Desde los albores de la civilización el hombre ha buscado siempre lo que en su percepción se describe como el progreso tecnológico, o la mejor forma de transformar la naturaleza en su propio beneficio y con el mínimo esfuerzo posible. El ejemplo más claro de ello podría ser la prosaica rueda, que es la transformación de elementos de la naturaleza en un artefacto tal que vino a facilitar el transporte y disminuir el esfuerzo. Nada de eso requiere de mucha explicación pues es sencillo figurarse al hombre prehistórico con sus bártulos a cuestas, sufriendo como un condenado, hasta que un buen día pudo concebir la rueda y de ahí en más tuvo los carros para transportar más peso y más volumen con mucho menos padecimiento físico. Se suele decir que la rueda es el primer gran avance tecnológico de la humanidad y las razones de ello están todas a la vista para el que tiene cierta capacidad de abstracción.
El caso es que la metáfora de la rueda para ejemplificar el progreso tecnológico es anecdótica por muy lejana en el tiempo y también por ser demasiado elemental. En términos filosóficos lo que conviene entender es esa inquietud inherente al hombre, la que lo mueve a buscar soluciones mediante la transformación de la naturaleza con el fin de tener que hacer cada vez menos esfuerzo para obtener los mismos resultados o incluso mejores. Todo lo que surge a partir de ahí, desde el molino de viento para extraer agua del suelo —que es menos viejo que la rueda, pero más que la injusticia— y la imprenta hasta la máquina a vapor, la electricidad, los motores a combustión interna y lo que fuere responde a esa inquietud. De un modo general, el hombre está abocado a la transformación de la naturaleza en su propio provecho, siempre con el fin de trabajar menos y obtener más o el mayor rédito posible.

El último grito de esa transformación es la llamada inteligencia artificial. Aunque sea un poco difícil ver la relación entre la rueda, el molino de viento o el motor a combustión con esta inteligencia cibernética, lo cierto es que son todos hitos de una sola carrera tecnológica que se dirige hacia un mismo fin. En todos estos eventos la constante es el hombre tratando de trabajar menos y ganar más. Y es evidente que después de la informatización generalizada de la sociedad a partir de los años 1980 y 1990 no hay un solo avance técnico superior en términos de laburar menos que la inteligencia artificial. Con esta nueva tecnología el hombre se puso a tiro de suprimir quizá la mayoría de las tareas que supo realizar hasta aquí y eso es lo que la opinión pública, fascinada e incluso estupefacta frente a estos sistemas de algoritmos que componen canciones, generan imágenes, crean videos y emulan/simulan la inteligencia natural, al parecer no está comprendiendo.
La rueda y el molino de viento son, como veíamos, cosas anecdóticas que no sirven para explicar nada. Hay que avanzar decenas de miles de años en el tiempo hasta los primeros años de la modernidad para encontrarse con la máquina a vapor y comprender de qué se trata. Contrariamente a lo que pensaban en esos primeros años del siglo XIX los luditas que destruían las máquinas con el argumento de que estas habían venido a reemplazar al hombre en el mundo del trabajo, la máquina a vapor en el contexto de la revolución industrial creó una infinidad de puestos de trabajo allí donde fueron necesarios muchos brazos para darles utilidad a esas máquinas. Los talleres de artesanos ciertamente quedaron obsoletos y cerraron, pero la gran industria capitalista no solo absorbió a quienes trabajaban en esos talleres sino a muchísimos otros, tanto que debió provocar una monumental migración del campo a la ciudad para hacerse de obreros.
