El problema sin solución

En el momento quizá más crítico de la Argentina en más de dos siglos la política se encuentra en un estado de parálisis e incapacidad de diálogo con un escenario de grieta en el que ambos extremos se cierran en sus propias certezas. La mentalidad de la fortaleza sitiada es la regla común entre los militantes y los simpatizantes del cristinismo y del mileísmo, lo que sustituye la disidencia leal y la crítica constructiva por la obsecuencia ciega. Y el resultado es un atrincheramiento nefasto que solo resulta en el péndulo y es el escenario ideal para el enemigo del pueblo y de la nación en la imposición de un proyecto neocolonial que amenaza la mismísima construcción política del país.
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Un simpático y tal vez curioso episodio que en las categorías de la política y de la comunicación podría caracterizarse como un factoide, esto es, como algo que se parece a un hecho sin llegar verdaderamente a serlo, tuvo lugar a mediados del mes de septiembre cuando en el departamento de la calle San José al 1100, donde purga actualmente condena judicial, Cristina Fernández recibía la visita de un personaje que no requiere presentaciones pues la sola mención de su apellido exime al observador de tener que hacer cualquier comentario. A visitar a la expresidente en su cautiverio llegaba la heredera de una de las familias más oligárquicas y más gorilas de la Argentina, todo un símbolo de la tradición antipopular en el país. Y lejos de ocultar o disimular la presencia de Esmeralda Mitre, esa invitada que debió en teoría resultarle incómoda, Cristina Fernández publicó alegremente las fotos del encuentro en sus redes sociales como si de la reunión con un dignatario se tratara.

Y así generó el factoide propiamente dicho, el que suscitó un intenso debate más bien alrededor de la personalidad de Esmeralda Mitre que sobre lo oportuno de que la supuesta representante máxima de los intereses populares haga buenas migas con la heredera oligarca de una familia que obtuvo su fortuna, al menos en parte, primero con el saqueo y luego directamente en la mesa de tortura. La discusión derivó hacia determinar si Esmeralda Mitre es culpable de las innumerables maldades perpetradas por sus ancestros en los últimos dos siglos y más. Las idioteces de siempre, como diría Umberto Eco si viviera. El caso es que gracias a que dichas idioteces son el propio debate de lo público hoy, lo que termina perdiéndose de vista es la metamorfosis de Cristina Fernández en la última década larga. El factoide cumplió su propósito que es el de divertir la discusión hacia cualquier parte e impedir una vez más que se debatan los temas que realmente importan.

Es como si en la antigüedad romana el tribuno de la plebe confraternizara de pronto con la oligarquía y los plebeyos, incautos en su pobre condición de subalternos, fueran incapaces de registrar el hecho y en consecuencia de exigir que el tribuno deje de hacerlo o dé un paso al costado para que venga otro tribuno, uno menos comprometido con el enemigo de las mayorías a darles a estas una representación más fiel de sus intereses. La reunión entre Cristina Fernández y Esmeralda Mitre es el potente símbolo de un ensayo de alianza contra natura porque Esmeralda Mitre podrá ser rebelde o podrá estar loca, nada de eso importa. Lo verdaderamente importante es que Esmeralda es Mitre más allá de su individualidad y por lo tanto simboliza un acercamiento que no puede ser: el de las mayorías populares a la oligarquía parasitaria. Este es el mensaje político que finalmente se pierde de vista en medio al ruido y al humo de los factoides.

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La imagen de la polémica que dejó servido el factoide del momento: una Cristina Fernández sonriente junto a un emblema de la oligarquía criolla. Tal vez con la intención de comunicar que no está sola y que más bien recibe apoyo de todos los sectores, la conductora del llamado “campo nacional y popular” dejó para la posteridad una foto que podrá ser muy mal interpretada en el futuro y que, bien mirada la cosa, no puede interpretarse bien tampoco en el presente.

En una palabra, es la ponderación de la individualidad y la intimidad de los dirigentes lo que finalmente bloquea la valoración de su praxis política concreta. Es la política convertida en un concurso de simpatías en el que a los dirigentes se los juzga más bien por el carisma que por sus logros y claudicaciones en el campo de batalla, ya no tiene importancia la utilidad de este o aquel interesado en conducir para todo lo que tenga que ver con la concreción de un proyecto político. Cristina Fernández es el ejemplo de ello por antonomasia, es la dirigente que sigue ocupando el lugar de la conducción del llamado “campo nacional y popular” sin haber hecho al menos en la última década ningún mérito para justificarlo. Por lo menos desde 2015, la de Cristina Fernández ha sido una conducción prescindente y sostenida tan solo por el culto a su imagen personal por parte de quienes dicen amarla como quien adora a un ídolo.

Alguien podrá argumentar que eso no es así o que la conducción de Cristina Fernández no ha sido prescindente, pero las evidencias son arrolladoras. Mientras participaba de esporádicas reuniones sociales alternadas con largos periodos de silencio y enviaba mensajes crípticos por Twitter, Fernández ha permitido la instalación de tres gobiernos antipopulares al hilo —uno de su propia mano, el de Alberto Fernández y el suyo propio, por supuesto, desde el lugar de artífice y de vicepresidente— que en una década han desplumado económicamente al argentino con ajustes, devaluaciones e inflación galopante. Esa extraña prescindencia es la que jamás se discute al quedar siempre pospuesta por algún factoide, por alguna cuestión de supuesto interés público como por ejemplo la individualidad de Esmeralda Mitre. De todo se habla, menos de si es conveniente o no para las mayorías populares una conducción política que no conduce y se dedica, además, a disimular esa prescindencia con golpes mediáticos de efecto.


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