Como quien no quiere la cosa, un famoso operador de los medios tradicionales se animaba a adelantar una tarde cualquiera frente a un micrófono de radio la estrategia de la inteligencia occidental en las próximas semanas para ganar la guerra propagandística: la homologación de los personajes del presente a otros bien conocidos del pasado, de la historia. Ese operador —quien se hace llamar Alfredo Leuco, aunque en realidad oculta su verdadero nombre— daba en Radio Mitre la “noticia” de que entre sus pertrechos para la batalla en el oriente de Ucrania el ejército ruso transportaba además crematorios móviles, con la finalidad de usarlos para deshacerse de los cadáveres del enemigo ucraniano caído. Y allí nomás Alfredo Leuco dejaba dicho que, de alguna forma, el formidable aparato propagandístico de Occidente y sus colonias va a instalar de aquí en más que Vladimir Putin es una suerte de Adolfo Hitler del presente.
La elección de Alfredo Leuco para anunciar la bajada de línea no es accidental. Leuco es uno de los grandes difusores del mensaje ideológico impulsado desde la embajada de Israel en nuestro país y, en consecuencia, tiene enorme llegada a los sectores consumidores de dicho mensaje. Por razones históricas y culturales que no necesitan mayores explicaciones, en esos sectores está presente con mucha intensidad la memoria del Holocausto nazi que tuvo lugar entre 1941 y 1945 en los campos de concentración de Alemania y de Europa del Este y la sola idea, por lo tanto, de la cremación masiva de cadáveres en un contexto bélico tiene el efecto de una bomba atómica discursiva. Lo automático es la homologación de un Putin enviando crematorios móviles a Ucrania y un Hitler que en determinado momento utilizó el método de la cremación para llevar a cabo su proyecto.

En dicha homologación o intento de homologación hay muy poca novedad. Decía Carlos Marx en la introducción a su El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte que “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, significando que en la construcción política del presente están las imágenes del pasado proyectadas. Y agregaba Marx, de manera sensacional y conclusiva: “Y cuando éstos [los hombres que hacen la historia] aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto (…) es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra y su ropaje para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal”.
Marx ofrece en esas líneas tan reveladoras el ejemplo de Martín Lutero, el teólogo agustino que impulsó la reforma protestante en Alemania a principios del siglo XVI, quien se había disfrazado de apóstol Pablo para predicar o militar con éxito los principios reformistas de lo que hasta hoy es el protestantismo. Y también los ejemplos de las revoluciones burguesas de Francia travestidas en símbolos históricos universales para su praxis de entonces: “(…) La revolución de 1789/1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República romana y del Imperio romano y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795. Es como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo traduce siempre a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lenguaje natal”.
Entonces el presente se viste con el manto del pasado con el fin de legitimarse y, a la vez, hacerse comprensible frente a los ojos de los contemporáneos, allí donde estos tienden a entender mejor lo que ya saben de antemano en un determinado momento. Es mucho más fácil para un hombre de fines del siglo XX y principios del siglo XXI ver en los movimientos de Rusia sobre los territorios de Luhansk y Donetsk una reedición de la invasión alemana contra Polonia en 1939 que ver dicho proceso en sí mismo, simplemente porque lo nuevo es lo desconocido y no tiene categorías propias mientras se desarrolla. Y también porque el episodio histórico referido es, a esta altura, harto conocido al haber sido ampliamente desarrollado por los medios de difusión a lo largo de décadas. Son fuertes las imágenes de los tanques nazis cruzando la frontera hacia Polonia y provocando el incidente que para la historia oficial desencadenó la II Guerra Mundial. Es por eso que, si vamos a hablar hoy de una III Guerra Mundial como secuela de aquella, lo más natural es que en la historia “se repita”, o que en la comprensión de quienes observamos el evento actual haya más continuidad que ruptura entre el presente y el pasado.
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