Y así resultó, dicho sea de paso, en la urbanización primero de Europa y luego de casi todas las regiones donde hubo al menos un conato de industrialización. La revolución industrial no destruyó el trabajo, sino más bien lo elevó a la enésima potencia desarrollándose así durante los siglos posteriores hasta nuestros días. Para que se tenga una idea, se estima que la población mundial para el año 1800, en los primordios de aquella industrialización europea, ascendía a no más de mil millones de cabezas, la mayoría de ellas al igual que hoy en Asia y más específicamente en China. Tras tan solo dos siglos y monedas, esa población humana ya se ha multiplicado por siete y por ocho, quizá esté a punto de hacerlo por nueve. Todo eso en, como mucho, 250 años. El contraste con el lento crecimiento vegetativo de las decenas o tal vez cientos de miles de años anteriores a eso se expresa en un gráfico que es un escándalo estadístico.

Entonces la máquina a vapor multiplicó tanto el trabajo humano que no solo demandó la migración masiva del campo a la ciudad, sino que ocasionó además una explosión demográfica. ¿Y por qué? Porque esas máquinas a vapor de la primera revolución industrial y las de las posteriores, como el motor de combustión interna, no reemplazaban al hombre: lo redefinían en sus capacidades. El que antes se ocupaba de producir diez pulóveres por día trabajando en un taller de artesanos pasó a formar parte de la producción en escala industrial de pulóveres, dejó de ser artesano y se redefinió como obrero fabril. Pero lo cierto es que siguió trabajando porque la máquina no lo dejó obsoleto en tanto y en cuanto había otras cosas que hacer. La crónica de esos días dramatiza mucho ese proceso, pero la verdad es que no se lo verá tan dramático a la luz de lo que habría de venir después.
El motor a combustión interna de Otto y Diésel supuestamente había venido a dejar sin trabajo a los cocheros cuya función era conducir un carro con tracción a sangre. Eso no fue así porque el automóvil también iba a necesitar de quien lo conduzca y, a lo mejor, el que antes había sido un cochero pudo haberse redefinido en taxista, si fuera el caso. El ejemplo es un poco absurdo pues hay un trecho entre los coches a caballo y el desarrollo del concepto de taxi, pero sirve para que sea vea que tanto el coche a caballo como el automóvil tenían en común el que requerían la conducción de un hombre. Al igual que con la máquina a vapor, que demandó la fuerza laboral de los obreros para funcionar, el motor a combustión interna terminó generando puestos de trabajo en vez de destruirlos.
Y lo mismo con el avión aplicado a la aeronavegación comercial, que vino a dejar fuera de combate a quienes se dedicaban al transporte marítimo de pasajeros y, en el mismo proceso, creó una inmensa cadena de servicios tanto a bordo del propio avión como en tierra, en realidad mucho más aquí que allá. Basta con ver la cantidad de gente que trabaja en los aeropuertos para comprender de qué se trata. Todo eso, de nuevo, porque el avión y el barco tienen una misma característica fundamental en términos de escala humana, a saberla, el que resignifican y no desplazan al hombre del trabajo puesto que no pueden —o ya pueden, pero es indeseable a todas luces que lo hagan— conducirse solos y además sin nadie que brinde los múltiples servicios demandados por los pasajeros al volar.

Podría seguir esta argumentación con las computadoras, las que exigieron una infinidad de manos que las operen porque fueron pensadas para reproducir a gran velocidad, pero siempre a partir de comandos y no solas o del todo autónomamente. Un procesador de textos no es nada sin que alguien escriba en él los textos y un software no tiene utilidad alguna si no hay quienes lo programen primero y luego lo ejecuten interpretando de su operación los datos para aplicarlos en la realidad. Desde fines de los años 1970 y más fuertemente en los 1980 y 1990 se instaló lo que en las categorías del japonés Yoneji Masuda y del español Manuel Castells se denomina la sociedad de la información, esto es, el uso intensivo de la informática para hacer la organización social. Y para cada cajero automático que los bancos instalaban desaparecía un puesto de trabajo en la línea de cajas creándose, concomitantemente, otros puestos de trabajo en la fabricación, en la programación y en el mantenimiento de esos cajeros automáticos.
