Existía hace casi dos décadas entre el pleno del comité central del Partido Comunista de China la convicción de que los juegos olímpicos de Beijing, a realizarse a mediados de 2008, habrían de ser un punto de inflexión en la historia del país y también en la escalada hacia el lugar de primera potencia mundial. En la diferencia entre el éxito y el fracaso en la organización de dicho evento iba a estar la definición pública, a la vista del mundo entero, de si China estaba o no preparada para asumir un rol de protagonismo en el concierto de las naciones. Para China en esos días, por lo tanto, los juegos olímpicos de Beijing 2008 eran mucho más que un simple evento deportivo con fines comerciales. Ese evento tenía la propiedad de ser una revelación de algo que ya venía insinuándose hacía décadas sin confirmarse jamás de un modo inequívoco. Beijing 2008 estuvo proyectado desde el vamos para ser una declaración política sin ambages y terminar con las especulaciones.
No hay realmente nada de extraordinario en ello, pues por lo general los juegos olímpicos —al igual que los campeonatos mundiales de fútbol— son citas ecuménicas que las naciones utilizan con fines propagandísticos de autopromoción. Salvo en el caso de las potencias ya consolidadas que no tienen demasiado que demostrar pues su posición en el statu quo ya está definida, todos los demás países pugnan por ser sede de uno de esos eventos universales y luego para organizarlos exitosamente, de modo que ese éxito sirva para presentarse luego ante la opinión pública mundial como un botón de muestra del éxito general del proyecto político de los países en cuestión. Los juegos olímpicos y los mundiales de fútbol son eso, son una prueba de resistencia, capacidad y solvencia que las naciones suelen tomarse muy en serio al menos desde que Hitler hizo de los juegos de Berlín en 1936 un escaparate del proyecto político nacionalsocialista ante los ojos de un planeta estupefacto.
China puso por lo tanto todos los huevos en una misma canasta al apostar sus fichas en el éxito de la organización de Beijing 2008 y el entonces líder Hu Jintao puso al frente de ese desafío a un Xi Jinping que asomaba por esos días como una estrella naciente en la constelación política china. Xi Jinping venía de ser gobernador de las provincias de Fujian y Zhejiang, de imponer una muy efectiva purga anticorrupción y de elevar el nivel de calidad de vida en esos territorios. Con estas credenciales y un carisma que Hu Jintao no tenía, Xi Jinping fue designado como zar de los juegos olímpicos de Beijing 2008 y en ello se jugó todo el futuro de su carrera política. De repetir con este evento el éxito cosechado como gobernador tanto en su gestión de la política económica como en su campaña contra la corrupción, Xi Jinping se pondría en primera fila para la carrera por la inminente sucesión del ya longevo y desgastado Hu Jintao.

Eso fue lo que finalmente ocurrió. Aquellos juegos olímpicos de Beijing 2008 fueron un éxito rutilante desde la puesta en escena y la organización en términos de comodidad y seguridad como en la propaganda del régimen socialista chino de cara al mundo. China acogió durante las dos semanas de duración del evento a más de 10 mil deportistas y a otros tantos periodistas y asistentes, estos últimos en el orden de los cientos de miles. Y lo hizo sin despeinarse, sin presentar conato alguno de colapso de sus sistemas ni de su capacidad receptiva. Y en consecuencia Xi Jinping se perfiló de inmediato como el sucesor natural de Hu Jintao. Los juegos olímpicos de Beijing 2008 son trascendentales para la historia de la humanidad porque finalmente posicionaron a China como candidato a superpotencia global, pero también porque le dieron a este país un liderazgo a la altura de las circunstancias, uno de tipo carismático que el pueblo-nación chino no había tenido desde Deng Xiaoping.
He ahí la razón por la que los juegos olímpicos de Beijing 2008, reputados en las mentes sencillas como un mero evento deportivo, fueron el punto de inflexión más reciente en la historia universal. A partir de ese evento se dan definitivamente las condiciones para el desafío oriental a la hegemonía unipolar estadounidense con el ascenso de un rival serio y decidido a romper el esquema para crear uno nuevo. China demostró en Beijing 2008 que está preparada para lo grande y también se dio a sí misma el liderazgo necesario para afrontarlo, cumplió en una sola maniobra los dos requisitos mínimos para aspirar a ser una superpotencia capaz de crear su propia hegemonía por fuera de los términos actualmente dominantes. Y puede decirse que en Beijing 2008 empezó a fracturarse el ordenamiento mundial impuesto por los Estados Unidos al finalizar la II Guerra Mundial en 1945 y cristalizado tras la caída del muro de Berlín y la posterior disolución entre 1989 y 1991 del bloque socialista liderado por la Unión Soviética.
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