En ediciones anteriores de esta Revista Hegemonía se hacía una proyección de lo que debería llegar a ser, más temprano que tarde, el poskirchnerismo o la etapa posterior al periodo de dos décadas en las que entre Néstor Kirchner y Cristina Fernández alteraron profundamente la política argentina. En este espacio se ha observado con especial atención desde mediados del 2020 en adelante la operación de sentido cuyo fin había sido desde el principio la neutralización del kirchnerismo para reordenar el juego con la imposición de un proyecto político que no puede existir si el kirchnerismo existe. El nuevo ciclo en la Argentina tiene necesariamente que ser poskirchnerista, porque una nueva etapa no podrá iniciarse si el kirchnerismo sigue vigente o al menos expectante de volver a ganar las elecciones.
La explicación de por qué eso es así no está puntualmente en la naturaleza del propio kirchnerismo ni de la política argentina, sino en las categorías de la ciencia política general. Los ciclos existen y se diferencian entre sí fundamentalmente porque los actores que los animan van cambiando en el tiempo, los que fueron protagonistas en un ciclo anterior deben necesariamente dejar de existir para dar paso a la llegada de un ciclo posterior, porque de lo contrario no hay cambio. Por eso se equivocaron tanto los comentaristas en los medios cuando anunciaron “el fin del kirchnerismo” año tras año desde el 2008 en adelante: con la máxima referente de esa parcialidad aún gobernando y luego expectante de volver a hacerlo el ciclo político seguía siendo el mismo, la sola presencia de esa dirigente en el tablero garantizaba la continuidad de una época. El “fin del kirchnerismo” anunciado por los Luis Majul, los Nelson Castro y demás opinólogos mientras Cristina Fernández estuvo plenamente vigente siempre fue, como se ve, una expresión de deseo.

Ahora bien, el kirchnerismo fue un ciclo de la política argentina porque superó en las formas y en el contenido al ciclo anterior, que fue el del menemismo. Y lo fue precisamente cuando al bajarse del ballotage del año 2003, Carlos Menem puso fin a su carrera. El menemismo como ciclo político en la Argentina es la etapa que va desde el Pacto de Olivos —que es cuando Raúl Alfonsín capitula y deja de estar expectante de volver a gobernar— hasta las elecciones del año 2003, cuando el que capitula, en cambio, es el propio Menem. Al estar bajo la sombra del retorno del caudillo riojano, el gobierno fracasado de Fernando de la Rúa, todo el caos que se sucedió a su renuncia con la crisis de diciembre de 2001 y el interregno inmediatamente posterior a ese estallido pertenecen al ciclo menemista. Ese ciclo únicamente pudo terminar cuando se hizo público y notorio que Menem ya no iba a volver.
Eso ocurrió cuando Néstor Kirchner ganó las elecciones de 2003 por abandono. En ese momento Menem se retiraba de la política y abría para sí mismo una etapa de desfile por los tribunales, lejos de la lucha por el poder en el Estado. Allí se supo que un nuevo ciclo empezaba porque el protagonista del ciclo anterior se retiraba dejando a sus conducidos sin conducción y, por lo tanto, disueltos. El menemismo no terminó en las elecciones del 2003 porque se terminaron los menemistas, sino porque estos no pudieron seguir siéndolo después de esas elecciones al no tener conducción, amalgama. Entonces el kirchnerismo tomó la posta e inició una nueva etapa de la política argentina cuyas características son fácilmente observables en un contraste muy extremo. Todo lo que en el menemismo había sido la norma pasó directamente a ser la excepción en el kirchnerismo y viceversa, tanto en las formas como en los contenidos programáticos.
Una de las normas del kirchnerismo que en el menemismo habían sido la excepción fue la interpelación política a las mayorías sociales. Lo más característico de los doce años de gobierno de Néstor Kirchner y Cristina Fernández fue la irrupción de los civiles de a pie en la discusión pública, la que durante el menemismo había sido una exclusividad de los “políticos”, esto es, de la pequeña minoría de dirigentes y militantes de siempre. Cuando Néstor Kirchner abre ese cauce convocando al debate de la política a las multitudes que con Carlos Menem habían estado enajenadas de ella, lo que tiene lugar es una avalancha de gente que empieza con sus tareas de reivindicación, como diría Raúl Scalabrini Ortiz en su narrativa del 17 de octubre de 1945. Empieza entonces a partir del 2003 a meterse en el debate de los asuntos públicos gente que en la década anterior había considerado que la “política” era mala palabra, un sinónimo de corrupción y no de transformación de la realidad social.