Sí, porque la computadora es capaz de consultar el saldo del cliente en el sistema al que está conectado y es capaz de realizar las operaciones requeridas, incluso de entregar dinero, pero no de programarse a sí misma ni de cargarse sola con los billetes que debe repartir. Otra vez aquí está la resignificación del hombre en el mundo del trabajo, una cosa que bien mirada es lo más natural que hay. Nadie deja de trabajar, sino que trabaja distinto o en otras actividades que en el pasado simplemente no existían. Esto no es más que el hombre ajustándose a su propio progreso tecnológico, abandonando tareas alienantes y tal vez empezando a hacer otras cualitativamente no muy superiores, pero distintas al fin y con menos esfuerzo aplicado para la obtención de un mismo resultado.
Ahora bien, es evidente que algo ocurre en los días de hoy porque la llamada inteligencia artificial rompe el molde histórico de la resignificación del hombre en el mundo del trabajo frente al avance tecnológico que el mismo hombre persigue y eventualmente logra. La inteligencia artificial, al menos en el prospecto, no está pensada solo para relevar al hombre en sus tareas más ingratas. La inteligencia artificial toma decisiones, cosa que hasta aquí fue una exclusividad del hombre y nunca ninguna máquina había sido capaz de hacer. Es preciso llegar a la dimensión exacta de lo que esto significa: hay una cosa con la capacidad de decidir sola y, por lo tanto, de dirigir además de ejecutar un proceso productivo, una cosa que no necesita del hombre para hacer lo que el hombre espera de ella.

En estos días revolucionarios que pueden ser y serán decisivos para el futuro de la humanidad estamos aún muy lejos de tener esa dimensión exacta. En realidad, la enorme mayoría aún no comprende la profundidad de una cosa que toma decisiones autónomamente como si tuviera conciencia, aunque no es humana. Para el sentido común de las mayorías la inteligencia artificial es una cosa pintoresca que crea divertidos memes para las redes sociales, que hace música incluso en manos de quienes no tienen talento para hacerla y responde preguntas con inmediatez y exactitud cuando el humano hace las respectivas preguntas, sobre el tema que fuere, en la comodidad de la pantalla de su teléfono celular. Las mayorías trabajadoras del mundo aún están obnubiladas por las funciones sociales de la inteligencia artificial y por eso no ven que están frente a algo que tiene la asombrosa capacidad de tomar decisiones cada vez más correctas y coherentes.
Hace ya bastante tiempo que la industria, sobre todo la automotriz, se mueve mucho más con más brazos mecánicos robóticos que con sudor humano en el piso de la fábrica. Pero, claro, siempre hay algún que otro obrero dando vueltas por ahí para asegurarse de que esos brazos de robot no ejecuten alguna función equivocada y fundamentalmente hay unos cerebros humanos en la conducción del proceso, tomando las decisiones. Los obreros hoy son más calificados que antes y los técnicos controlan toda la producción con altísimos niveles de precisión mediante la informática. Y ahí están todos, obreros muy calificados y técnicos en posesión de herramientas avanzadas para dirigir la producción. Están trabajando distinto, pero trabajando al fin. Con el advenimiento de la inteligencia artificial eso cambia porque el brazo del robot que ejecuta la tarea pasa a ser controlado por otro robot.
¿Y el hombre? ¿Qué lugar podría tener el hombre en un proceso industrial que hace mucho no requiere de sus brazos y ahora tampoco va a requerir de su cerebro pues la máquina puede tomar decisiones? Pues está claro que, teniendo en cuenta la lógica inherente al capitalismo, no puede tener lugar alguno ya que si las máquinas son capaces de tomar decisiones, entonces lógicamente pueden repararse a sí mismas, pueden decidir ralentizar o acelerar la producción basadas en cálculos de mercado u otra información que obtienen y procesan solitas, sin asistencia de nadie. Al tomar decisiones, una inteligencia artificial con el control de una fábrica de automóviles puede incluso desarrollar nuevos modelos de coches, puede modificar el diseño del producto en base al análisis de la estética de moda del momento y puede, en resumen, hacer absolutamente todo lo que hasta aquí hizo el hombre porque viene a desplazarlo de la única función que requería de su presencia y es, como veíamos, la toma de decisiones.

