Hace ya tres años, en el verano de 2020, una banda de jóvenes de clase media acomodada mataba a golpes en las inmediaciones de un boliche en Villa Gesell a Fernando Báez Sosa, quien por entonces no tenía 20 años de edad. El crimen tuvo una relevancia mediática muy grande por su brutalidad y por la profusión de imágenes que lo documentaron y luego de una larga instrucción, la causa llegó a juicio en los tribunales de Dolores en los primeros días de enero de 2023. Al igual que cuando se produjo el hecho criminal del asesinato de Báez Sosa, al iniciarse el juicio prácticamente no se hablaba de otra cosa en un país donde la política queda paralizada durante el verano. Y, como es de costumbre en estos casos de alto perfil mediático, todos se metieron a opinar.
Las redes sociales fueron la instancia de esas opiniones, de las que la gran mayoría no tuvo ninguna trascendencia pues apenas reflejaba el sentido común mayoritario exigiendo la pena máxima —la prisión perpetua, según parece demandar la querella— para los asesinos del joven Báez Sosa. Lo que llamamos Justicia en la modernidad, como se sabe, tiene en lo criminal muchas rémoras antiguas y medievales y una de ellas es la similitud con la venganza en los términos de ley del talión, razón por la que es frecuente la exigencia de una retribución acorde para los crímenes brutales. “Ojo por ojo, diente por diente”, parece oírse gritar la multitud de voces entre los de abajo, voces a las que los jueces suelen escuchar.
A los intelectuales progresistas eso no les gusta pues además son, aún sin tener conciencia de ello, positivistas. La intelectualidad de izquierda cree en el mito del progreso indefinido por el que la modernidad debería ser en un todo cualitativamente superior al medioevo y a la antigüedad. Esa superioridad, siempre en los términos de esos positivistas inconscientes, se basaría en la “superación” de todas las prácticas del pasado allí donde esa “superación” es una simple proscripción. Dicho en otras palabras, nuestros positivistas por izquierda quieren ser modernos y posmodernos desterrando de prepo todo lo premoderno, lo tradicional. Entonces esa furia justiciera de las masas con su exigencia de una retribución penal equivalente es cosa de atrasados y no corresponde.
Pero claro, los intelectuales viven en una torre de marfil y no suelen ser muy empáticos con las mayorías populares allá abajo. En realidad, para muchos intelectuales la mismísima condición de su intelectualidad es la negación automática del sentido común mayoritario. Todo lo que piensa y siente el pueblo es cosa de bárbaros y debe desterrarse porque es antiguo, es medieval y “atrasa”. Es el sarmientismo hablando por boca de quienes en su discurso hipócrita repudian a Sarmiento y aquí tenemos uno de los males de nuestro tiempo: intelectual, positivista y antipopular son sinónimos en casi todos los casos.

Como el pueblo es bárbaro, es antiguo, es medieval y quiere reparación cuando siente que la injusticia es mucha, nuestra intelectualidad inventó el garantismo de cartón para diferenciarse de la plebe maloliente. No el garantismo bien entendido, que ese es un logro de la filosofía del derecho al garantizar el justo proceso y la integridad de quienes se ven acusados en la Justicia. El garantismo de cartón es esa manía boba de ponerse siempre del lado del delincuente o del criminal para hacerse el deconstruido posmoderno, es el hacerse el intelectual sobre la base de la negación del sentido común de los bárbaros. Si el pueblo pide justicia con una reparación acorde, entonces es de intelectuales cuestionar eso y exigir mano blanda por parte del Estado. Automáticamente.
La opinión de dos de esos intelectuales progresistas resonó muchísimo en Twitter al expresar ese garantismo de cartón por antonomasia. Por una parte, una abogada llamada Claudia Cesaroni, quien se presenta como alguien que “milita, escribe y habla” y efectivamente escribió el libro Contra el punitivismo: una crítica a las recetas de la mano dura. Por otra, el juez en lo penal Rodrigo Morabito, el que además es profesor adjunto de Derecho Penal en la Universidad Nacional de Catamarca. En el marco del debate público sobre qué debe hacer el tribunal con los asesinos de Báez Sosa para que haya una reparación justa, tanto Cesaroni como Morabito expresaron esa opinión positivista que es contraria al pensar y al sentir de las mayorías populares.
Claudia Cesaroni no se privó de nada y fue derecho al grano. Traducido al castellano común y corriente, Cesaroni dijo en Twitter que “Un crimen, sobre todo cometido por varias personas contra una, es una acción brutal de parte de quienes la cometen. Una vez sucedido (el crimen en cuestión), desatar una carnicería mediática y judicial sobre los autores, sobre todo si son jóvenes, es brutal y repugnante. Nadie merece una pena de 50 años”. Como se ve, Cesaroni hace referencia al crimen de Báez Sosa y a sus perpetradores. Y luego de describir correctamente el acto criminal, aplica el garantismo de cartón pintado tan propio de su condición de intelectual progresista para agregar que, en suma, también es brutal el castigo. “Pobrecitos los asesinos”, parecería decir. “Ya han matado, ya está. No corresponde castigarlos mucho”.