Al abrir por última vez las sesiones legislativas en el Congreso el 1º. de marzo de 2015, Cristina Fernández sintetizaba en una frase lo anteriormente expuesto. “Dejo un país cómodo para gente e incómodo para los dirigentes”. He ahí todo: a su paso, el kirchnerismo había dejado un pueblo movilizado en tareas de reivindicación de sus derechos sociales y eso, como se sabe, no es lo que más le gusta a la casta privilegiada de dirigentes y demás secuaces. En realidad, lo que a los políticos profesionales más les molesta del populismo de un modo genérico no es el programa de gobierno y ni siquiera la mentada corrupción, la que además no es exclusividad de ninguna parcialidad ideológica, sino el hecho de que los populismos por definición son eso mismo, son la exaltación del pueblo mediante su necesaria interpelación. Cuando el populismo adviene, las mayorías populares empiezan a cuestionarlo todo y eso es incómodo para quienes se habían mal acostumbrado a dirigir de forma discrecional.
El populismo entendido en su definición clásica desde los tribunos de la plebe en Roma es, básicamente, un régimen en el que los dirigentes deben darles explicaciones a los dirigidos, es una cosa que se acerca al ideal democrático —también en su definición clásica— puesto que le permite al pueblo el acceso al poder político, al menos desde el lugar del condicionamiento a dicho poder. Y cuando ese acceso está garantizado, los dirigentes no pueden hacer lo que se le venga en ganas al poder fáctico del que dependen. Deben hacer grandes consensos con las mayorías populares, darles explicaciones a esas mayorías a cada paso y, en una palabra, deben ponerse a trabajar de políticos, pero en serio. La camarilla a espaldas de las mayorías es ciertamente mucho más cómoda para quienes están en la camarilla.
El problema es que cuando el pueblo está movilizado en tareas de reivindicación se torna muy difícil introducir cambios y reformas que son del gusto de las minorías privilegiadas, simplemente porque la instancia de decisión que es la política está bajo la lupa. Gobernar con el voto del pueblo para representar los intereses del poder fáctico de tipo económico es mucho más difícil cuando el pueblo está atento a lo que hacen los dirigentes a los que el pueblo votó y esa es la razón por la que durante el siglo XX fueron frecuentes las dictaduras interrumpiendo ciclos democráticos cada vez que la intensidad de la democracia aumentaba demasiado. Un claro ejemplo histórico de ello en nuestro país es el golpe de Estado de 1955 que instaló el régimen de la “Revolución Libertadora”. Después de una década de populismo peronista, el poder fáctico se encontraba ante la imposibilidad de hacer su negocio turbio porque el General Perón respondía a las mayorías populares y estas, por lógica, no iban a permitir desviaciones al estar ya empoderadas y en control de la situación política. Y entonces el poder fáctico debió recurrir al golpe de Estado clásico para desplazar a Perón, desmovilizar al pueblo e introducir los cambios necesarios para volver a robar. La Argentina posterior al golpe de 1955 fue un país cómodo para los dirigentes e incómodo para la gente hasta 1972.

Una situación similar existe en los tiempos actuales, aunque ya con el artilugio del golpe de Estado clásico un poco pasado de moda. Durante una década y más el kirchnerismo interpeló a las mayorías populares, las empoderó y las puso en un lugar de cuestionamiento y reivindicación del que esas mayorías no iban a bajarse solitas. El kirchnerismo entonces perdió las elecciones de 2015, pero el ciclo kirchnerista no terminó allí porque la conductora de esas mayorías empoderadas iba a seguir expectante con volver al poder político en el Estado. De hecho, pese a que Mauricio Macri intentó introducir los cambios exigidos por el poder fáctico al que responde y en cierta medida lo logró, la idea de que Cristina Fernández iba a volver mantuvo unido al kirchnerismo aún después de la derrota electoral, razón por la que Macri no pudo hacer todas las reformas previstas en su programa y fue despedido del gobierno con tan solo un mandato. Todo el gobierno desquiciado de Macri pertenece, por supuesto, aún al ciclo kirchnerista.
Pero claro, el poder fáctico todavía necesita esas reformas para concretar una gran cantidad de negocios que están pendientes, por ejemplo, con los recursos naturales del territorio argentino. Y eso únicamente puede materializarse en un nuevo ciclo político, el kirchnerismo debe disolverse y debe empezar una etapa poskirchnerista en la que se desmovilicen los que aún siguen movilizados. El factor de convulsión social de las últimas dos décadas debe ser suprimido del tablero político para pasar a un esquema parecido al del menemismo en los años 1990, a saberlo, uno en el que la política vuelva a ser un asunto exclusivo de la camarilla y el pueblo no se meta en el debate sobre la cosa pública. El saqueo total del poder fáctico contra un pueblo-nación solo puede darse en un contexto de paz de los cementerios en la categoría tan famosa de Eduardo Galeano y si esa paz no existe siempre habrá alguna minoría intensa dispuesta a poner el grito en el cielo, a estorbar los planes.
El atento lector recordará que el alfonsinismo existió hasta el Pacto de Olivos y que dejó de existir al capitular allí Raúl Alfonsín. Y también que el menemismo existió hasta las elecciones de 2003, finalizando al abandonar esas elecciones y retirarse de la política Carlos Menem. En ambos casos el denominador común es el fin de la esperanza en el retorno del conductor, es un hecho público y notorio que marca el punto de inflexión histórico del fin de ciclo convenciendo a todos, de una vez y para siempre, de que esos tiempos no van a volver. En el presente ese es un asunto que está “empiojado”, como suele decir el sentido común popular, porque el punto de inflexión que marca el fin del kirchnerismo no aparece, o bien ya apareció y no estamos los contemporáneos en condiciones de comprenderlo. Sea como fuere, la política argentina está a la espera de un nuevo ciclo para garantizarle al poder fáctico —al que casi todos los dirigentes actuales responden— los negocios que no han podido concretarse o solo pudieron realizarse a medias desde el 2003 a esta parte.