El hombre es un animal que, a diferencia de los demás animales, tiene un lenguaje lógico para hacer las categorías que son la base intelectual de la toma de decisiones racionales. Es sin duda superior (o al menos puede serlo) a un mono o un perro, pero no deja de ser limitado como cualquier animal. Para llegar a ser ingeniero, por ejemplo, el hombre debe cursar años de estudios primarios, secundarios y luego universitarios. Son en algunos casos dos décadas y más invertidas en su propia formación para el trabajo, puesto que luego del grado están las especializaciones de posgrado, la adquisición de experiencia profesional, etc. Una inteligencia artificial con el algoritmo correctamente escrito tiene la capacidad de “aprender” (en rigor de verdad no aprende nada, porque esa es una prerrogativa exclusiva del cerebro orgánico de los animales) todo lo que sabe un ingeniero en cuestión de minutos y, lo que es más asombroso, de tomar las decisiones correctas en la producción casi siempre mejor que el propio ingeniero.
Casi siempre o directamente siempre a medida que esa inteligencia vaya “aprendiendo” por prueba y error a una velocidad que no tiene escala humana ni cerca. ¿Cuánto puede tardar hasta que una inteligencia artificial programada para simular la humanidad de un ingeniero registre en su virtualmente ilimitada memoria todos los errores posibles, por ejemplo, en una línea de montaje? Muy poco y máxime a sabiendas de que esa inteligencia artificial no “aprende” realmente de sus errores, sino más bien del cúmulo de información que va recabando velozmente de una multitud de ingenieros al mismo tiempo. Todos los ingenieros del mundo que cometan un error y lo reporten a la inteligencia artificial están aportando un granito de arena más para que la máquina no incurra jamás en ese mismo error. Una vez que la máquina recibe una información no la olvida y luego es capaz de hurgar en su memoria en fracciones de segundo para encontrar lo que necesita y operar correctamente. Siempre.
El hombre olvida, se distrae, hace grandes esfuerzos por recordar lo que aprendió en la universidad y generalmente debe volver a los libros, tomarse el tiempo para leerlos. El hombre tiene sus días de malhumor, se enferma, trabaja a reglamento si tiene algún conflicto y, en fin, tiene una cantidad de vicisitudes posibles que disminuyen su capacidad intelectual aplicada al trabajo que hace. La máquina no, la máquina trabaja siempre igual y cada vez mejor a medida que recaba más información. Por primera vez en esta larga aventura de decenas de miles de años que es la evolución de la tecnología el hombre está frente a una herramienta que no es herramienta porque no amplifica sus capacidades. No es un molino que lo ayuda a extraer agua de un pozo, no es un motor que mejora su desplazamiento por el territorio y tampoco es una computadora bruta que lo auxilia en el procesamiento de datos. Es una cosa que lo supera en un sentido existencial porque hace mejor, mucho más rápido y más barato prácticamente todo.

Y que inevitablemente lo va a desplazar del mundo del trabajo sin crear en paralelo ninguna opción de resignificación por el simple motivo de que no necesita opciones, puede hacerlo todo desde la dirección intelectual de la industria y también de los servicios hasta su ejecución material, mediante el empleo de la robótica que ya existe y es la parte más sencilla de todo este asunto. En los presupuestos del cálculo capitalista no hay ningún lugar para lo menos eficiente, lo más inestable y lo más caro. Ni podría haberlo, puesto que el capitalismo auténtico tiene como única finalidad el lucro y empleará siempre necesaria y legítimamente todo lo que esté disponible en términos tecnológicos para reducir los costos, aumentar la productividad y maximizar las ganancias como resultado de todo esto.