Cesaroni fue objeto de una feroz crítica en las redes sociales y se asustó tanto de ello que debió “proteger” su cuenta de Twitter, es decir, tuvo que desactivarla temporalmente por la lluvia de improperios —muy bien merecidos— que le cayó en el patio. Dos días antes de que Cesaroni mostrara la hilacha, el juez Morabito de Catamarca publicaba también en Twitter una foto suya en el estrado con un reo por delante y la siguiente reflexión: “Nunca podría sentirme orgulloso de juzgar a las personas. A veces me avergüenzo como miembro del Estado. Y me avergüenzo porque antes de juzgar, existieron posibilidades de evitar el delito. Ojalá el año que se avecina lo sea con menos política punitiva y más política inclusiva”. Un dulce de juez, por supuesto.
A Morabito también lo cruzaron bastante feo en las redes sociales y al parecer eso al juez no le gustó, puesto que tres días después volvió a expresarse escribiendo que “es imposible disentir y discutir con gente que dice ‘abolicionismo’, ‘garantismo’ y ‘progresismo’ y no logran distinguir qué significa cada uno de esos términos cuando hablás de garantizar derechos humanos fundamentales de las personas, incluso de ellos mismos”. Sí, la bala entró. Morabito es consciente de que mezclado con progresismo el garantismo se vuelve de cartón pintado y sabe que su discurso es eso mismo, que un juez al que le avergüenza juzgar a un delincuente es un garantista de cartón que el pueblo no quiere.
Es evidente que la inclusión social disminuye los niveles delictivos en una sociedad, está visto que los países donde la desigualdad social es menor tienen menos delito y menos inseguridad, pero eso no justifica la mano blanda ni su reivindicación. Mientras la justicia social no llega la Justicia debe castigar adecuadamente a quienes cometen crímenes y delitos y no puede avergonzarse de ello. Por lo demás, no hay igualdad social que pueda evitar la totalidad de los ilícitos, de modo que dicha coartada no explica crímenes como el de Báez Sosa en Villa Gesell. Ese tipo de brutalidad existe en todos los países y, al parecer, va a existir siempre porque así es el hombre cuando se desnaturaliza.

Los discursos de Cesaroni y Morabito no son inocentes, se inscriben en ese garantismo de cartón pintado que el progresismo impulsa con el fin de provocar al sentido común y marcar la diferencia, trazar la línea que delimita la “civilización” y la “barbarie” en la polémica. Ellos son una élite intelectual que piensa desde la comodidad del aire acondicionado y quiere poner en vergüenza a los bárbaros transpirados que piensan con los pies y atrasan, esos medievales como obstáculo al progreso. Así es cómo piensan y eso es lo que quieren dejar bien explícito, no vaya a ser que los demás mortales no se percaten de que ellos son intelectuales evolucionados y deconstruidos. Gente fina, otra cosa.
Y luego el progresismo se queja de que las mayorías votan a la “derecha” y no a sus candidatos refinados que se asesoran con los Morabito y leen los libros de Cesaroni. No empatizan con el pueblo y desprecian por “bárbaro” al sentido común de las mayorías, pero igualmente quieren ganar elecciones y, si no las ganan, se ponen a llorar que “la gente vota mal porque tiene la cabeza comida por los medios” o porque la “derecha” otro tanto. Arturo Jaureche siempre estuvo en lo cierto al definir la “intelligentzia” como uno de los principales factores de atraso social en países semicoloniales como el nuestro. Al vivir en la torre de marfil lejos del pueblo, los intelectuales se abstienen de la producción del discurso nacional-popular y dejan así a las mayorías servidas para que de tiempos en tiempos venga un oportunista a simular ese discurso para hacer destrucción desde el Estado.
No conviene equivocarse: los Bolsonaro, los Milei y las Bullrich no son productos de los medios, son el resultado natural de la acción “por izquierda” de los intelectuales progresistas. Los oportunistas, como diría Ricardo Iorio, existen por ellos. Es toda de ellos.