Entiéndase bien: por más fantasmas de “izquierda” y de “derecha” que se presenten para complejizar la comprensión de la realidad, solo hay dos formas de ejercer el poder político en el Estado. La primera y más frecuente en la historia de la humanidad es favoreciendo los intereses de los de arriba, de los dueños del mundo; la segunda, por el contrario, es defendiendo los derechos sociales de los de abajo, de las inmensas mayorías populares. Por lo tanto, lo que necesita el poder fáctico hoy y siempre es un gobierno puro y propio, no importa si ese gobierno en su discurso demagógico se ubica a la “izquierda” o a la “derecha”, eso es absolutamente irrelevante en la praxis política. Lo único que importa es que en sus decisiones concretas el resultado sea siempre favorable al negocio que los ricos del mundo quieren hacer para seguir en el lugar de privilegio que ocupan y consolidarlo cada vez más.
Entonces la cuestión va a reducirse a saber si la inactividad de Cristina Fernández, que ya dura desde el 2015 y solo fue intermitente en las elecciones del 2017 y del 2019, apenas por los pocos meses que duraron esas campañas, es un largo periodo de vacaciones o es un retiro de la política al que todavía no estamos en condiciones de comprender. La lógica es sencilla e indestructible: si el kirchnerismo es el ciclo en el que el negocio del poder fáctico no se realiza del todo, si el poderoso necesita terminar con ese ciclo para hacer su negocio y si la única forma de hacerlo es pasando a retiro al principal referente del ciclo político, el factor de amalgama de la mayoría empoderada que estorba, entonces la cuestión verdaderamente se reduce a saber si Cristina Fernández está de vacaciones hace ya casi ocho años y va a volver o si, por el contrario, ya está retirada de la política y buscando un “aterrizaje suave” para no correr la suerte de Carlos Menem. Es solo eso y nada más que eso lo que se discute en la política argentina hoy. No hay otro asunto, aunque en el discurso parezca que hay muchos asuntos.
No los hay, el único tema importante hoy es saber si estamos en el ciclo kirchnerista de movilización popular o si ya pasamos al poskirchnerismo de la desmovilización y la paz de los cementerios. Una vez definido eso, se podrá saber al fin si dicho ciclo poskirchnerista va a ser un ciclo massista, larretista, bullrichista, mileísta o del ismo que fuere, tampoco eso reviste demasiada importancia en tanto y en cuanto todos esos avatares posibles responden a la misma terminal de poder en última instancia y todos inauguran un ciclo político de desmovilización de las mayorías populares. Sergio Massa, Horacio Rodríguez Larreta, Patricia Bullrich, Javier Milei o cualquier nombre propio que quieran poner en la góndola los que hacen la ingeniería social de los intereses del poder fáctico global son la instalación de la paz de los cementerios en la que el saqueo de los recursos naturales como el litio, la producción de alimentos, el gas natural y el petróleo de Vaca Muerta, entre tantos otros del país con el quinto territorio más rico del planeta, podrá realizarse sin mayores cuestionamientos.

Todo lo demás hoy es humo, incluso la indagación sobre si Cristina Fernández pactó, claudicó o se equivocó al enredarse en alianzas con el progresismo por fuera del peronismo después del fallecimiento de Néstor Kirchner. Cada una de esas opciones es una alternativa viable, pero no resuelve la cuestión. El juicio a Cristina Fernández es el juicio histórico que le corresponde a todo dirigente político, se hará cuando su obra esté finalizada y será materia de los historiadores en el futuro, no de la política en el presente. Lo único que interesa saber de Cristina Fernández hoy es si está en actividad o si ya se retiró, si estamos aún en el ciclo kirchnerista o si ya pasamos al ciclo poskirchnerista que el poder fáctico necesita. Y como nadie sabe la respuesta, todos hacen la plancha y esperan. Los dirigentes tejen alianzas subterráneas y los medios distraen al pueblo las 24 horas del día con nimiedades o con la cobertura al más mínimo detalle de una causa penal. Nadie se anima a decir una palabra que sea definitiva mientras no aparezca ese hecho marcando inequívocamente el fin de un ciclo y el principio de uno nuevo.
La buena o la mala noticia, según el punto de vista de quien la reciba, es que todas las definiciones están al caer. El mundo cambia a paso acelerado hacia un ordenamiento multipolar en el que los polos de poder global se disputan las riquezas de territorios semicoloniales como el de la Argentina y el tiempo se agota, hay que definir quién va a beneficiarse de los ingentes recursos naturales de un país muy extenso y, a la vez, prácticamente deshabitado. La Argentina es una gallina de los huevos de oro a la que le falta la cabeza, aunque probablemente no le faltará por mucho tiempo.