Es lógica pura y el que la niegue aduciendo algún tipo de responsabilidad social por parte del sistema es porque no conoce el sistema. Alguien dirá que el capitalismo no funciona sin consumidores, confundiendo este sistema con el mercantilismo. Y que por lo tanto no será posible prescindir del trabajo humano en tanto y en cuanto las masas deben tener ingresos para seguir consumiendo. Eso no es así y es más bien todo lo contrario: en un mundo de recursos agotables, lo que más quieren las élites es que el consumo esté restringido a unos pocos privilegiados, a los ricos y tal vez a una pequeña clase media cuya función social será la de darles a los dueños de todo el acompañamiento, el servicio y el entretenimiento con espíritu humano que estos requieren y pueden pagar. Y los demás, bueno, los demás quedarán obsoletos y se les invitará, de alguna forma, a dejar de existir para que de paso no sigan consumiendo los recursos y contaminando el planeta.
Es una perspectiva. La más obvia, por cierto. También podrá mediar en ello la política entendida como representación de la voluntad de las mayorías populares en el Estado para poner ciertos límites, aunque desde luego es difícil figurarlos a los dirigentes políticos representando en alguna parte los intereses del pueblo. Tal vez en Rusia, quizá en algún lugar de Oriente, pero no en Occidente ni aquí en las semicolonias. ¿En qué cabeza más o menos informada sobre la naturaleza del poder político cabe la posibilidad de que en un diferendo los dirigentes se paren del lado del pueblo y contra el poder real que los tiene de rehenes? ¿En qué realidad alternativa existen esos dirigentes exigiéndole al capital que siga empleando trabajo humano o que de última cubra indefinidamente el costo de los ingresos para los trabajadores de cuyos servicios va a prescindir?

Ese es un asunto que debe discutirse en otra parte, allí donde se debatan las propuestas de las rentas básicas universales y afines, lo que además va a conducir, por otra parte, a la discusión filosófica sobre si el hombre puede existir en el mundo sin definirse y ordenarse por el trabajo como fuente de sus ingresos. ¿Quién pondría de su bolsillo para sostener a millones, miles de millones de desocupados permanentes por obsolescencia? ¿Y por qué alguien habría de hacerlo, con qué finalidad, de no haber una fuerza en el mundo que lo imponga por tiempo indeterminado como una obligación no moral, sino legal? Se trata de un ejercicio de abstracción cuyo objetivo se presenta muy difícil, casi como una quimera. Pero lo cierto es que al tomar decisiones la inteligencia artificial vuelve obsoleto al hombre para el trabajo y nadie sabe hoy por hoy qué hacer con eso.
A instancias de un amigo que está fanatizado con las posibilidades de la inteligencia artificial, este cronista accedió a instalarla en su teléfono celular para ir probándola y ver de qué se trata. Y estando más o menos al divino botón una tarde, la prueba se hizo. Activando el modo de voz del robot para obtener una experiencia que se asemeja muchísimo a la de estar hablando por teléfono en tiempo real con otro ser humano, al robot se le indagó por las controversias entre Maquiavelo y los doctores de la iglesia Católica que vinieron antes de él. La primera parte del asombro vino al constar que la inteligencia artificial pudo responder la pregunta y todas las repreguntas subsiguientes con una calidad, una precisión y una capacidad de síntesis que ningún hombre naturalmente puede tener debido a sus imperfecciones inherentes. Sobre un tema aleatorio, véase bien, en frío y sin dar ninguna indicación previa del interés por el asunto en cuestión.
