Maltratador universal

Mientras la comunidad internacional calla frente a sus excesos —desde Hiroshima y Nagasaki hasta Nicaragua e Irak, pasando por golpes de Estado, sanciones, invasiones y “gaslighting” global— por temor a las posibles represalias, los Estados Unidos siguen presentándose bajo el mito de una superioridad moral que se sostiene con complicidad y silencio. El yanqui es como el abusador que se enorgullece de sus crímenes y los justifica en nombre de la libertad y la democracia y sus víctimas, paralizadas por miedo o conveniencia, reproducen el círculo vicioso. Pero este es un problema que afecta también al pueblo estadounidense bajo la expoliación de su élite dirigente. Este perverso sistema de dominación terminará cuando ocurra la desvinculación del mundo con el Occidente cómplice y la afirmación del Sur Global como alternativa de cordura.
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Este sencillo artículo comienza con un interrogante dirigido hacia el lector: ¿No ha tenido Ud. la sensación alguna vez de que la relación de los Estados Unidos con el resto del mundo es un poco similar a la que sostiene una familia con un pariente rico, pero borracho y abusivo? Sería una especie de interdependencia en la que unos deciden someterse al otro por estar subordinados a él económicamente o por la fuerza, bajo la condición de soportar toda clase de vejaciones y escándalos con tal de no tener que tomar el riesgo de enfrentar al abusador y hacer lo necesario para liberarse definitivamente.

En esa clase de familias existe un verdadero pacto tácito en el que todas las partes acuerdan hacer silencio ante determinadas conductas y mirar a un lado porque “de eso no se habla”. La realidad termina siendo completamente adulterada, los secretos a voces se esconden en el clóset o se barren debajo de la alfombra y no obstante, cada uno de los participantes de la pantomima conoce la realidad tal cual se presenta, aunque finja demencia o amnesia.

Y en el supuesto caso de que a alguno se le ocurra poner el grito en el cielo y señalar que algo anda mal, muy probablemente otro miembro del mismo clan saldrá en defensa del agresor y este ni siquiera recibirá los coletazos del reclamo. “Es una buena persona, solo que el alcohol le hace perder el control, pero si no fuera por él, ninguno de nosotros estaríamos donde estamos. Debemos ser indulgentes y agradecidos, él se esfuerza mucho por cambiar, simplemente no puede hacerlo mejor”. Es un hecho aislado, no volverá a ocurrir.

Así, los abusos se prolongan, el ambiente enfermizo se reproduce en el tiempo y todos siguen jugando por conveniencia, comodidad o interés el mismo juego de víctimas y victimario. Ni el abusador toma conciencia de sus problemas de adicción y violencia ni las víctimas toman el toro por las astas y persiguen su liberación (incluso con la posibilidad de ofrecer ayuda o contención al adicto, si fuera cierto que es su enfermedad la que lo torna violento), pues a todos les conviene de una manera o de otra continuar con la farsa de la familia ideal. Ese es el camino más corto y el más fácil, aunque no sea el mejor.

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Mediante artilugios propagandísticos como la institución de la USAID (Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, por sus siglas en inglés), Washington ha lavado sus culpas a lo largo de décadas. La “inmensa obra de beneficencia” realizada por los Estados Unidos no es siquiera una fracción de todo el daño causado por su política exterior y con el agravante de que la mismísima USAID, luego se supo, no pasaba de una tapadera para que los servicios de inteligencia yanquis se instalaran en los países que en teoría recibían la supuesta ayuda humanitaria.

Y sucede exactamente lo mismo en la relación entre los Estados Unidos y los demás países. Nadie se atreve a traer a colación los incesantes incidentes de brutalidad, mala conducta y abuso por temor a verse obligado luego a tener que soportar el infierno de las represalias, ya sean directamente emanadas del abusador, ya sea que se manifiesten en la indiferencia y la complicidad de los otros parientes que son capaces de soportar cualquier cosa con tal de no romper las relaciones de conveniencia con el pariente abusivo.


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