con el objetivo de hacerse con el poder en el Estado para desde allí transformar la realidad es preciso hacer el mal y eso es entendible. Pero aquí tenemos el problema de que no siempre la política persigue el poder con fines de hacer transformación alguna o de hacerla, pero no en beneficio de las mayorías. A veces los dirigentes políticos se sirven de medios malos para alcanzar un fin igual de malo, es todo maldad de cabo a rabo tanto en la praxis como en los objetivos. Cuando eso ocurre no hay relatividad posible porque ahí está el mal absoluto.
Esa es la definición más precisa de la política del Estado de Israel sin cuidado de quiénes sean sus dirigentes coyunturales. Desde su fundación en 1948, Israel ha perseguido un fin malo que es la limpieza étnica en Medio Oriente y ha empleado medios muy malos para alcanzarlo: terrorismo de Estado, apartheid, bombardeos sobre civiles, imposición de todo tipo de privación a esos mismos civiles como hambrunas y enfermedades, etc. Todo lo que Israel hace e hizo en los últimos casi 80 años fue la maldad para realizar una maldad mayor. Israel nunca hizo el bien.
No lo hizo porque está diseñado para hacer el mal. La ideología sionista que es rectora y fundante del Estado de Israel tiene por principio instalar en un determinado territorio a un grupo dado de individuos sin observar que en el territorio en cuestión ya había gente instalada. Como en el principio no está declarada ninguna intención de convivir con los que allí ya estaban, por lógica puede deducirse que el principio instruye la supresión o la expulsión de estos. El sionismo es, por lo tanto, genocida. No lo es por fuerza de las circunstancias, sino por principio. Aunque los palestinos no se resistieran al despojo de su tierra y estuvieran dispuestos a compartirla con el invasor, serían igualmente masacrados o expulsados de ella.
El invasor sionista no vino a Palestina a compartir, vino con la idea prefijada de usurpar. Durante décadas los sionistas israelíes distrajeron a la opinión pública mundial simulando negociar una solución de dos Estados cuando, en realidad, jamás estuvieron interesados en nada de eso. Lo único que hacían era ganar tiempo y prepararse para la ofensiva final contra los dueños de la tierra. Puede que ese día haya llegado y el sionismo israelí esté listo para dejar de simular interés en la solución de dos Estados y para mostrar su verdadero fin: la solución final para el pueblo palestino.
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