A mediados del pasado mes de julio la expresidente y actual vicepresidente de la nación Cristina Fernández de Kirchner, la popularmente conocida CFK, produjo junto a Sergio Massa lo que un semiólogo podría calificar como un fortísimo símbolo en la forma de una fotografía. En conmemoración de los 15 años de la reestatización de Aerolíneas Argentinas, CFK y Massa posaron para las cámaras a bordo de un simulador de vuelo de propiedad de nuestra aerolínea de bandera. Allí se ve a Sergio Massa sentado en el asiento del piloto y también a CFK, por su parte, ocupando el lugar del copiloto. Ambos con la mirada vuelta hacia atrás, sereno él y sonriente ella, convalidando simbólicamente en el acto esa nueva disposición de liderazgo con una de esas imágenes históricas que sí valen más que mil palabras.
La fotografía reverberó en los medios tradicionales de comunicación y en las redes sociales durante días y no era para menos: por primera vez en quizá dos décadas se veía explícitamente a un Kirchner aceptando el lugar de subalternidad respecto a otro dirigente político. Y eso no es poca cosa. Más allá de que ese dirigente fue Sergio Massa —lo que en sí ya es un riquísimo insumo para la observación del reverso de la trama, la que veremos en estas líneas a continuación—, lo que puede adelantarse como conclusión es que la fotografía en la cabina del simulador de vuelo de Aerolíneas Argentinas va a figurar en las páginas de los libros de historia del futuro para ilustrar el momento exacto en el que finaliza la hegemonía del kirchnerismo en la política argentina.

Y también, por cierto, para explicar con el diario del lunes cómo el cambio de conductor fue una completa simulación. La metáfora política implícita en el simulador de vuelo capitaneado por el nuevo piloto de tormentas es esa misma, es la forma elegida por CFK para comunicarle a la posteridad que el proceso fue una farsa, es decir, que la abdicación en favor de Sergio Massa jamás pudo haberse dado voluntariamente con la finalidad de preservar la construcción política kirchnerista, sino todo lo contrario: lo que CFK deja asentado para la historia al pasarle la posta a Sergio Massa en el habitáculo de un simulador es que, al transformarse en massismo, el kirchnerismo termina y que el massismo no es la continuidad de la idea kirchnerista bajo la batuta de un nuevo conductor. Es su derrota.
El advenimiento del massismo materializa la supresión política de la idea kirchnerista, ni más ni menos. Pero ese advenimiento depende de la unción de Sergio Massa como conductor y eso, en los regímenes electores como el nuestro, se legaliza en las urnas. Massa necesita ganar las elecciones para suplantar a CFK con el bastón de mando presidencial, con el que podrá imponer su proyecto político desde el poder en el Estado. Y para lograr eso, Massa debe montarse sobre uno de los dos núcleos duros aún existentes en el esquema de grieta actual, sumarle otros votos a ese núcleo y ganar las elecciones. Eso es más o menos lo que hizo Alberto Fernández en las elecciones del 2019, pero con una diferencia sustancial. Fernández vino a no gobernar, a hacer la plancha. Massa viene a establecer una hegemonía.
Para llegar a esa hegemonía Massa debe ganar las elecciones con el voto de los militantes y simpatizantes kirchneristas y una cantidad importante de votos “ni-ni”, de los que oscilan entre los polos en un esquema de grieta y terminan definiendo así todas las elecciones. Los primeros son una muy numerosa minoría intensa que los analistas estiman entre un 25% y un 35% del electorado, son un núcleo durísimo que, de estar bien ordenado y bien orientado respecto al objetivo, pone a cualquier candidato a las puertas de un triunfo electoral. Si el núcleo duro kirchnerista fuera, supóngase, del orden del 30% y existiera la suficiente disciplina entre esos electores para que sus votos fueran totalmente canalizados hacia una sola lista, con tan solo una cierta cantidad de votos “ni-ni” el objetivo estaría cumplido.
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