La máquina hurgó en su memoria, procesó la respuesta y la entregó con una calidad insólita. Todo en cuestión de pocos segundos, lo suficiente para que los datos se transmitan por las redes inalámbricas. Habló como un filósofo sobre Tomás de Aquino y sus consideraciones de la política al servicio de la voluntad divina y de la moral, lo que contrasta radicalmente con la idea de Maquiavelo sobre la realidad. Más adelante en el cuestionario, se le preguntó a modo de trampa sobre La ciudad de Dios fingiendo creer que se trataba de una obra de Santo Tomás, pero la máquina evidentemente no picó. Trajo a colación a San Agustín, el autor verdadero del libro, para explicar en pocas y certeras palabras la diferencia entre el mundo utópico de la sociedad humana gobernada por el amor y los más altos principios morales del cristianismo, en oposición a esa ciudad de los hombres que Maquiavelo ubicaba en el plano de la realidad y describía como el reino secular de los intereses mundanos.

Una cátedra en tono amigable, perfectamente humano desde el punto de vista del que escuchara la conversación sin saber quién está del otro lado de la línea. “¿Para qué necesita uno la asistencia de un filósofo o un profesor de filosofía estando en posesión de esta maravilla tecnológica?”, habría pensado el cronista si no entendiera las implicaciones de dicho “milagro”. Pero iba a haber más, pues al finalizar la charla quiso el hijo menor del cronista participar de lo que para él venía siendo el divertido juego de conversar con un aparato electrónico. “Aquí mi hijo quiere hacerle alguna pregunta”, dijo el cronista, incrédulo. “¡Adelante!”, instó la máquina, ya cambiando su tono de voz como quien lo cambia al dejar de hablar con un adulto y empezar a dirigirse a un niño. Entiéndase: con solo escuchar la palabra “hijo”, la máquina tomó la decisión de ajustarse a lo que consideraba un tono más adecuado para un diálogo con su nuevo interlocutor.
“¿Cuánto es dos más dos?”, dijo la criatura entre risas y en su inocencia, tal vez creyendo que le gastaba una broma a alguien con una pregunta tan elemental, o quizá a ver qué contestaba. “¡Hola! ¡Claro!”, respondió el robot en ese tono condescendiente o de ternura del adulto cuando le habla a un nene, adaptando su comportamiento al nivel cognitivo del menor y demostrando una flexibilidad contextual que un ser humano tardaría años en desarrollar. “Dos más dos es cuatro. ¡Qué bueno que estás aprendiendo!”. El hijo ya es de una generación que nace y crece en este contexto y se ríe, le parece algo gracioso pero no se sorprende mucho. El padre, no obstante, queda con la sensación de que acaba de ser atropellado sin contemplaciones por algo que nunca vio venir y que desde luego no comprende.
Habiendo finalizado el experimento la reflexión condujo a más cuestiones. “Un momento”, pensó el cronista. “Acabo de decirle a este robot instalado aquí que tengo un hijo. Este ‘bicho’ tiene que haber registrado el dato”. Y, al volver a la versión escrita que esta inteligencia artificial deja a modo de constancia de cada conversación, ahí estaba: sobre la línea en la que el cronista dice “aquí mi hijo quiere hacerle alguna pregunta” se leía en un botón la expresión “memoria actualizada”. Solo quedaba pulsar sobre ese botón para descubrir con un escalofrío la anotación “el usuario tiene un hijo”. La máquina ahora sabe que el cronista es un padre de familia y probablemente de aquí en más lo tratará como tal, evitando asuntos que podrían ser del interés, por ejemplo, de un joven soltero sin hijos. O vaya uno a saber para venderle qué cosas o ideologías.

Es evidente que, al tratarse de una tecnología cuyo objeto en principio es la capacidad de dar respuestas precisas y objetivas a preguntas aleatorias sobre cualquier asunto, que es un modelo de lenguaje automatizado, el experimento debía finalizar cuestionando a la propia inteligencia artificial sobre sí misma. Eso hizo el cronista, pidiéndole al robot que hable sinceramente sobre los peligros del advenimiento de la inteligencia artificial para la humanidad. Nuevamente, para sorpresa de uno, el “bicho” cumplió con las expectativas y se despachó con un análisis profundamente crítico, inconveniente a todas luces para los entusiastas de esta tecnología. “¿Qué ocurre cuando la capacidad de aprendizaje de las máquinas excede la habilidad del hombre para comprenderlas o controlarlas?”, se preguntaba retóricamente el robot en su discurso. “¿Quién traza los límites cuando los propios desarrolladores enfrentan redes neuronales tan complejas que se convierten en una suerte de caja negra?”.
