Después de haber pasado casi dos mil días en la cárcel de alta seguridad de Belmarsh, ubicada en la zona sur de Londres, más precisamente en Greenwich, Julian Assange fue liberado el pasado 24 de junio en un hecho que tomó por sorpresa a la opinión pública a nivel mundial. La sorpresa se debe al pronóstico de que Assange estaba destinado a morir en la cárcel por la gravedad de las acusaciones que pesaban en su contra. Los pronósticos no se confirmaron y al momento de escribir estas líneas Julian Assange estaba ya de regreso en su Australia natal luego de presentarse ante un juez en las islas Marianas —territorio de los Estados Unidos en el Océano Pacífico— donde ratificó un acuerdo legal en el que para ser liberado debía declararse culpable de conspirar ilegalmente para obtener y difundir información clasificada perteneciente al gobierno estadounidense.
Entonces Assange aceptó una condena por espionaje en un tribunal de los Estados Unidos a cambio de que se le reconociera el tiempo que estuvo preso en Gran Bretaña, razón por la que no tendrá que volver a la cárcel o al menos no por los delitos que se le imputaron. La sorpresa que implicó su liberación repentina fue enorme máxime porque solo muchas horas después fue revelado el acuerdo judicial que la posibilitó y el público pudo al fin comprender el extraño hecho. Al parecer, la justicia de los Estados Unidos cambió súbitamente de opinión: de exigir la extradición de Assange para aplicarle la pena de muerte en suelo estadounidense, los jueces de pronto quedaron conformes con una aceptación de culpabilidad que finalmente cerró la causa y dejó en libertad al imputado. Así de simple.
Pero claro, nada es simple en los niveles de lucha por el poder en los que Julian Assange entró a jugar al revelar en 2010 unos 250 mil documentos del Departamento de Estado de los Estados Unidos, buena parte de ellos conteniendo información clasificada e incluso secreta sobre las invasiones yanquis de Irak y Afganistán, además de una enorme cantidad de cables diplomáticos cuya filtración expuso la actividad imperialista de Washington en todo el mundo, también en la Argentina, además de actividad propia de los servicios de inteligencia que nunca estuvo destinada a ver la luz del día. Está claro que al menos desde el punto de vista de los intereses particulares del imperialismo estadounidense Assange cometió delitos gravísimos, los que tuvieron la repercusión de un terremoto global y cuyas consecuencias se sienten hasta el día de hoy, a casi 14 años de WikiLeaks.

Pero la calificación de la obra de Assange con WikiLeaks como un delito es propia y exclusiva del gobierno de los Estados Unidos y de sus regímenes aliados, los que repiten el discurso de Washington muchas veces incluso contra los intereses nacionales de los países en los que esos regímenes son statu quo. Para todo el resto del mundo, incluso para los pueblos de esos países gobernados por títeres de Washington, Julian Assange no es un delincuente, sino un hacker que se atrevió heroicamente a destapar los chanchullos imperiales. Gracias a Assange con WikiLeaks, la humanidad tuvo la prueba material de aquello que siempre se supo, aunque nunca pudo probarse: que el establishment en los Estados Unidos es lo más parecido a una asociación ilícita, a una mafia global que invade países para robar y manipula a los cipayos en todas partes para que estos actúen en sus respectivas políticas nacionales contra los intereses de la patria.
Un ejemplo de ello fue la revelación de que Sergio Massa reportaba desde su lugar de jefe de Gabinete a la embajada de los Estados Unidos, es decir, era un cipayo al servicio de dicho imperio y operaba dentro del gobierno de Cristina Fernández contra los intereses nacionales de la Argentina. También gracias a WikiLeaks se supo que otro tanto hacían en la política y en los medios personajes como Ricardo López Murphy, Joaquín Morales Solá y Rosendo Fraga. Nada que no pudiese adivinarse mediante la sola aplicación del sentido común a la observación, por supuesto, pero que solo tuvo su evidencia material gracias a las filtraciones de Assange para que el cipayismo de esos personajes pasara de sospecha a un hecho de la realidad fáctica. Hoy el argentino que quiere informarse y evita la distracción de los medios de difusión controlados por los mismos cipayos puede saber, por ejemplo, que Martín Redrado es y siempre fue directamente un agente estadounidense en nuestra política.
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