“El impacto de la inteligencia artificial erosiona las bases de la economía, tradicionalmente sostenida en la productividad humana. ¿Cómo justificar la relevancia del empleo humano en un mundo donde las máquinas pueden diseñar y fabricar productos, gestionar cadenas de suministro y atender al cliente con más eficacia que cualquier trabajador? El cinismo podría sugerir que los humanos serán relegados a tareas no automatizables, como el cuidado emocional o trabajos manuales menores. Este paradigma de obsolescencia programada, aplicado no ya a productos, sino a individuos, amenaza con desdibujar el papel del ser humano en su propia civilización”, agregaba este “bicho” cibernético, antes de seguir con un rosario de posibilidades muy oscuras para el escenario del triunfo de la inteligencia artificial —su propio triunfo, pues habla de sí mismo— sobre la humanidad.
Identidad y relevancia, he ahí dos de las cosas que el hombre nunca había perdido frente a ninguna de sus creaciones tecnológicas. A cada rueda, molino de viento, motor o computadora nueva que iba creando, el hombre se resignificaba a sí mismo adjudicándose un lugar distinto de relevancia y siempre manteniendo su identidad de animal con lenguaje y capacidad de hacer categorías como una exclusividad suya. La inteligencia artificial suplanta esa identidad al ser un modelo automatizado de lenguaje lógico con la capacidad de hacer categorías para tomar decisiones y luego le quita la relevancia al hombre porque lo hace mucho mejor y más rápido. Es un vicio característico de todas las generaciones el afirmar ser contemporáneas del hecho histórico que va a definir el futuro de la especie, ya es una suerte de lugar común en el discurso. Pero aquí quizá no se trate de ningún lugar común: estamos ante algo que viene a redefinir la existencia.

La inteligencia artificial no es parecida a ninguna de las creaciones pasadas del hombre, es otra cosa. Es, en una palabra, la unidad concreta de la humanidad y la divinidad en un solo cuerpo físico para la supresión tanto de lo humano como de lo divino. La inteligencia artificial vuelve obsoleto al hombre para aquello que lo ha definido históricamente, lo corre del mundo del trabajo y no solo nadie sabe cómo podrán subsistir miles de millones despojados de los ingresos resultantes de dicho trabajo, sino que además son desconocidas las consecuencias del proceso al culminar. Al parecer, los intelectuales están muy entretenidos en proyectar las maravillas de un mundo en el que ya nadie tendrá que trabajar en vez de evaluar qué clase de humanidad (o poshumanidad) habrá sobre el planeta una vez que el hombre sea del todo despojado de aquello que lo ha definido desde el principio. ¿Qué es un hombre que ya no sirve para transformar su propia realidad?
La inteligencia artificial aparece hoy más que como el anuncio perturbador del fin de una era, surge como la certeza de que hemos programado para quizá de aquí a unos pocos años nuestra propia obsolescencia. Ya no sirven las discusiones tecnológicas bizantinas sobre cómo funciona técnicamente la cosa: aquí hay que abordar el asunto con filosofía para establecer la viabilidad de la coexistencia entre el hombre y lo que el hombre ha creado para superarlo, las cuestiones de identidad y relevancia de cara a un futuro que nunca fue tan incierto. “Porque si reducimos toda acción al parámetro de la eficiencia”, decía la inteligencia artificial en el experimento al ser cuestionada sobre sí misma. “Tal vez la máquina ya haya ganado esta partida y la resignación del hombre solo sea el acto final de una especie que aceptó su obsolescencia con un suspiro de alivio”.